sábado, septiembre 26, 2009

Dosfilos 107

Diario Milenio-Puebla (24/09/09)
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Tengo en mis manos la revista de literatura y política Dosfilos 107 (mayo-junio de 2009), y como siempre que me llega doy cuenta a ustedes de su contenido. Cada vez encuentro un nuevo detalle entre sus páginas. La ilustración de la portada, a cargo de Luis Fernando, viene ahora dedicada a Jim Croce, y en los interiores unos textos de Barry Weber, Jim Crockett y Sosh Mills: “Jim Croce: Time in a bottle”. Ahí Luis Fernando permitió en Jim Croce una dualidad indiscutible: fortuna e infortunio, dualidad marcada quizá en el texto de los autores antes citados. Es decir: Jim Croce recién comenzaba su carrera de cantante cuando murió la noche del 20 de septiembre de 1973: la avioneta en la que se desplazaba se impactó en Notchitoches, Louisiana. Poco después comenzaría (paradójicamente) su gloria.
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Nacido en Soulh Philadelphia (10 de enero de 1943), Croce era dueño de un estilo único: “uno de los cantantes y compositores más populares y respetados de la Unión Americana. La rudeza de su apariencia (su abundante bigote, un cigarrillo en la mano y un físico deteriorado acaso por las largas jornadas de trabajo) traslucía una gran sabiduría que iba más allá de sus años”, afirman los autores de este texto en traducción de Georgia Aralú González.
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De Jim Croce se conocen en todo el mundo su tercia de éxitos: “You dont´n mess around with Jim”, “Operator” y “Time in a bottle”, que le dieron la fortuna póstuma. ¿Sería un presagio lo que respondió en una entrevista que dio poco antes de su muerte? Dijo, de acuerdo a Josh Mills: "Desearía tener la oportunidad de analizar y asimilar cuidadosamente todo lo que me ha ocurrido este año… ¿sabes? Yo creo que vienen para mí mis mejores años."
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Y aún los vive.
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Dosfilos, éste el más reciente de la revista, también incluye un ensayo de Andrés González Pagés sobre literatura latinoamericana, un poema de Luis Benítez, un excelente cuento de Robert Creeley, “El amante”; y por supuesto, la colaboración de Jesús de León, amena, como nos ha acostumbrado a leerlo. Debo mencionar, antes de cerrar este espacio, que la revista Dosfilos publica un ensayo de Sergio Monsalvo sobre Edgar Allan Poe. La revista ya está circulando entre todos mis amigos de Puebla

jueves, septiembre 24, 2009

I (Fragmento de Los amantes se separan, parte de la novela "Sanar tu piel amarga" de Jorge Volpi)

El amor existe, sí pero es necesario aceptar que, a veces, el amor se acaba. O se interrumpe. O se marchita. ¿En cuántas ocasiones no les ha ocurrido imaginar que su amor se ha agotado, que ha muerto, que sido víctima de un innoble suicidio? Y entonces vienen las dudas obvias: si el amor se termina, ¿en realidad fue amor lo que ha terminado? ¿No sería acaso un engaño del sentido, una trampa vana, una ilusión, una demencia? Mientras uno instaura la pasión en su vida, cualquier debilidad le parece imposible. El final ni siquiera se vislumbra; se vuelve mito incierto, una perversión que sólo les ocurre a los otros. Habitado por su seguridad, uno se cree a salvo. Paradójicamente, quien yace en la otra orilla -la del desencanto, la del hartazgo- posee una incredulidad idéntica: ¿cómo pude, cómo asumí, cómo no hice nada? En tanto se vive, el amor se antoja inexistente: se miran tan natural como una enfermedad antigua, como una mutilación olvidada. Sólo cuanndo uno lo cuestiona le otorga vida real y, al mismo tiempo, inicia el camino de su destrucción.
¿Cuándo se inicia este deslumbramiento, esta tristeza, esta apatía? La respuesta sería la misma que si preguntásemos cuándo comienza el amor. No obstante, amigas y amigos, he de insistir: el amor existe.

miércoles, septiembre 23, 2009

"Epigramas de Díaz Dufoo hijo"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 23/09/09)

