viernes, octubre 15, 2010

Sed de mal-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 15/10/10)

“¡No se te vaya a ocurrir salir de tu habitación!” Quien me hizo semejante advertencia no fue una persona, ni dos, sino tres, cada una ignorante, al proferirla, de que otros me la habían hecho ya o me la harían muy pronto. ¿Qué los aterrorizaba tanto? ¿Qué los hacía temer por mi integridad física (y, por tanto, arriesgarse a jugar con mi estabilidad psicológica a fin de protegerla)? Apenas el anuncio del destino de mi próximo viaje de trabajo: Tijuana.

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Conocía ya la ciudad. Sólo que mi única visita previa se había dado en 1983, cuando contaba yo ingenuos y poco memoriosos ocho años. Por si fuera poco, el verdadero destino de aquel viaje infantil no fue Tijuana sino San Diego, que mi madre, aprovechando un compromiso de trabajo brevísimo en la ciudad mexicana vecina había postulado como sede de un fin de semana largo en familia. Así, de San Diego guardo algunos recuerdos difusos pero entrañables -el puerto; edificaciones coloniales que se me confunden entre sí; y, asunto importantísimo a esa edad, Sea World, donde me hice de un delfín de peluche que antes del año de vida sucumbió a mis malos tratos- mientras que, hasta ahora, toda memoria de Tijuana se me agotaba en cruce fronterizo.

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Tenía ganas de ver Tijuana con ojos adultos. Y no porque la imaginara hermosa (he visto suficientes fotografías para saber que no lo es) ni porque la anticipara plácida (no sólo escribo en el periódico: también lo leo) sino porque, borracho de cine, me soñaba Charlton Heston (aun si mi silueta me acerca más -¡ay!- a Orson Welles) corriendo Avenida Revolución abajo en Sed de mal. Pero suponía que no se iba a poder. Y no sólo porque la que encarna una feliz combinación de Janet Leigh y Marlene Dietrich en mi personalísima película nomás no quiso venir -pretextó exceso de trabajo- sino porque, de acuerdo a una amiga querida pero histriónica (es, de hecho, actriz) tal empresa supondría la pérdida, si no de la vida, cuando menos de la integridad moral y de la cartera. “Hace cuatro años fui al Encuentro de Teatro que hacen en el CECUT, con una amiga que también es actriz y con otra amiga editora de revista”, me contó. “El taxista que nos llevaba del aeropuerto al hotel se puso a ofrecernos que si coca, que si tachas, que si chicos, que si chicas, que si ¡niños!”. Como las tres alegres (es un decir) casadas (eso sí eran… entonces) dijeron no entrarle a semejantes vicios, habrían sido bajadas en pleno trayecto por el taxista en cuestión, no sólo alterado por la airada negativa, sino de plano víctima él mismo de un estado alterado de conciencia (y creo sospechar que no precisamente producto de la pasión amorosa). Ergo la admonición de encerrarme a piedra y lodo. Ergo mi decisión -temeraria pero nomás tantito- de hacer mi trabajo y luego lanzarme a pasar el día, como cuando niño, en San Diego.

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Pero he aquí que, por inercia, antes de salir de casa deslicé el pasaporte en el portafolios (que no traje) y no en la maleta. Y que, por tanto, me quedé varado en Tijuana… pero no en el hotel, lo que habría sido digno de una señorita de provincias y no de Charlton Heston. Así, y pese a la presencia de militares y agentes de la PFP en el aeropuerto, y pese a la aparición de dos cadáveres decapitados colgados de un puente la mañana misma de mi arribo, salí. Y vi mucha gente -un adolescente que paseaba a su perro, una pareja de novios, una mujer con su madre añosa y su hija niña, un grupito de veinteañeros gringos en busca de acción- transitar por la mítica Avenida Revolución. Y vi coches y taxis y combis surcarla, y turistas entrar a sus horribles tiendas de souvenirs -habilitadas casi todas, eso sí, en edificios chaparros de un estilo a caballo entre el art déco y lo colonial, no exentos de interés arquitectónico y de encanto retro/cutre– y hipsters pasearse por la perpendicular Sexta, donde perdí el tiempo en una extraordinaria sombrerería y en una tienda de discos no menos notable. Y comí en el recién remozado Caesars, donde Cardini inventó la ensalada César, y acompañé la dicha ensalada con uno de los mejores martinis de mi vida, preparado en una larguísima barra de caoba, restaurada con primor.

