jueves, enero 14, 2010

"El animismo en la sociedad ultramoderna"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 13/01/10)

Tal y como lo anuncié en la columna de la semana pasada, volvemos a las reseñas. Esta ocasión toca el turno al escritor Ignacio Padilla -integrante de la generación del Crack- quien a principios del año pasado, en España, lanzó su libro “La vida íntima de los encendedores. Animismo en la sociedad ultramoderna”, el cual fue galardonado con el “Premio Málaga de Ensayo 2008. José María González Ruiz” y ha sido publicado en México, casi a finales del 2009, por la editorial Páginas de Espuma en colaboración con Colofón.
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El animismo afirma que los seres naturales como: montañas, plantas; y los objetos creados por el hombre como: calcetines, encendedores; están dotados de alma.
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El autor acuña a lo largo del ensayo un término: la pulsión animista, que viene a convertirse en la tesis central del libro; parafraseando las palabras del autor dadas al periódico La razón, éste es la necesidad de seguir creyendo en la vitalidad de los oscuros objetos de nuestro deseo o temor, lo que explicaría comportamientos variopintos tales como ver con cariño y un poquito de rencor a los encendedores que uno pierde, así como ver con respeto y gratitud a la computadora, de igual forma molestarse con el encendedor que desaparece, el calcetín que se perdió en la lavadora y dejó viudo a su compañero. Todo este tipo de comportamientos obedece a un por qué: el miedo a sentirnos solos en el universo.
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Son ciento sesenta y seis páginas que contienen humor de todos los colores y sabores, y que han sido escritas con la hilaridad y el ritmo característico de la narrativa de Padilla. “La vida íntima de los encendedores” viene a refrescar un poco el género del ensayo y da descanso a los temas de índole histórico, para optar por el análisis del comportamiento de nuestra sociedad partiendo de un objeto tan común y cotidiano en cada uno de los habitantes del mundo: el encendedor.
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Un libro, caro lector, que no debe dejar pasar, pues además de que lo ayudará a comprender desde otra perspectiva el comportamiento de nuestra sociedad, le hará pasar un buen rato. Ensayo que además de haber sido galardonado en España, el Fondo de Cultura Económica, en su zona de presa, marca a este libro como uno de los mejores del año que apenas se nos fue.

martes, enero 12, 2010

Historias de amor feliz (Diario Milenio/Opinión 12/01/10)