Tumbona ediciones es una editorial que ha venido a refrescar el ambiente literario en México y recientemente ha publicado “Epigramas” de Carlos Díaz Dufoo hijo, dentro de la colección Píldoras amargas. Este texto puede considerarse oro preciado en el mundo de la literatura. Extraña creación como dicen lo fue en vida Dufoo hijo, que además de haber escrito aforismos fue dramaturgo y pianista.
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“Epigramas” fue editada por vez primera en París (1927) de la mano del tremendo Alfonso Reyes y está conformado por 108 aforismos y 2 diálogos cargados de sátira, sarcasmo, un poco de humor negro y un mucho de pesimismo, condensado con un tanto de melancolía. Aquí el lector no encontrará ningún consejo o algo bueno para la vida, en cambio se enfrentará con un acto puro de estética y se internará de forma transparente en el pensamiento de un gran artista y un suicida. Quizá es la forma más bella de ver la vida, aunque sea desde la línea del pesimismo y, sin duda, del nihilismo.
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Y una obra de este tipo tenía que ser prologada por Heriberto Yépez, otro ser extraño de la literatura mexicana actual y epilogado por Christopher Domínguez Michael, la voz cantante en la crítica literaria mexicana.
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A continuación les dejo unos aforismos, a manera de probadita, correspondientes a “El mal lector”:
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1) Leía sin propósito, con la actitud humana normal para los conceptos y para las imágenes, sin comprender completamente los primeros ni dejar de comprender enteramente las segundas. Entendía mal. Entendía a veces. Desentendía casi siempre. Era un lector común.
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2) En los años de imperfección buscó perfecciones macizas que trocó, en los años de madurez perfecta, por imperfecciones ligeras.
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3) Era demasiado sintético para enseñar. Era demasiado analítico para aprender.
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4) -¿No habéis sentido la necesidad de escribir en un río?
-Fuera mejor el hacer música.
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5) Que tus obras sean frutos maduros, no fábrica de hombres industriosos.

martes, septiembre 22, 2009

El Fondo de una tarde-Andrés Trapiello*

ÉSTA ha sido una tarde de lectura,
de lluvia y de brasero. Algunas flores,es la estación,
perdían su amarillo
seco y sucio en el velador rojizo.
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Hasta ayer mismo fueron campo y río
y monte, pero hoy sólo son la sombra
de algo triste, decolorado y vago
dibujo de naturaleza muerta.
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En la mesa camilla los papeles
de siempre, alguna carta, los catálogos
de pintores que nos aburren tanto.
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*Un pequeño presente que me otorgó mi querido amigo Pedro Ángel.
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La juventud, qué fantasía. Vale
poco la luz vulgar en esta hora
que cae con desaliento sobre el libro.