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Y me sentí no Charlton Heston policía ni Orson Welles ladrón sino un visitante más, en una ciudad no sólo relativamente segura sino valiente, tanto como ese mural que adorna un edificio sito en la esquina de la Sexta y la Revo y que reza “A pesar de todo, Tijuana se mueve”.

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Me quedé, pues, con sed de mal. Lo celebro.

miércoles, octubre 13, 2010

"Dos novelas para pasar el rato"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 13/10/10)

En pasado reciente, mientras daba clases a mis alumnos de preparatoria del Instituto Covadonga, discutíamos sobre ¿qué puede considerarse como literatura de arte mayor y qué no? Una de las principales herramientas es el canon, -entendido como la vara de medición en los ámbitos del arte y la cultura-, dicho canon siempre está en una constante búsqueda estética, la cual pretende que cada obra cuente con un buen contenido o fondo (ideas) y una forma (estilo, estructura, discurso). Por supuesto, no deben olvidarse las novelas que la mayoría de críticos coincide en denominar como las “novelas, cuentos, ensayos o poemas dignos” de ser considerados como las “obras”.

En gustos se rompen géneros y necesidades también. Hay momentos en que uno puede cansarse de la “literatura seria” y necesite un descanso. Buena opción puede ser recurrir a las novelas consideradas como Best Sellers, siempre por encima de los libros de superación personal. Al menos existe un esfuerzo por buscar contar y sostener una historia, cuyo fin primordial es la de atrapar al lector.

“Amores virtuales” de Marina Castañeda (Plaza Janés, 2010) a través de una prosa sencilla que no se mete en demasiadas complicaciones literarias y a lo largo de 373 páginas, la autora cuenta la historia del Dr. Ulises Blanco, reconocido psiquiatra, que empieza a cuestionar su vida y sentido profesional, gracias a unos correos electrónicos que recibe de forma anónima. Es a través de la lectura de diversos correos electrónicos y de un sumergimiento en el ciberespacio que dicho Doctor descubre el sentido de su vida. Una novela donde el Doctor comparte escena con los personajes y donde el universo narrativo es el mundo virtual.

La otra novela que puede entrar en este rango es “Álbum de bodas” Nora Roberts (Plaza Janés, 2010). La autora número uno en ventas según el New York Times, inicia con esta novela su serie “Cuatro bodas”. Al igual, que la obra antes mencionada, ésta tampoco se mete en camisa de once varas, sólo se dedica a contar una historia y en comparación con la anterior, la calidad narrativa es mejor y la trama suena más interesante. Aquí se cuenta la historia de cuatro mujeres: Parker, Laurel, Emmaline y Mackensie, que han estado unidas desde la infancia donde todo era diversión, ahora se han convertido en mujeres sensuales, divertidas e independientes y han montado una empresa que se dedica a convertir las bodas en el mejor momento de la vida. Mujeres que andan en busca del amor y que esperan encontrarlo en alguna de las tantas bodas que organizan, como le sucede a Mackensie, quien se topa con un chico de metro noventa, mientras grababa una de ellas. A partir de aquí su historia cambiará.

Ambas novelas están, sin duda, dirigidas para aquellos lectores o lectoras que buscan historias típicas de amor. No son las “grandes novelas” ni las pongo por encima de Harry Potter, pero sí las preferiría en lugar de Paulo Coelho o Stephen Meyer.

La pobre patria de don Porfirio-Alejandro Jiménez (El Universal/Bicentenario 13710/10)

El texto no pretende reivindicar su figura mediante un revisionismo histórico neo-conservador que busque destacar los méritos del dictador.

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PALOU vierte los hallazgos de su profunda investigación sobre Díaz y da pinceladas de historia para entender al personaje y su circunstancia

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Toda la novela es como el lamento de un fantasma. Pedro Ángel Palou logra en el libro Pobre Patria Mía plasmar la probable amargura del dictador Porfirio Díaz durante sus años de exilio, desde que es expulsado de México el 31 de mayo de 1911 —en el vapor Ypiranga— hasta su muerte el 2 de julio de 1915.


Las auto justificaciones y coartadas mentales que Palou pone en boca del anciano ex presidente suenan verosímiles. Parten de la tendencia, muy socorrida por los tiranos y populistas latinoamericanos de acusar al pueblo de ingrato, de incapaz de ver todo el progreso y los magníficos logros que se consiguieron durante su mandato, para, al final, ser expulsados como enfermos contagiosos. Esa ceguera selectiva de los poderosos que tiende a ver sólo lo bueno y a bloquear de su visión las terribles desigualdades económicas de la sociedad.


