martes, abril 07, 2009

Crónicas de Bruno del Breñal y Jonás, el enterado-Fernando Delgadillo

La guerra y la imaginación 2

Diario Milenio-México (07/04/09)
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De entre todas las descripciones de la época, me quedo con la de Nellie Campobello en Cartucho, ese libro inclasificable cuyos ojos de niña nos hacen ver no sólo lo que pasaba en el norte mexicano a inicios de siglo XX, sino lo que sucede en todo el país cien años después, a inicios del XXI. Mis hombres muertos. Los juguetes de mi infancia. Mis decapitados. Sin sentimentalismos, con una austeridad que resulta sin duda alguna exasperante, la niña registra la violencia cotidiana de una manera que ni los novelistas de la época ni los historiadores de otra han logrado emular. Aunque todos ellos hablan, con mayor o menor grado de fascinación, de la violencia, sólo la niña la ve. Ahí está la naturalidad con la que emerge en las calles (mis juguetes de la infancia), la cruenta cotidianeidad de su paso. ¿Estará ya la novelista de finales del XXI pensando en los “decapitados” que aparecen en las calles y en la televisión y en la prensa como los juguetes de su infancia? ¿Los ve ahora ella con el mismo desasimiento, la misma contundencia que Campobello le adscribe a su joven personaje femenino? ¿Conocerá ya, esa niña, el miedo? ¿Sabrá ya que no debe apartarse de sus padres en el supermercado porque la pueden secuestrar o habrá asistido ya al funeral en el que se despidió del padre o madre de algún amigo? ¿Sabe ya, esa niña, que no puede salir de tarde o de noche a la ciudad porque la ciudad, ese amasijo de calles, no le pertenece a ella ni a las que son como ella, extirpada pues de su ciudadanía? ¿Ha sentido ya esa futura novelista el palpitar alocado del corazón cuando pasa vertiginoso el comando militar y, luego, la sirena de la ambulancia, y luego, el silencio que todo lo sepulta en la noche más negra? ¿Sabe ya esa novelista de finales del XXI que la escritura más letal del México en el que nació no está en los libros sino en las mantas que aparecen, a lo largo y ancho de todo el país, en las ciudades más remotas y en las más pobladas, con amenazas diversas?
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Dice Sarah Ahmed en Las políticas de la emoción, que el miedo es una de las experiencias a la que recurren los políticos con gran frecuencia para servir sus propias agendas. Maleable, el miedo alerta ante el peligro, en efecto, pero sentido por mucho tiempo, también adormece. Paraliza. Una sociedad con miedo es una sociedad que baja la vista. El que tiene miedo prevarica. Presa del temor, el miedoso escucha ruidos que, en la noche, se alargan exasperantes hasta la madrugada, y en el día se acomodan al andar de los pasos. El que tiene miedo pierde la mejor parte de su energía preparándose contra golpes que no son, en su caso, imaginarios. Agazapado dentro de sí, aguarda el momento crucial—la decisión que, aunque nimia o tal vez por nimia, desatará el fin del mundo personal. Pocas cosas como el miedo nos hacen conscientes de las cruentas repercusiones de cada diminuto acto: estar parada en ésa esquina, haber vuelto la cabeza, conocer a cierta persona, haber coincidido en una fiesta. Todo eso puede convertirse, al pasar del tiempo, en la causa de ese disparo, aquel secuestro, esta violación. En expansión, descomunalmente agrandadas, cada decisión de la vida cotidiana no deja de ir teñida por la paranoia. El miedo aísla. El miedo nos enseña a desconfiar. El miedo nos vuelve locos. Con las manos dentro de los bolsillos y con la cabeza gacha, el que tiene miedo se transforma así en la herramienta por excelencia del status quo.