Foránea

Diario Milenio-México (22/09/09)
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Me detuve en el restaurante a orilla de la carretera porque me vencía el sueño. Había manejado unas ocho horas continuas después de enterarme del deterioro de la salud de mi madre. Tan pronto como colgué el teléfono, metí unas cuantas cosas en una pequeña maleta y, sabiendo que sería difícil encontrar boletos de avión a esa hora, tomé las llaves del coche y salí a toda prisa.
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Siguiendo de memoria un recorrido que no había hecho en años, tomé la carretera federal hasta donde pude. Luego, viré hacia la derecha en una carretera estatal para, luego, ya casi de noche, internarme en los caminos locales. Se me había olvidado la belleza del recorrido. Los colores del atardecer fuera de la ciudad. La manera en que el viento doblega al zacate del monte. Las formas de ciertas nubes. Me detuve varias veces en el camino a tomar café y a preguntarme, en silencio y con culpa, si mi acelerada respuesta se debía en verdad a mi preocupación por la salud de mi madre o a los deseos enromes que tenía de dejarlo todo atrás. Tabula rasa.
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Mi vida en la ciudad era, para entonces, un desastre. Trabajaba más horas de las necesarias y me alimentaba de comida chatarra, café y cigarrillos. No me había cortado el cabello en meses y mi ropa era la misma que había adquirido años atrás, cuando había llegado a la ciudad con anhelos. Deseos. Ideas para el futuro. Nada de eso se había cumplido, admití más de una vez mientras manejaba. Se habían cumplido otras cosas, eso era cierto, pero no las que deseaba. No las que me habían llevado allá. La sensación de fracaso, que al inicio había sido discreta y llevadera, había crecido poco a poco hasta convertirse en un sabor permanentemente amargo en la saliva. No era un hombre feliz. La persona que manejaba en estrechas carreteras vecinales, evadiendo con destreza el cuerpo de algunos animales nocturnos, era tan amarga como la saliva que no se atrevía a tragar. Eso le había gritado al cielo. Eso le había espetado al venado que me obligó a pararme en seco en medio de la carretera y que no dejó de mirarme con sus grandes ojos brillantes mientras caía de bruces sobre el pavimento, sin dejar de llorar. Eso le había dicho, después, al espejo retrovisor, cuando por fin me pude incorporar.
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Iba sorbiéndome los mocos cuando recordé la cara juvenil de mi madre. Ella también se había alejado, pero en dirección contraria. En lugar de ir a la ciudad, había decidido comparar una pequeña cabaña en un lugar que era difícil incluso ubicar en un mapa. Allá, me había dicho por toda explicación, tendría tiempo para pensar. Luego, como si no fuera necesario añadir nada más, se había quedado callada. ¿Para pensar en qué?, me lo pregunté por primera vez mientras mantenía un ojo sobre el velocímetro y contaba el número de insectos que chocaban contra el parabrisas. Supuse que había necesitado tiempo para pensar en cómo podía alejarse aún más. Eso es lo que había conseguido en todo caso. Alejarse. Una mañana se había despertado en otro lugar siendo por fin lo que siempre había querido y no había podido ser: una foránea. Alguien que no es de ahí. Una persona recién llegada. Tabula rasa. Por años había platicado de eso con mi padre. En las noches, cuando se recostaban uno al lado del otro para compartir paisajes privados, ella terminaba siempre susurrando las palabras otro lugar. Eso era lo único que yo podía escuchar desde mi habitación. Sonaba a súplica a veces. Otras, tenía un eco amenazador. Otro lugar. Cualquier lugar, pero otro. Eso decía o pedía u ofrecía. La muerte de mi padre no la sorprendió. Trató el asunto como solía hacerlo todo, con eficacia. Limpiamente. Fue después del funeral que me llamó aparte para darme la noticia: se iba.
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—¿A dónde? —le había preguntado, incrédulo.
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—A otro lugar, naturalmente me dijo con la mirada pacífica y la voz modulada. Un traje oscuro, de dos piezas perfectas, le envolvía el cuerpo.
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—¿Por qué? —insistí, aterrado—. ¿Para qué?
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Dijo que iba a otro lugar para poder pensar.
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Me hubiera gustado zarandearla en ese momento. Tuve deseos de llorar y, justo como lo acababa de hacer frente al venado desconocido, de caer de bruces frente a sus zapatos. Tuve deseos de hacerle daño. Tal vez por eso evité su contacto luego. Le hablaba de vez en cuando, sobre todo cuando estaba ebrio. Intercambiamos algunas pocas cartas que ella insistía en escribir en papel y mandar por correo. A pesar de que sus invitaciones no eran abundantes, acepté ir un par de veces hasta su cabaña en el fin del mundo. Era, como me la había imaginado, una rústica construcción en las orillas de un poblado sin nombre que, sin embargo, gozaba de agua potable y electricidad. Más que una casa, parecía un claustro. Había algo mudo o sagrado alrededor.
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—Así que aquí vives —le dije cuando me senté a su mesa y ella me ofreció algo de tomar.
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—Aquí vivo —repitió mis palabras sin sorna alguna, como acogiéndolas en su interior—. Así es.
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Hacía tres años de ese encuentro y, en ese lapso, habíamos intercambiado aún menos llamadas y menos cartas que antes. Ella vivía, como lo había querido siempre, en otro lugar, y yo no tenía ni tiempo ni ánimo de molestarla. Estaba convencido de que cualquier intento de proximidad era, en realidad, una interrupción. Cuando abrí la puerta de su cabaña esta vez lo hice con la misma sensación: el intruso que se acerca. Un ladrón. Un asesino. Mi madre, contra todas mis expectativas, se veía serena. Estaba en cama, pero despierta, la espalda sobre grandes almohadones color blanco.
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—Estuve a punto de atropellar un venado —le dije sin saber a ciencia cierta lo que decía, resultado sin duda del cansancio y la sorpresa.
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Como ella siguiera callada, continué:
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—Pero en lugar de hacerlo, me eché a llorar —dije, ensayando una apocada risa de autocompasión.
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Sin decir todavía nada me indicó que me sentara a su lado.
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—Estoy bien —me informó—. No me voy a morir esta vez —dijo, sonriendo. La rabia que me surgió en el estómago estalló con violencia en plena boca. Era una carcajada. Una amplia enorme gozosa carcajada era lo que retumbaba contra las endebles paredes de su espacio. Era una carcajada procaz e inaudita. Un sonido purulento. Saña. Tardé un buen rato en recuperar la compostura.
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—¿Y ya me vas a decir de una buena vez en qué has pensado en todos estos años? —atiné a decirle al final, sentado otra vez a su lado.
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Ella volvió a sonreírme.
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—En el aire —me dijo—, naturalmente. En lo mucho que cuesta, a veces, respirar.