Cuántas veces hemos escuchado en México las mismas cantaletas de que “si bien hay problemas, han sido más los logros”; que “durante mi mandato se avanzó como nunca en materia económica y se redujo la pobreza sustancialmente”; que “parece mentira que en el extranjero nos vean como una nación sólida y respetable y adentro todo lo veamos de manera negativa”; que “era necesaria la mano dura para poner orden”; que “no cualquiera podía garantizar la continuidad de nuestra política social y no había nadie mejor que yo para llevar a buen puerto las ambiciosas transformaciones que habíamos iniciado”.


Las 185 páginas de esta novela editada por Planeta, están llenas de flashbacks de don Porfirio, en los que Palou vierte los hallazgos de su profunda investigación sobre Díaz y da gruesas pinceladas de historia para entender al personaje y su circunstancia.
No es, sin embargo, un libro de historia en estricto sentido, sino el relato novelado de un añorante octogenario que nunca se logra adaptar a su nueva vida de paria internacional, luego de haber sido héroe de cruentas batallas, de haber luchado hombro con hombro con Benito Juárez para imponer las Leyes de Reforma, que después se opuso al Benemérito, para, al final, ser el vértice ominipotente del poder en su país.


Justifica una y otra vez sus actos. Evoca las glorias, como su batalla del 2 de abril o las fiestas del Centenario de la Independencia, plenas de fastuosidad, en las que no había por qué escatimar recursos, pues lo que importaba era mostrar a las delegaciones del mundo que nos visitaban la grandiosidad de lo mexicano, nuestra música o nuestros monumentos gloriosos.


Brillo y oropel que dos meses más tarde se mostrarían huecos, al estallar las tensiones sociales acumuladas. Promovidas más bien —piensa el caudillo de Palou— por mezquinos políticos como Francisco I. Madero, que engañan al pueblo con promesas de “democracia”. “Panchito ya soltó a un tigre que no va a poder dominar”, repite sin cesar.


Don Porfirio se duele una y otra vez de la desgracia en que ha caído “su” país. “¡Pobre Patria Mía!” Él que la dejó pacificada y con progreso, con ferrocarriles y telégrafos, otra vez hundida en guerra civil, dejada a su suerte.


Todo eso lo piensa mientras va de París a Madrid, y de ahí a Biarritz, y a Suecia y a Egipto; en viajes mortales, a lomo de camellos y vapores, y hasta en un automóvil, la última joya de la modernidad que era capaz hasta de ser conducida por una mujer. Habrase visto.

El texto no denota intención alguna por compadecerse del anciano, ni pretende reivindicar su figura mediante un revisionismo histórico neo-conservador que busque destacar los méritos del dictador tras décadas de maltrato historiográfico. Nunca se pierde de vista que el relato es el de un derrotado.


El libro se lee de un tirón y nunca cambia su tono melancólico. La muerte, el final del dictador es… pero para que se lo cuento; juzgue por usted mismo.

martes, octubre 12, 2010

Seguir escribiendo (Diario Milenio/Opinión 12/10/10)

Porque nos volvemos sociales en el lenguaje. Mi yo de ti. Tu tú mío de mí. Nuestro ustedes de ellos.

Porque la escritura, por ser escritura, invita a considerar la posibilidad de que el mundo puede ser, de hecho, distinto.

Porque el mecanismo secreto del texto es la imaginación.

Porque aquí se extiende una manta donde claramente se lee “el lugar de la escritura es también allá afuera, justo frente a tus ojos, en el espacio público de tus pasos y de la imaginación”.

Porque la imaginación es otro nombre de la crítica y, éste, el otro nombre de la subversión.

Porque el que escribe no se adaptará jamás.

Porque acaso el ser de la escritura no consista más que en dar la cara y, de ser necesario, en ofrecer la otra mejilla. La poesía no se impone, decía Paul Celan, se expone. Pero esas son cosas menores. Porque encarar, es, sobre todo, encarar a la muerte. Colocarse en pos de lo desconocido o, lo que es lo mismo, lo oscuro. En esa actitud ética y estética de la exposición que abre y, al abrir, vulnera, ahí donde surge con singular apremio la certeza de que la muerte, independientemente de su circunstancia, es una violencia, ahí, en ese camino, tanto el rostro como la poesía van solos. Están solos. Por eso también.