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Acaso el ejemplo más explícito del uso político del miedo en los tiempos contemporáneos haya sido la desvergonzada manipulación que el ex presidente Bush hizo del ataque contra las Torres Gemelas del 11 de Septiembre del 2001. Arengando a una guerra santa contra el Islam y promoviendo el odio que alimentó en primera instancia a la agresión misma, Bush sumió a Estados Unidos en un trance de pánico que desactivó la energía creadora, políticamente creadora, de sus habitantes. Congregados bajo la bandera de un patriotismo de cabeza gacha y ojos cerrados, los estadounidenses se acostumbraron con gran naturalidad a ser esculcados en los aeropuertos y ser registrados en sus domicilios privados. La disidencia, como bien se sabe, fue acallada bajo el pretexto de traición—y esto lo experimentó en carne propia Susan Sontag cuando, con característica valentía, se atrevió a cuestionar la uniformidad de criterios a la que apelaba y que consiguió el ex presidente. Conminar a una guerra, santa o no, siempre tiene consecuencias. Conminar a una guerra, contra el Islam o contra el narcotráfico, siempre tiene consecuencias. Todas ellas funestas. Con base en el miedo y multiplicando, a su vez, ese miedo, las guerras a las que nos invitan los de arriba (para utilizar la terminología azueliana) son siempre, como lo enunciara de manera magistral Henry Miller, “la mejor parte de un mal trato”. Ahí nosotros, aunque parezca lo contrario, no tenemos nada que ganar. Ahí, de hecho, bajo la apariencia de estar ganando (seguridad, estabilidad, protección) estamos, en realidad, perdiendo. Lo sabe el soldado que muere en servicio y lo sabe el que fue rozado por la bala que iba dirigida a otro; lo sabe la mujer a la que levantaron, así se dice, de la calle, nada más por haber andado en la calle y lo sabe el motorista al que esculcan hasta la saciedad en el cruce fronterizo; y lo sabe el que atiende los funerales, y lo sabe la futura escritora que ya desde ahora ha aprendido a mirar. A mirar esto.
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Fue un italiano, Alessandro Baricco, quien en la introducción que escribió para su apropiación contemporánea de La Iliada, el paradigmatico texto de Homero, nos provocó a pensar de maneras alternativas contra la guerra. Ha existido siempre, alegó, está en los huesos de las civilizaciones más diversas: la adrenalina de la guerra, la excitación de la guerra, el canto hipnótico de la guerra. Sólo cuando como sociedades podamos inventar algo más excitante, más riesgoso, más aventurero, más revolucionario, podremos decir que, en verdad, estamos contra la guerra. Una forma de pacifismo radical. Una tenaz provocación, ciertamente. Entre mis pocas virtudes no está la de la profecía y cuento, para colmo de males, con un pobre sentido de la propedéutica política, por eso me detengo aquí, en el eco que emerge de la provocación que, desde las páginas intervenidas de La Iliada, nos lanza Baricco.
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Con Andrés Molina Enríquez, ese positivista de inicios del XX, repito a inicios del XXI lo que ya era cosa sabida entonces: sólo cuando el problema de la desigualdad social sea debidamente atendido estaremos de verdad atendiendo el corazón de esa nación (con sentimientos) que se llama México. Con Alessandro Baricco repito: si queremos ir más allá de una guerra basada en el miedo cuyo fin es producir más miedo, más nos vale imaginar algo más excitante, más rabioso, algo más lleno de adrenalina. Con los situacionistas de hace unos 50 años repito que nuestra tarea no es llamar a la guerra (o atender un llamado por la guerra) sino producir desde abajo y en comunidad una vida cotidiana dinámica y creativa, emocionante y plena. Y es justo ahí donde entran, de manera humilde y hasta discreta, las palabras: las palabras escritas: los libros dentro desde los cuales saltan a la vista y, de ahí, al cuerpo entero y a la imaginación. El que imagina siempre podrá imaginar que esto, cualesquiera cosa que esto sea, puede ser distinto. He ahí su poder crítico. El que imagina que, al caminar por las calles de Ciudad Juárez está, en efecto, caminando por las calles de Bagdad, también puede cuestionar la naturalidad con la que suelen presentarse la militarización de las ciudades. El que imagina sabe, y lo sabe desde dentro, que nada es natural. Nada inevitable. Apuesto que aquella niña, la futura novelista del XXI, también lo sabe.