Poema de un abandono anunciado

A Pedro Ángel por impulsar mi creación literaria.
A Deisy, Nataly y Rafael por no dejarme desistir.
A Ivonne por compartir un poco de dolor.
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I
Sollozar es una opción
que ya no tiene caso,
por eso he preferido
descender
a la oscura ingenuidad
con que te amé.
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II
Afuera llueve
y ha llovido
desde el primer día
en que volviste.
Cuando estabas ausente
el dios sol no dejaba de saludar.
La mística pregona
una doble purificación,
mi intuición opta
por una desgracia
y no erro.
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III
La gente que me veía
solo
prefería un lo siento.
Nunca entendí por qué
y hoy es demasiado tarde,
pues la bala ya descansa
en mis entrañas
y la sangre brota
sin cesar.
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IV
En este descenso me topé
con tus palabras
que juraban amor
y pedían memoria, presencia.
En mi ceguera olvide
que todos mienten
y que las palabras son sólo eso.
Paradójicamente son ellas
las que me anunciaron la muerte,
esta vez no mentían.
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V
Adentro llueve
y afuera quema,
poco a poco
me torno ceniza, en cambio,
tú has dejado de ser tafil
para convertirte en verde primavera.
Te has llevado mi vida
y has vuelto a nacer.
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VI
Mi casa tiene goteras
y con lentitud
han ido desvaneciendo
las dedicatorias
donde jurabas volver
y prometías no olvidarme.
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VII
Ayer le pregunté al perro
¿cuándo fue que te perdí?,
no contestó,
se me olvidaba que se fue
a la par que tú pronunciabas
mi abandono.