Porque la memoria.

Porque la escritura nos enseña que no hay nada “natural”. Las cosas están más cerca de lo que parecen, eso dice también la escritura.

Porque a través de ese artefacto rectangular que es el libro nos comunicamos con nuestros muertos. Y todos los muertos son nuestros muertos.

Porque la oración produce la memoria donde habitarán para siempre los nombres de Marco y José Luis Piña Dávila, Ciudad Juárez, Chihuahua, Enero 30, 2010.

Porque el contorno de la página es también el límite de lo real.

Porque aquí hay una manta donde se lee “diles que no me maten”.

Porque pertenecer es algo que hago a través de ti, oración.

Porque hay un abismo al final de cada línea por la que vale la pena despeñarse. O lanzarse. O desaparecer.

Porque mira cómo se arranca de sí el verbo arrancar.

Porque también es lo que escribiríamos en caso de que escribiéramos.

Porque, en su quehacer de palabra, cada palabra cuestiona las costumbres de nuestra percepción.

Porque una línea es una imprecación o un rezo.

Porque el terror se detiene ahí donde se detiene, inscrita, la palabra terror.

Porque hay voces que vienen de lejos, de abajo, de más allá.

Porque utilizar el lenguaje o dejarse utilizar por él, eso es una práctica cotidiana de la política. Trastocar los límites de lo inteligible o de lo real, que eso y no otra cosa es lo que se hace al escribir, es hacer política. Independientemente del tema que trate o de la anécdota que cuente o del reto estilístico que se proponga, el texto es un ejercicio concreto de la política. Mi mano, sobre todo la izquierda aunque también la derecha, es pura política. Pues eso.

Porque dentro del libro siempre saludo al extraño que conozco tan bien.

Porque la oración produce la memoria donde habitará para siempre el nombre de Lucila Quintanilla, Monterrey, Nuevo León, Octubre 6, 2010.

Porque todo empieza, en efecto, con un signo.

Porque un párrafo es un deporte extremo.

Porque se necesitan palabras para decir Yo no le doy la mano, señor Presidente. Yo no le doy la bienvenida.

Porque el lenguaje es una forma del No que siempre nos lleva a otra parte; sobre todo a esa otra parte impensada de nosotros mismos.

Porque es sólo a través de la escritura que se funda el aquí. Porque el ahora.

Porque “mientras la violencia invade y adquiere formas inauditas, la lengua contemporánea tiene una dificultad para darle nombres plausibles: Martín y Bryan Almanza: Nuevo Laredo-Reynosa-Matamoros, Abril 2010”.

Porque en el rectángulo de la página me alimento y sueño y me zambullo y muero. Porque ahí, también, renazco. Renacemos.

Porque la palabra esquirla, la palabra soldado, la palabra impunidad.

Porque esto es una forma, la más definitiva, del plural.

Porque aquí hay una manta donde está la historia de la mujer que elabora flores de papel para llevarlas al cementerio cada fin de mes, esperando a la justicia, conminando a la justicia.

Porque ante las preguntas: ¿vale la pena levantarme en la mañana temprano sólo para seguir escribiendo? ¿Puede la escritura, de hecho, algo contra el miedo o el terror? ¿Desde cuándo una página ha detenido una bala? ¿Ha utilizado alguien un libro como escudo sobre el pecho, justo sobre el corazón? ¿Hay una zona protegida, de alguna manera invencible, alrededor de un texto? ¿Es posible, por no decir si deseable, empuñar o blandir o alzar una palabra? Mi respuesta sigue siendo Sí.

Porque “sí” es una palabra diminuta y sagrada y salvaje al mismo tiempo.

Porque, francamente, no sé hacer otra cosa.

Porque aquí hay una manta donde se lee “somos un país en duelo”.

Porque dentro de estas palabras siguen palpitando los nombres de los 41 niños que murieron en la Guardería ABC, en Hermosillo, Sonora, 2009.

Porque qué. Y porque sí. Y pues estos.

Porque yo no olvido. Porque no olvidaré. Porque no olvidaremos.

Pedro Ángel Palou García regresa a Puebla ... pero con una revista-Claudia Cordero (E-consulta Puebla/Cultura 08/10/10)

El escritor poblano Pedro Ángel Palou García regresó a la ciudad para dirigir UNI Diversidad, la nueva revista de la BUAP, una publicación creada para su comunidad universitaria y el público en general, con la intención de ser un espacio para la creatividad literaria entre los estudiantes y, a la vez, una ventana donde se pueda leer a los escritores, filósofos y científicos más importantes de la actualidad.