Absolución de alcoba

Diario Milenio-México (06/04/09)
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Pastores matan líderes
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En aquel tiempo, hará unos doce años, nadie entre sus devotos avanzados se permitía dudar que el padre Maciel sería un día llamado San Marcial. Varios de ellos, entregados a la sacra misión de educar a las nuevas generaciones, insistían en un concepto fundamental, con certeza nacido de la visión educativa y pedagógica del fundador de los Legionarios de Cristo: formación. Hasta donde recuerdo, me lo habrán repetido unas cuarenta veces. Querían una pieza publicitaria que anunciara la principal ventaja competitiva de su universidad. Si otros enseñaban, ellos formaban. Más todavía, formaban líderes. Parte de este proyecto era atraer a los estudiantes a las actividades extracurriculares, como esos truculentos retiros espirituales que ya desde su nombre invitan a pensar en catacumbas dignas del Divino Marqués. Todo supervisado y dirigido por hombres de sotana cuya autoridad rebasa con creces lo que Javier Marías llama efecto tarima —la fascinación que un maestro seductor despierta en su alumnado—, si quien allí detenta el poder se dice hombre de Dios y goza de una autoridad incontestable. No en balde hace el trabajo de formador.
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Durante las semanas que debí tratar con aquellos clientes singulares —casi siempre a través de terceras personas que hablaban de sus jefes con cierta reverencia ceremoniosa— aprendí lo difícil que era complacerlos. Peor si estaban presentes, con sus escasas pulgas. No olvido la pedantería inflamada del cura irlandés que se empeñaba en darme lecciones rancias de puntuación y sintaxis, como quien cita artículos de fe. Tal cual frecuentemente sucedía, no era mi nula vocación de publicista lo que me sostenía en tales trabajillos, sino, además de la paga redentora, un cosquilleante morbo de narrador, quizás emparentado con la envidia que tantos lectores de Günter Wallraff sentimos al leer sus crónicas intrépidas desde el vientre del esperpento en turno. Miraba a aquellos curas de impostada rectitud con la curiosidad de un entomólogo. Resistía con trabajos la tentación de preguntarles a partir de qué punto la idea de formar a los alumnos se transformaba en la urgencia de hormarlos. Fue un descanso que al fin lo rechazaran todo. Total, que se buscaran a un publicista de verdad. O todavía mejor, que formaran al suyo.
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Hormar para formar
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Ignoro a cuantos aspirantes a líderes haya formado el padre Maciel, si bien su foja de servicio alcanza para ir lejos con la imaginación. Dos detalles, no obstante, me han empujado a escribir estas líneas. El primero es que el deslustrado clérigo michoacano, amén de estuprador, paidófilo, morfinómano y padre de familia, se contaba entre los confesores de Juan Pablo II. El segundo tiene que ver con una falta escandalosa que suele ser común a cantidad de santones, con y sin sotana: la absolución del cómplice. ¿Cómo no va a animarse el incauto creyente a pecar con el libidinoso de la sotana, si quien lo va a absolver absuelve al Papa? ¿Quién, que haya creído en su bondad y ya lo mire como un hombre santo, va a atreverse a contradecir sus enseñanzas? ¿Le cabe a un alma pía en la cabeza que el Pontífice acceda a confesarle sus pecados a un hedonista extremo disfrazado de pastor de ánimas? ¿Cómo negar, desde la fe callada y genuflexa del discípulo, que el agraciado cómplice tendría que salir del lugar de los hechos aún más limpio que como entró, luego de ser objeto de Tamaña Indulgencia?