lunes, septiembre 21, 2009

El primer desencanto

Diario Milenio-México (21/09/09)
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¿Ingenuo yo?
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Uno siempre se acuerda del primer desencanto, incluso y más aún si pasó oficialmente inadvertido. Esa duda filosa que cualquier día se encaja en la piel del idilio y uno la desatiende, por mero asunto de corrección romántica. “¿Cómo pude creer…?”, se reprochará luego, como quien halla asilo en sus certezas, pero ahí quedará la cicatriz, y cualquier día no será difícil que un nuevo desencanto se cruce con la sombra de aquella duda incómoda, y en su sitio aparezca una herida más grande. Es un camino corto el que lleva del desencanto al desengaño. Por eso no olvidamos el primer desencanto, y acaso en lo futuro nos cobremos su afrenta a golpe de mezquindad. El desencanto es ese mensajero de la discordia que sin decir palabra te hace consciente de tu ingenuidad. “Te has estado engañando”, es el mensaje. “Vendiste muy barato y compraste muy caro”, gritan las marquesinas de la conciencia. Pero uno se hizo ya el desentendido. Ha dejado al idilio nadando de muertito. La corrección romántica consiste en expresarse como si fuera uno inmune al desencanto.
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“La verdad no es siempre revolucionaria.” Tal fue, en su día, la línea que acarreó mi primer desencanto. Eran las últimas seis palabras de una de esas películas incómodas —Cadáveres ilustres, de Francesco Rosi— que de suyo alebrestan al espectador, más todavía si éste carga con certidumbres quebradizas propias de quien se ostenta cautivo de un idilio. Con el paso de días, meses y lecturas, las palabras de Rosi no solamente se quedaron impresas en una de las marquesinas de mi conciencia, sino además probaron su fertilidad. Poco tiempo después de haber dado en un cineclub con la película de marras, cayó en mis manos El extranjero, luego El mito de Sísifo, y al final El hombre rebelde. No hay corrección romántica que no parezca estúpida luego de un par de páginas de Camus. ¿Por dónde va uno entonces a justificar el orgullo de asumirse gaznápiro en bien del idilio? Y eso, entre los románticos, es herejía. ¿Quién le ha dado al creyente derecho al desencanto?
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Desde un mundo sin zoom
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Hay libros y películas que recordamos con la nitidez embustera de la añoranza, y por ello tal vez no queremos volver a visitarlos. Elegimos quedarnos con la mentira que creció con nosotros, antes que dar la cara a una verdad quién sabe si vulnerable a la prueba del tiempo: ese progenitor del desencanto. ¿Necesito saber que aquella niña angelical que tanto me gustaba en la preprimaria era malencarada, narigona y cacariza? ¿He de reconocer que las palabras deslumbrantes que cambiaron mi vida no son, vistas de nuevo, más que cursilería hueca y empalagosa? No, si tengo piedad por mis recuerdos, que lo prefieren todo en baja definición y se la pasan bomba sin zoom ni copy-paste. No se vive contento en el desencanto, pero tampoco hay dignidad ni gracia en el ideal romántico de vivir encantado, como en el juego. Por lo demás, el solo desarrollo de la tecnología —ir con ella a galope, sin más opción— nos condena a vivir desencantados de un ayer que en instantes se vuelve anteayer. El problema de la verdad no es ya tanto la oferta creciente de mentiras, como la proporción de la demanda. Una cosa es que la verdad no sea siempre revolucionaria y otra que ni siquiera resulte comercial.
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Uno se va enseñando a comprender que la verdad no tiene ninguna obligación. A ella le importa un rábano si hoy le ven cara de católica y mañana de shintoísta, de cualquier forma va a ocurrir como le venga en gana. Esperar que ella sea la revolucionaria, o la justa, o la progresista —y en su caso la pía o la redentora— es igual a bajar de la montaña y predecir el próximo fin del mundo. Un asunto de pura mochería, donde lo que al principio es corrección romántica termina transformado en esa misma hipocresía pueblerina que en principio engendró la rebelión. Vamos, que la verdad no tiene ni siquiera que ser verosímil, pero ayuda pensar que a veces sí. Consuela comprobar, así sea una ocurrencia estadísticamente irrelevante, que por ahí queda alguien para quien la verdad tiene alguna importancia, igual que reconforta descubrir que el extraño de la silla de al lado está leyendo un libro de Camus.
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Del idilio al hedor
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Sorprende que sorprenda que al desencanto de Albert Camus en El hombre rebelde respondiera Jean-Paul Sartre con la ley del hielo. ¿Quién va a volver a hablarle a quien lo hace lucir tan viejo de un plumazo? Los idilios gastados tienen tan mala pinta que ya a sus defensores no les queda más chamba que la de cosmetólogos. Para ellos, la verdad es no sólo poco revolucionaria, sino de hecho contrarrevolucionaria. Ser revolucionario, en esas circunstancias, es no aceptar una sola verdad que no ayude a la propia fotogenia. Mentir desde el principio, oficialmente por el bien del rebaño. Mentir hasta el final, en la certeza persignada de que se está peleando contra el diablo, y ése es más mentiroso que nadie. Mentir por convicción moral e histórica, si bien jamás en contra de ciertas conveniencias. Mentir para ocultar que al cabo la verdad tiene esa mala maña de ser inconveniente.
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A pocos acomoda ir detrás de Camus y contra Maquiavelo en ese asunto turbio de los medios y el fin, pero nadie consigue todavía explicarnos de qué clase de alquimia ha de valerse el mejor de los fines para sacudirse la pestilencia propia de haber sido alcanzado con medios putrefactos. Uno se desencanta no bien le llega el tufo inconfundible a idilio descompuesto, y a partir de ese punto no hay corrección romántica que le evite aceptar la disyuntiva entre tornarse hereje o fariseo.
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Volver a los motivos del primer desencanto es asimismo verse desencantado. ¿Qué esperaba, al final? ¿Que un actor papanatas anunciara que la verdad siempre es revolucionaria y el guión se resolviese con fanfarrias? Lo peor del desencanto sobre el desencanto es preguntarse cómo, en ese entonces, las cosas obvias no parecían tan obvias. Es decir, cómo fue uno tan ingenuo. Tan gaznápiro. Tan poco fotogénico.