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Así lo explicó en entrevista Miguel Ángel Maldonado, subdirector de UNI Diversidad, revista que en su primer número —con un tiraje de 5 mil ejemplares— aborda el tema de Los nuevos bárbaros de las redes sociales como Facebook y Twitter.

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¿Quiénes son los nuevos bárbaros? Las redes sociales, las minorías, los jóvenes ‘emos’, aquellos que van a contracorriente de las organizaciones sociales, los piratas cibernéticos, los ecologistas de la web, entre otros. Son sectores de la sociedad que comparten emociones de grupo, oponiéndose a los valores tradicionales, agregó Maldonado.

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En este primer número hay textos de intelectuales como: Michel Maffesoli, Edgar Morin, Serge Moscovici, Jorge Volpi, Ignacio Padilla, René Valdieviezo; el arte de Martín Peregrina; además de las reseñas de lingüística, literatura, música, cine y de ‘El taller’, escritas por nueve estudiantes de la facultad de Filosofía y Letras y de la facultad de Física de la BUAP.

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Dichos textos van de los diccionarios, a la historia social, pasando por grandes directores, hasta llegar al ‘nerd’ que todos tenemos dentro de nosotros.

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La selección de textos y autores señaló Maldonado, la hace el Consejo Editorial, integrado por: Rafael Argullol, Jorge David Cortés, Michel Maffesoli, Francisco Martín Moreno, Alejandro Palma Castro, Jorge Valdés Díaz-Vélez, por solo mencionar algunos.

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En la revista también se publicará el discurso que el poeta poblano Gilberto Castellanos leyó en la sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes el pasado mes de enero, durante su homenaje, reconociendo su obra y su aportación a las letras mexicanas; el escritor falleció en abril de este año.

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Maldonado comentó, "No es una revista solo de literatura, además es de pensamiento y cultura", el género que utilizan es el ensayo, para escribir sobre diferentes disciplinas como ciencia, política.

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Es diseñada por Germán Montalvo y no pretende hacer crítica, "intenta vincular a la BUAP tomando en cuenta a los estudiantes, desde la perspectiva académica, con el público en general y con pensadores de todo el mundo".

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UNI Diversidad, se puede adquirir en Puebla en las librerías de la BUAP, Profética, Casa de Lectura y librerías Gandhi, pero también se distribuirá en todo el país a través de la red de librerías EDUCAL del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) y las tiendas Samborns; además se pretende sea presentada en importantes espacios literarios del país. El costo es de 25 pesos.

La ortodoxia ignorante (Diario Milenio/Opinión 11/10/10)

Otras excomuniones

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Muchos años antes de hacerse sionista militante, periodista, científico, activista político, narrador en cuatro idiomas, sexólogo, espía prosoviético, vibrante autobiógrafo y dolor de cabeza simultáneo de Hitler y Stalin, Arthur Koestler se resignó alegremente a vivir sin un título universitario, durante cierta farra luminosa en cuya orilla última prendió fuego a sus documentos escolares y no volvió a las aulas. Una vez condenado al paredón por el franquismo —había viajado a España con la misión de reunir pruebas fehacientes de la intromisión de las potencias del Eje en la Guerra Civil— y unos meses más tarde liberado merced a cierto canje providencial, Koestler debió escapar a Londres para evadir a esbirros y sabuesos de las dos dictaduras más feroces del siglo XX. Desde entonces, en una de las paredes de su casa lucía enmarcada la caricatura donde tanto el Palurdo de Linz como el Carnicero de Georgia encendían hogueras con sus libros. Esa caricatura, presumía el autor húngaro, valía por un título aparte. Más todavía en esos años sangrientos, cuando pocos artistas o intelectuales osaban plantar cara a sendos extremismos.

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No muy lejos de ahí, André Gide —el otro escritor que consiguió viajar por la URSS en los años de purgas y hambrunas sin medida y no quiso callar al respecto— debió sobrevivir como un apestado entre la beatitud imperante, tal como años después le pasaría a Albert Camus, tras la publicación de El hombre rebelde, libro que le valió la excomunión a manos de su ya ex amigo, el entonces pontífice Jean-Paul Sartre. Poco de raro tiene descubrir que al paso de unas cuantas décadas la obra de Sartre ha ido envejeciendo y anquilosándose, en la misma medida que el trabajo de Koestler, Gide y en especial Camus luce hoy como nunca vigente y rozagante, aunque sí sea curioso que aún ahora menudeen aquellos clérigos sin sotana que condenan a Camus por El hombre rebelde pero lo absuelven por El extranjero, afectados quizá por la miopía sartreana que en su momento no supo ver en un libro los gérmenes del otro.