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Si en los estados totalitarios el juez, el defensor y el fiscal suelen ser tres personas distintas y la misma, la teocracia permite privilegios tan libertinos como ése de culpar y perdonar al cómplice sin tener que dejar el lecho del pecado, en un mismo paquete libre de cargos extra. Pura mercadotecnia espiritual. El agresor se amafia con la víctima por un puñado de bendiciones. Y no es ni raro, vamos. ¿Cómo negar razón a los morigerados que alertan sobre la debilidad de la carne, que es aún más permeable a la lujuria cuando padece largas abstinencias? Si un buen traje de seda y unos modales pulcros permiten a un gañán de uñas habilidosas pasar por gente de provecho y confianza, ¿qué espacio de maniobra no dará una sotana fina y unas palabras mágicas en latín galante? Si yo fuera uno de esos enviados del Maligno que tanto desvelaban a los inquisidores, habría empezado por camuflarme ya no bajo la forma de un médico brujo, sino la de un ministro del enemigo. Me juraría católico, apostólico y polaco. Tomaría primero los hábitos, y ya después cuanto que se me ofreciera. No me preguntaría si acaso todos lo hacen, me bastaría con saber que todo puede hacerse. Una certeza casi literaria, que ya en la realidad se vuelve espeluznante. Y hasta donde yo sé, la idea es que el demonio parezca demonio. Que espeluzne, para eso se le paga.
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Formados y cooperando
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Allá por los noventa llegué a pensar que todo ese argumento manipulador de la formación de líderes no pasaba de ser lo que en publicidad se llama copy point. Información que vende. Los hijos van a la universidad y hay padres que quisieran seguir encauzándolos. Seguramente les parecería atractivo enterarse que aquella oferta educativa incluía una extensión de su control. Y eso no era mentira, ni verdad relativa. Al universitario se le trataba como adolescente. Hay gente que prefiere esa comodidad. Obedecer, dejarse llevar, contar con un parámetro de aprobación sencilla y automática. No hacerse cargo más que de decir sí. O amén, llegado el caso.
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Cuesta trabajo detener las especulaciones enfermizas cuando en el coco siguen saltando términos como formación de líderes y absolución del cómplice, que una vez combinados bastan para erizar el cuero de más de un satanista honesto, que los hay. En una de éstas, no todo está perdido. La memoria de quien habría sido flamante santo mexicano puja hoy por ascender a la categoría de diablo universal. Uno que, encima, es todo menos pobre. Por higiene mental, me niego a imaginar la cantidad de fieles que le espera.

V-2 Schneider

Diario Milenio-México (06/04/09)
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Es 1977. El rockstar fija su residencia temporal por segundo año consecutivo en Berlín. Suele despertar a eso del mediodía, en su cama, uno de los muy escasos muebles que contiene su departamento sito en el 155 de la Hauptstrasse. Toma el desayuno —café, jugo, dos cigarrillos de una cajetilla de Gitanes— y camina hasta los estudios Hansa, contiguos al Muro ominoso y emblemático que divide Berlín. A veces trabaja sólo dos horas para después precipitarse a pasear en bicicleta por la ciudad. Hoy, sin embargo, la cosa es distinta. Hoy está inspirado. Y es que hace ya días que es testigo de una escena conmovedora y recurrente, rito amoroso que se celebra todas las tardes ahí mismo, al otro lado de la ventana: una pareja se besa al pie del Muro, mientras los soldados apostados en la torre de observación los observan, amenazantes. La belleza de la escena —la desolada, esplendorosa, decadente belleza de la escena— ha inspirado al rockstar, que desde hace unas horas no puede dejar de pensar en la pareja. Un rey y una reina, se dice. Héroes, se dice. O, mejor, “héroes” —así: trágica y tristemente entrecomillado—, ya que no hay verdadero heroísmo posible (o cuando menos viable) en un mundo tenso y dividido y falaz. Tales han de ser las circunstancias de la composición y grabación de “Héroes”, para muchos la mejor canción de David Bowie.