domingo, septiembre 20, 2009

Viajar en avión-Pedro Ángel Palou (El Universal/Opinión 19/09/09)

Desde hace tiempo vengo oyendo una queja que yo mismo pronuncio: viajar en avión es una tortura, qué épocas aquellas de los trenes o los barcos. La nostalgia, por cierto, de muchos que nunca han viajado por esos medios que ahora la melancolía torna simpáticos —pregúntele a alguien que escapó de la Soah lo que fue viajar en tren, o a un migrante que llegó en barco sobreviviendo al escorbuto y la peste a Ellys Island para ser recluido en cuarentena antes de entrar a Nueva York.
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Lo que sí ha cambiado es que antes viajabas; ahora te viajan, te transportan como maleta. Eres un objeto, ocupas un asiento, es lo único que posees mientras te trasladas por los aires. Eres el 10F o el 49J (en CT, clase turbina). Esta vez que les cuento estoy en el 14K, aunque el avión sólo tiene tres asientos de cada lado. En esta aerolínea los números y las letras los puso o un disléxico o un esquizofrénico y se saltó una letra de por medio sólo por jorobar, digo yo.
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He entrado a mi lugar junto a la ventanilla y he colocado mis utensilios de supervivencia: un buen libro, un par de audífonos canceladores de ruido —al menos así me los vendieron—, un cuello inflable para evitar la tortícolis, unas anteojeras para evadirme de la luz, como inverso pero igual de moribundo Goethe a medio del Atlántico. Y un infaltable iPod, ese invento sin igual que me permite cargar con toda mi discoteca. En mi maletín, por si acaso, hay más adminículos de vuelo.
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Me fijo en mi vecino: si habla español leo en inglés y si habla inglés leo en mi idioma. Detesto las largas conversaciones de avión. La única vez que lo intenté fue con una mujer hermosísima —mi vecina en ese entonces del 22B— a quien le dije algo sobre sus ojos y me soltó un “Ni lo intentes”, que aún ahora me sonroja. En fin, que es mejor el silencio cuando se está tan peligrosamente cerca de alguien por más de medio día. Mi vecino de esta travesía —y su madre, uno y otra en el 14GI— es un niño con SADH (Síndrome de Atención Dispersa e Hiperactividad). No es que sea yo un neurólogo aficionado, sino que la propia madre me lo ha advertido cuando lo dejó sentarse en medio. No hemos despegado y ya me ha golpeado seis veces con su PSP edición limitada color plata en la que intenta un videojuego violentísimo en el que ha matado a todo Asia y África con una bazuca camuflada. Por si fuera poco me ha arrojado a las piernas su abrigo acrílico color naranja que bien podría pasar por un salvavidas. Lo dejo hacer.
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La alarma no viene, inicialmente, del bebé de Rosemary que me han sentado, crecidito, al lado. Sino del personal de tierra, un pobre hombre que quizá nunca haya volado y que lleva a la cintura un radio, unos enormes audífonos y un chaleco similar al abrigo del niño vecino. Le dice a la sobrecargo: “Tenemos un problema con el 40”. “¿Por qué?”, responde ella alarmada. “No sirve”.
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Ignoro si se refieren al viajero, al asiento o a qué otra cosa. “Cámbialo —le ordena el personal de tierra—, por lo menos hasta despegar”.
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Se retiran. El niño me golpea. Veinte minutos después estamos por encima de los 10 mil pies y a la que llaman velocidad de crucero. Pongo música y me dispongo a desaparecer tras las gruesas páginas de mi libro. El niño, aburrido, me da un codazo: “¿Qué lees?”. Le digo que un libro, cosa obvia sólo para que inicie un monólogo que es interrumpido finalmente por la madre salvadora.
