lunes, septiembre 21, 2009

El primer desencanto

Diario Milenio-México (21/09/09)
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¿Ingenuo yo?
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Uno siempre se acuerda del primer desencanto, incluso y más aún si pasó oficialmente inadvertido. Esa duda filosa que cualquier día se encaja en la piel del idilio y uno la desatiende, por mero asunto de corrección romántica. “¿Cómo pude creer…?”, se reprochará luego, como quien halla asilo en sus certezas, pero ahí quedará la cicatriz, y cualquier día no será difícil que un nuevo desencanto se cruce con la sombra de aquella duda incómoda, y en su sitio aparezca una herida más grande. Es un camino corto el que lleva del desencanto al desengaño. Por eso no olvidamos el primer desencanto, y acaso en lo futuro nos cobremos su afrenta a golpe de mezquindad. El desencanto es ese mensajero de la discordia que sin decir palabra te hace consciente de tu ingenuidad. “Te has estado engañando”, es el mensaje. “Vendiste muy barato y compraste muy caro”, gritan las marquesinas de la conciencia. Pero uno se hizo ya el desentendido. Ha dejado al idilio nadando de muertito. La corrección romántica consiste en expresarse como si fuera uno inmune al desencanto.
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“La verdad no es siempre revolucionaria.” Tal fue, en su día, la línea que acarreó mi primer desencanto. Eran las últimas seis palabras de una de esas películas incómodas —Cadáveres ilustres, de Francesco Rosi— que de suyo alebrestan al espectador, más todavía si éste carga con certidumbres quebradizas propias de quien se ostenta cautivo de un idilio. Con el paso de días, meses y lecturas, las palabras de Rosi no solamente se quedaron impresas en una de las marquesinas de mi conciencia, sino además probaron su fertilidad. Poco tiempo después de haber dado en un cineclub con la película de marras, cayó en mis manos El extranjero, luego El mito de Sísifo, y al final El hombre rebelde. No hay corrección romántica que no parezca estúpida luego de un par de páginas de Camus. ¿Por dónde va uno entonces a justificar el orgullo de asumirse gaznápiro en bien del idilio? Y eso, entre los románticos, es herejía. ¿Quién le ha dado al creyente derecho al desencanto?
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Desde un mundo sin zoom
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Hay libros y películas que recordamos con la nitidez embustera de la añoranza, y por ello tal vez no queremos volver a visitarlos. Elegimos quedarnos con la mentira que creció con nosotros, antes que dar la cara a una verdad quién sabe si vulnerable a la prueba del tiempo: ese progenitor del desencanto. ¿Necesito saber que aquella niña angelical que tanto me gustaba en la preprimaria era malencarada, narigona y cacariza? ¿He de reconocer que las palabras deslumbrantes que cambiaron mi vida no son, vistas de nuevo, más que cursilería hueca y empalagosa? No, si tengo piedad por mis recuerdos, que lo prefieren todo en baja definición y se la pasan bomba sin zoom ni copy-paste. No se vive contento en el desencanto, pero tampoco hay dignidad ni gracia en el ideal romántico de vivir encantado, como en el juego. Por lo demás, el solo desarrollo de la tecnología —ir con ella a galope, sin más opción— nos condena a vivir desencantados de un ayer que en instantes se vuelve anteayer. El problema de la verdad no es ya tanto la oferta creciente de mentiras, como la proporción de la demanda. Una cosa es que la verdad no sea siempre revolucionaria y otra que ni siquiera resulte comercial.
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Uno se va enseñando a comprender que la verdad no tiene ninguna obligación. A ella le importa un rábano si hoy le ven cara de católica y mañana de shintoísta, de cualquier forma va a ocurrir como le venga en gana. Esperar que ella sea la revolucionaria, o la justa, o la progresista —y en su caso la pía o la redentora— es igual a bajar de la montaña y predecir el próximo fin del mundo. Un asunto de pura mochería, donde lo que al principio es corrección romántica termina transformado en esa misma hipocresía pueblerina que en principio engendró la rebelión. Vamos, que la verdad no tiene ni siquiera que ser verosímil, pero ayuda pensar que a veces sí. Consuela comprobar, así sea una ocurrencia estadísticamente irrelevante, que por ahí queda alguien para quien la verdad tiene alguna importancia, igual que reconforta descubrir que el extraño de la silla de al lado está leyendo un libro de Camus.
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Del idilio al hedor
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Sorprende que sorprenda que al desencanto de Albert Camus en El hombre rebelde respondiera Jean-Paul Sartre con la ley del hielo. ¿Quién va a volver a hablarle a quien lo hace lucir tan viejo de un plumazo? Los idilios gastados tienen tan mala pinta que ya a sus defensores no les queda más chamba que la de cosmetólogos. Para ellos, la verdad es no sólo poco revolucionaria, sino de hecho contrarrevolucionaria. Ser revolucionario, en esas circunstancias, es no aceptar una sola verdad que no ayude a la propia fotogenia. Mentir desde el principio, oficialmente por el bien del rebaño. Mentir hasta el final, en la certeza persignada de que se está peleando contra el diablo, y ése es más mentiroso que nadie. Mentir por convicción moral e histórica, si bien jamás en contra de ciertas conveniencias. Mentir para ocultar que al cabo la verdad tiene esa mala maña de ser inconveniente.
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A pocos acomoda ir detrás de Camus y contra Maquiavelo en ese asunto turbio de los medios y el fin, pero nadie consigue todavía explicarnos de qué clase de alquimia ha de valerse el mejor de los fines para sacudirse la pestilencia propia de haber sido alcanzado con medios putrefactos. Uno se desencanta no bien le llega el tufo inconfundible a idilio descompuesto, y a partir de ese punto no hay corrección romántica que le evite aceptar la disyuntiva entre tornarse hereje o fariseo.
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Volver a los motivos del primer desencanto es asimismo verse desencantado. ¿Qué esperaba, al final? ¿Que un actor papanatas anunciara que la verdad siempre es revolucionaria y el guión se resolviese con fanfarrias? Lo peor del desencanto sobre el desencanto es preguntarse cómo, en ese entonces, las cosas obvias no parecían tan obvias. Es decir, cómo fue uno tan ingenuo. Tan gaznápiro. Tan poco fotogénico.

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