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“Héroes” da título a Heroes, el álbum homónimo de 1977, y su éxito postergado pero certero —no fue un hit en su momento pero aparece con regularidad en listas de las mejores canciones de todos los tiempos— la ha llevado a eclipsar en gran medida el resto del disco al que pertenece, lo que constituye no sólo una injusticia sino una lástima. Y es que Heroes es un álbum a un tiempo triste y combativo, que pasa con donaire y denuedo del rock machín de “Beauty and the Beast” a la atonalidad fatalista de “Sense of Doubt” al pastiche medio oriental (por vía de Las mil y una noches y Rodolfo Valentino) de “The Secret Life of Arabia”. Es, además, una instantánea de su tiempo y lugar: una ciudad gris y desesperanzada, militarizada y fría, atrapada en un limbo histórico yermo y acaso irrespirable. Es, pues, un disco eminentemente berlinés y frigibélico. Y nunca más que en “V-2 Schneider”, esa oscura broma musical.
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“V-2 Schneider” no es una canción: es una pieza instrumental o, si se quiere, un poema tonal rockero. La guitarra es de Robert Fripp, pero lejos está del exceso de testosterona de sus tiempos con King Crimson: nulo desgarramiento y nula pretensión, apenas un riff impecable, hipnótico por monótono. El saxofón es de Bowie y suena desesperado, asfixiado, asmático. Hay, además, un corito pernicioso y electrificado —“Vee-Two-Schneider” repite hacia el final del track la voz distorsionada del rockstar— y una batería de Dennis Davis empeñada en sonar a redoble militar. Es en esa batería que reside el espíritu de la pieza: “Casi puede uno ver a los nazis desfilar ante el cuarto de controles de los estudios Hansa”, imagina David Buckley, biógrafo de Bowie, “mientras la música —insistente, militarizada— da tumbos en las bocinas”.
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Lo mejor, sin embargo, es el título. V-2, sabrán los estudiosos de la Segunda Guerra Mundial, es el nombre del misil aéreo cuya producción fuera autorizada por Hitler en 1944, última arma de destrucción masiva del Tercer Reich, responsable de más de 3 mil muertes en Bélgica, en Inglaterra, en Francia, en Holanda, en la propia Alemania. ¿Y Schneider? Schneider es Florian y también es alemán aunque su signo y su sino han de ser completa y felizmente distintos: es el músico nacido en 1947 que, influido por los experimentos sonoros de Stockhausen, fundó en 1970, junto a su condiscípulo de conservatorio Ralf Hütter, la mítica banda electrónica Kraftwerk, aquella que habría de oficiar las bodas primeras de la electrónica y la música popular.
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Mañana martes un Florian Schneider que renunciara hace apenas unos meses a su participación en Kraftwerk cumple 62 años. Impedidos en lo sucesivo para escucharlo en vivo —no estará presente cuando Hütter y sus secuaces inauguren al ritmo de sus computadoras el Festival de Música de Manchester el próximo julio—, no nos queda sino festejarlo con la escucha repetida de “V-2 Schneider”, esa suerte de oda a un Berlín hierático y desolado pero también poderoso y fecundo, capaz de ofensivas letales y perversas pero también de irradiar al mundo con el impacto de una música que no por precisa es menos preciosa.

lunes, abril 06, 2009

Pedro Ángel Palou: consistencia literaria (publicado en Virtud y Fortuna. Suplemento Eventual Omniscio de El Columnista 06/04/09)

I
¿Cómo acercarse o referirse a Pedro Ángel Palou? ¿De quién debo hablar ante el lector: del amigo, del novelista, del poeta o del promotor cultural? Son preguntas que me he hecho durante dos horas para encontrar la mejor forma de escribir unas pequeñas líneas que sólo buscan reconocer su trayectoria. Para mí hablar de Pedro Ángel es hablar al mismo tiempo del lector, del escritor, del promotor cultural y del amigo. Todas esas fases aparecieron ante mí de forma intempestiva un marzo de 2004 en la Casa del Escritor.