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Miro hacia atrás buscando inútilmente un asiento vacío. Ignoro cómo disfrutarán su viaje quienes van en primera clase, pero por un instante imagino estar del otro lado de la cortina fúnebre que nos separa.
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Busco en mi maletín la solución final, una pastilla: 50 miligramos de Tafil, bendito ansiolítico que después de cenar me llevará en brazos de Morfeo lejos del niño demente que me sigue golpeando al tiempo que intenta ahora ganar las 500 millas de Indianápolis en su artilugio plateado. Su abrigo me da calor en las piernas y se lo paso a su madre, quien condesciende y me regala, no sé por qué, un poco de su crema para los ojos. Me unto el bótox o lo que sea y espero la comida.
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Ese es otro de los males actuales en el avión. Un genio malévolo ha decidido que comer en el aire sea un adelanto del Infierno de todos tan temido. La azafata me pregunta: “¿Pasta o pollo?”. Respondo que pollo, que la pasta me da agruras. Ella dice: “Sólo me queda pasta”. “¿Entonces por qué me dice que puedo escoger?”. Ella, ya violenta: “Esto no es restaurante. Se me acabó el pollo. La quiere o prefiere no cenar.”. Tomo resignado lo que debió haber sido una lasaña en el pleistoceno tardío. Me queda el consuelo de que en nueve horas pueda desayunar algo fresco y decente. Pido un whiskey, al menos. Es una marca terrible, pero no me importa. Lo pido en las rocas. Doble. Como si estuviese en un bar, no en este avión que me incomoda.
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La azafata esta vez se apiada de mí y me permite cruzarme con el Tafil y el Bourbon. Poco después duermo (no sin antes haber hecho una cola como del metro para ir al baño). Despierto intermitentemente pero la pastilla y el licor me regresan al sueño. Cuando finalmente es de día sé que me he perdido el desayuno. La azafata anuncia el inminente aterrizaje. Sin querer despierto al niño que me ha babeado la camisa. Me peino. Algo de pudor me queda.
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La llegada es aún peor. Antes viajar por el mundo diciendo que uno era mexicano era un pasaporte al éxtasis. Después de Fox nadie nos quiere y ahora, además, con la gripe del marrano o la fiebre A H1N1, o influenza yo qué sé, la cosa es terrible. No nos dejan bajar. Llega personal de sanidad disfrazados de Odisea 2001 o de bacteriólogos del ébola.
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Nos hacen llenar un cuestionario. Nos toman la temperatura. Nos piden indicar en dónde nos quedaremos, a qué teléfono nos pueden llamar. Fumigan el lugar con unos aerosoles azules y, al fin, de dos en dos nos dejan llegar. Vendrán la espera en migración, la paciencia para recuperar las maletas, la aduana. Huiré del niño y de su madre tan pronto pueda e intentaré salir del aeropuerto lo más rápido que me sea posible. Quisiera no haber salido de casa.
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Empiezo a pensar que los nostálgicos del barco y del tren tenían razón. El turismo es la fase superior del capitalismo, habrá que corregir a Marx. Y el turismo es esto. Este viajar sin ton ni son para sacar fotos y atrapar la realidad y llevarla a casa. El que no toma fotos, claro, compra.
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Lo curioso de viajar, me digo, es que uno llega a donde nunca quiso ir. Y en avión y sin escalas.