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Ventarrones y mareos

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Es sintomático que a tantos años de distancia el beaterío persista en un empeño idéntico cuando se expresan en torno a la obra de Mario Vargas Llosa. Cada vez que se aprestan a excomulgarlo por sus ideas liberales, comienzan por perdonarle la vida en el nombre de ésta o aquella novela que aseguran haber leído y apreciado, pues de entrada no quieren pasar por ignorantes. Resulta, según esto, que no hay entonces uno sino dos diferentes Vargas Llosa: sinrazón más que buena para exhibirlo como una suerte de licántropo esquizofrénico. De día, según esto, el novelista escribe obras maestras, pero apenas se asoma la luna se le cubren de pelos las manos y se entrega a escribir horrores innombrables que le paran los pelos de punta al beaterío. La cantaleta beata nos sugiere, a oportuno pero ya infortunado resguardo del qué dirán, que las ideas vertidas por el autor de La fiesta del Chivo en los volúmenes de Contra viento y marea, por ejemplo, no están presentes en su obra literaria, hasta el extremo de contradecirla. De ahí a crucificarlo con un largo rosario de invectivas estúpidas y monocromáticas ya no hay casi distancia, si bien estas condenas —con frecuencia cargadas de medias verdades, cuando no de calumnias enteras— suelen desnudar antes a los inquisidores que al procesado, cuya culpa consiste en haber navegado de Sartre a Camus y, al fin liberal, abominar del autoritarismo.

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Es un lugar común que a Vargas Llosa se le tache de ideólogo rígido —mentira sustentable sólo a partir de una ignorancia olímpica— desde la ideología más rancia, tiesa y turbia. Lo que se llama, a veces, pleito ratero: recurso de la clase de tartufos que sin vergüenza alguna sustraen una cartera y azuzan a la turba contra el ladrón. Si otros tienen bastante con sumarse a las causas más gastadas en el nombre de un compromiso de cartón que de entrada los libra de la monserga de tener que pensar por cuenta propia, Vargas Llosa no cesa de cuestionarse, ni le tiembla la mano para rectificar, cuando se hace preciso. Su trabajo como ensayista y pensador es reflejo de una permanente evolución, y por cierto: jamás se le ha visto negarse a debatir una idea; menos aún corresponder a esos insultos y descalificaciones morales que tanto gustan a sus malquerientes virulentos.

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Fujimorismo de armario

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Especial atención merece al beaterío la memoria de aquellas elecciones infelices donde todo el poder del primer gobierno de Alan García se entregó a respaldar a Alberto Fujimori, con tal de echar abajo la aspiración presidencial del autor de Historia de Mayta. Es curioso que hasta hoy abunden los supuestos progresistas que lo celebran retrospectivamente, tal vez porque ese dato retorcido les permite denostar sus ideas políticas y afirmar que su mundo es la literatura (¿fantástica, quizá?) y de ahí no tendría por qué salir. Una vez más, hablan menos de Vargas Llosa que de sí mismos, pues ya se ve que sus ardientes corazones se identifican más con gente del calibre de Vladimiro Montesinos, y acaso aún ahora experimentan alguna nostalgia por el fujimorato.

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A Vargas Llosa se le vio en Bagdad, entrevistando, entre otros, a un alto clérigo musulmán que apenas días después sería asesinado. Estuvo luego en la franja de Gaza, jugándose el pellejo por ir tras la verdad, y al lado de Amos Oz y David Grossman sacó la cara por los palestinos de la calle, sojuzgados por el bloqueo fanático del gobierno israelí —de cuya democracia, sin embargo, ha sido admirador y defensor—. No se ve que los beatos de conciencia tranquila se tomen semejantes molestias para expresar aquellas opiniones furibundas que con frecuencia no son más que ecos de ecos de cantaletas sordas y gastadas, hijas de la pereza mental y la hipocresía. Para suerte de todos, sin embargo, la obra de Mario Vargas Llosa está toda a la vista y se defiende sola. No precisa, además, de absolución alguna, y al contrario: nada mejor que tantas condenas necias para tener presente qué tan viva está.