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II
Hablar públicamente sobre un amigo es una ardua tarea, más cuando éste se dedica a la escritura y tiene una vasta producción literaria que comprende los géneros de novela, cuento, ensayo y poesía, aunque este último género sólo lo conocen sus allegados. Dentro del mapa literario, Pedro Ángel Palou está ubicado dentro de la “generación del Crack”, nacida en 1997 y conformada primordialmente por sus amigos: Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Eloy Urroz, Vicente Herrasti y Ricardo Chávez Castañeda. Aunque pueden entrar autores como: Santiago Gamboa, Fernando Iwasaki, Edmundo Paz Soldán, Rosa Beltrán, Cristina Rivera Garza, Mario Bellatin, Rodrigo Fresán, entre otros. Ha recibido un sinfín de premios como: Premio Nacional de Historia, Francisco Javier Clavijero, 1998; Premio Nacional de Literatura Jorge Ibargüengoitia 1991; Premio Latinoamericano de Ensayo René Uribe Ferrer. Medellín 1996; Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2003 y ha sido finalista de otros más: con “En la alcoba de un mundo”, nuevamente finalista del Premio Internacional Pegaso en 1993, para obra publicada en Colombia; Finalista del Premio Internacional Novedades-Diana con la novela “Memoria de los Días”, que fue también finalista del Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 1994 y recientemente su novela “El dinero del Diablo” ha sido finalista del I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero y del III Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casa de América.
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III
Pero escribir sobre Pedro Ángel Palou es hablar de sus pasiones literarias como Faulkner, Kafka, Melville, Coetzee, Mankell, Pitol, Tabucchi, Camus, Calvino, Nabokov, Capote, Conrad, Naipul, Balzac, Stendhal, Chéjov, Carroll y Cirlot. A los que poco a poco he leído a partir de que soy, fui, su alumno. Escritores que, estoy seguro, lo han influenciado en su escritura considerablemente. A la mayoría de ellos les preocupó y les preocupa la relación del escritor/novela y a casi todos ellos no les incomodaba dejar en cada texto visos de su vida personal.
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Dos ejemplos pueden ser Pitol cuyos textos, quizá, no podría explicarse si éste no plasmara en cada página el mar de conocimientos y experiencias que la vida le ha dado gracias a las veces que ha ejercido como embajador. Lo carnavalesco y lo cosmopolita siempre han acompañado a cada uno de sus escritos, dándole un toque particular a su escritura. El otro es Juan Eduardo Cirlot –poeta que conocí gracias a él- que siempre se ha preocupado por mostrar una consistencia a lo largo de la obra producida. Me explico, Cirlot es un poeta que lo mismo escribió todo un ciclo poético: “Bronwyn” la gran obra poética de Cirlot concebida bajo el augurio del movimiento surrealista, donde el lector que se acerque a tal –personaje que interpreta Rosemary Forsyth en la película “El señor de la guerra” de Franklin Schaffner-, podrá ver cómo Cirlot experimenta con la sonoridad de las letras que conforman el nombre del personaje femenino, cómo crea imágenes poéticas con tan pocas palabras, la brevedad en todo su esplendor. Pero también era un poeta que escribió innumerable número de homenajes poéticos, aforismos, oraciones y demás; siempre bajo la línea de lo místico, lo esotérico y lo conversacional. Era un poeta que buscaba el diálogo con ese “otro” que bien puede ser carnalizado por lector.
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Así la obra de Palou. A lo largo de su producción novelística uno se puede encontrar con temas variados, aparentemente una falta de linealidad como reclamó alguna vez el colérico Lemus, pero en Pedro existe una linealidad que rompe y altera el orden canónico: consistencia en la voz narrativa, esa es su linealidad. Años atrás, en Profética, David Toscana dijo que existían muchos lectores de Pedro, rara vez uno constante, debido a la diversidad temática. Soy de esos pocos, por amistad y por disfrute, pues cada texto me transmite cosas dignas de llevar a la cama y a la vida diaria. Es cierto, puede haber una novela mejor que otra, pero esa cierta extrañeza que me provoca el leer a una misma voz narrativa, personificada o adecuada a distintos personajes, me llena y atrae. Como se puede ver en su reciente trilogía histórica. Se abordaban tres personajes, cada uno contaba con su propio narrador, pero el fondo deja ver una voz con mucha similitud y para mí ésa es su gran logro. Hacer una voz múltiple, consistente.
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IV
Véanlo ahí, a “ese hombre de cabellera dispersa, no es otra cosa que el exhumador de un mundo antes irredento. Ha aprendido, sufriendo, fórmulas mágicas que los otros desconocen: conjuros para evocar y recrear las danzas anteriores. Razas sordomudas, perdidas en sus parajes profundos, cobran voz bruscamente y, desde el valle dormido bajo la niebla, ese coral suena iluminando regiones desoladas o magníficas. Así, hasta que toda la tierra se convierte en eco”[1]. Eco que le invade por todo el cuerpo cuando se da cuenta que “todas las noches es igual. Él se sienta a escribir hasta muy tarde. Nada queda al amanecer. Todo permanece al ocultarse el sol. Monótono e irremediable, el tiempo pasa sin detenerse”. Siempre creyéndose Dios al escribir, nada al abandonar el teclado o la pluma. Así se le va la vida y el tiempo. Por eso escribe de noche, porque de día sería difícil sentirse Dios, él no está para esas chanzas, además eso le permite alejarse de sus sueños pues teme soñar con “la frase de su abuelo: en un día del hombre están los días del tiempo, hecha de palabras, que a la vez que nos contienen nos mutilan, se dice, palabras como único de percibir las cosas, y paradójicamente, de cercenarlas, lo que, piensa, nos convierte en náufragos de la realidad, dueños de un único asidero que igual ahoga”[2].
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Y al final, cuando los días hagan memoria, quizá no haya nada que valga la pena, todos lo sabemos, Pedro lo sabe; pero escribe, escribimos, para dejar constancia de nuestra vida. Y leemos para darle sentido a la misma. Entonces habrá que agradecerle al amigo ser parte de esa contribución.
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En la Puebla de la Franja, el Chelis y el Crack literario.
El poeta neo dark y super-fugado Ho Chi Min.
Alfredo Godínez
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[1] El poeta” de Juan Eduardo Cirlot. Aparece publicado en “Árbol Agónico” (1945) y recopilado en el libro “En la llama” (Siruela, 2005)
[2] “Qliphoth” de Pedro ángel Palou (Sudamericana, 2003)

Lamenta accidente de José Agustín y critica organización del acto- Juan Gerardo Sampedro-(La Jornada/Correo ilustrado 06/04/09)

El pasado miércoles primero de abril, luego de sostener la plática “¿Cuál es el soundtrack de tu vida?” en el contexto de la inauguración del Festival Internacional de Cine Documental Musical In-Edit, en el Teatro de la Ciudad de Puebla, el escritor José Agustín sufrió un aparatoso accidente al caer del escenario, de una altura de dos metros, debido a que el público, en una espontánea muestra de afecto, se trepó al escenario para saludarlo y solicitarle autógrafos. De acuerdo con el parte médico, el escritor se halla estable. El accidente ocurrió cuando José Agustín dio un paso al vacío, quizá debido a la inercia del público que cada vez era más numeroso. Sin embargo, el accidente se debió también a la negligencia de los organizadores del Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla al no tener el mínimo cuidado y la seguridad para con el invitado. ¿No saben acaso que para eso se debe contratar personal especializado para ordenar al público? Un acto de esa magnitud y con la presencia de una figura como José Agustín no se puede dejar “al ahí se va”. Sin duda la integridad física del escritor corrió un riesgo innecesario.