Pocas cosas más peligrosas que una historia de amor feliz. Más allá de la civilización y del intercambio comercial y de la administración pública (o privada), en la tierra de nadie del deseo, la historia de amor feliz siempre está dispuesta a trastocar el sentido (de las cosas), la razón (aparente), lo natural (así conocido como). ¿Quién que esté verdaderamente enamorado trabaja o contesta sus e-mails? No creo en la política pero sí en las repercusiones diminutas de las acciones colectivas y espontáneas. No creo en los principios, pero sí en los inicios. Me gusta la gente enamorada. Me gustan esos furibundos salvajes hedonistas en los que se convierten por espacio de —días más, días menos— tres meses. Me gustan sus ojos, alucinados. Me gustan los riesgos elegidos, que en esos días no son otra cosa que antojos. Me gusta la manera en que saltan hacia el abismo. De la mano.
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Impartía un taller de escritura en esos días. Para explorar los confines de la página, les había pedido a los estudiantes que se hicieran de viejas máquinas mecánicas y que utilizaran distintos medios. Estrechos rollos de máquinas registradoras. Billetes. Había visto, en efecto, la exposición de Cildo Mireles en el MuAC, justo en las orillas de la UNAM. Fue ahí, viendo el billete, que llegó el proyecto casi completito. Una historia de amor dentro de los límites de un billete para ser intercambiada, subrepticiamente, como un polizón con veneno en las manos, en el medio más común, el más utilizado. Una historia de amor —una narrativa breve— dentro de los confines de un billete de veinte pesos.
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La elección del lugar designado para la acción llegó un poco después. Paseaba con unos amigos por algunos (siete) antros tijuaneneses (la intención era meramente turística, por supuesto) cuando vi los billetes, los mismos billetes de veinte pesos, sobre la espuma que cubría los cuerpos de dos chicas. Sobre los senos. Entre los pliegues distintos del cuerpo. Entre los labios. Los billetes ahí, detenidos. Las vimos en silencio por mucho rato. Sus rostros. Sus movimientos. ¿Y si cada billete llevara, cual virulento polizón, una de esas historias que pasan, si es que pasan, una vez en la vida? ¿Y si al momento de contar, en lugar de números hubiera historias?
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Yo no sé, por supuesto, qué pueda pasar. Pero he aquí lo que se empezó a fraguar: pequeñas historias de amor feliz mecanografiadas sobre billetes de veinte pesos. Llevo apenas 29, pero espero juntar más. El objetivo es ir de regreso al antro (a ese antro o a otro antro, da igual) y distribuir entre los clientes esos billetes que luego llegarán al cuerpo (espumoso o no) de las chicas. Una pequeña, relampagueante, certera historia de amor justo en el momento del intercambio más impersonal. Una forma de escribir que es una forma de tocar. Una invitación a la lectura que es, sobre todo, un convite de imaginación y, luego entonces, de complicidad. Una micropolítica.
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Aquí va la convocatoria: manda tus breves historias de amor feliz a criveragarza@gmail.com o mecanografía las que aparecen abajo en tus propios billetes de 20 pesos. Intercámbialos a la menor provocación: en el pesero, en el restaurante, en el Metro, en el bingo, en las librerías. Guarda los suficientes para distribuirlos, sin embargo, entre los clientes de tu antro favorito el 14 de febrero.
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Aquí van algunas de las historias:
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1. La invitación
Lo vi del otro lado de la
solo
Lo invité a salir
Desde entonces estamos juntos
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2. El tacón
Iba a vivir sola toda la vida
Del trabajo a la casa
De la casa al trabajo
Un día me caí en el parque
(la culpa la tuvo un tacón)
me ofreció la manola tomé
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3. La memoria
cosas así no pasan
(eso creía)
la banqueta era estrecha
su hombro rozó mi hombro
volvió la cabeza
la sonrisa: tan definitiva
no lo he podido olvidar
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4. El sismo
Sabían que se estaban buscando
Ella vivía encerrada en su casa
El vivía encerrado en su oficina
Era difícil que se encontraran
Un temblor de cinco grados los obligó a salir a la calle
Se vieron por un momento
Se amaron para siempre
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5. El bar
El invitó a una amiga al bar
Ella invitó a un amigo al bar
Los dos invitados nunca llegaron
Entonces se tomaron
De la mano
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6. La confesión
Es obvio que no amas a nadie
(dijo)
Yo no amo a nadie(confesó)¿Por qué no nos amamos?(eso me preguntó)Lo miré con mucho cuidado
(pensé que estaría loco)
¿Por qué no?
(me dije)
y henos aquí
(en el registro civil)
Hace 13 años de todo eso.
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7. El viaje largo
Iban en el mismo camión
Ocho horas de viaje
(las montañas)
El uno junto a la otra
(la oscuridad)
Ella se quedó dormida
Soñó que tomaba la mano de su novio
Despertó con la mano del vecino
Entre las suyas
Ya nunca la soltó.
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8. El elevador
Eran compañeros de trabajo
Ella estaba en el tercer piso; él, en el quinto
Nunca se habían visto
Muchos años después habrían de recordar
Ese primer momento
En el elevador
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9. La pasión
Estoy enamorado de ti, le escribí
Aunque me gustan los hombres
Además, te leo con pasión
A ella eso le provocó ternura
La pasión, sí: me contestó
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10. La irrepenta
Me fui con él porque no había dinero para la boda
En el camino robamos pan
(de dos canastas)
Y un velo muy largo
(de una casa de empeño)
el licor nos lo invitaron unosparroquianos
(un payaso y una mujer barbuda que
trabajaban en un circo)
Viajamos de aventón por toda la
república
Oíamos canciones de José José.
Todavía no me arrepiento.

lunes, enero 11, 2010

El club de los normales (Diario Milenio/Opinión 11/01/10)

Los años boquiabiertos
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No sé cuántos seamos quienes siempre temimos que éramos unos niños anormales, pero si he de juzgar por lo que me han contado, conformábamos una mayoría silenciosa. La mayoría, también, sobrevivía a las horas escolares al amparo de una coraza a la medida de sus hondos temores. Hubiera uno querido ser como todos, aunque a final de cuentas se conformaba con que todos creyeran que lo era. Pues bastaba con que uno entre el rebaño te descubriera alguna asimetría, o incluso la inventara con el fin de achacártela, para ser blanco pronto del balido general y pasar a engrosar el ghetto del salón. Nada había tan fácil en los dominios de esa normalidad forzada e impostada que hacerse con el sambenito de extravagante, y lo cierto es que algunos apenas precisábamos más que abrir la bocota para conseguirlo.
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¡Cierra la boca!, disparaban mis padres noche y día, con insistencia tal que recuerdo esa orden —con frecuencia una súplica impaciente y a ratos resignada— por encima de todas las demás. ¿Qué ganas, me decían, con andar siempre con la boca abierta?, pero yo no lo hacía por negocio, y ni siquiera puedo decir que lo hiciera porque tal no era propiamente una acción, sino la falta de ella. Me faltaba la fuerza, o la concentración, o quién sabe qué cosa para cerrar la boca de una vez, por más que no ignorara —día tras día el mundo me lo recordaba— que un niño que anda por la vida con la boca abierta se condena a cargar con la fama de bobo. Bruto, bembo, tarado, zopenco, idiotita, siempre hay una manera novedosa de designar al zonzo boquiabierto que no sabe evitarlo. Alguna vez mi padre, harto de repetirme la orden tantas veces desobedecida, se ofreció a corromperme. Ganaría dinero, me dijo, si cerraba la boca: a fin de mes me daría cien pesos, pero me los iría descontando de uno en uno por cada vez que me atrapara con el buzón abierto. Algo menos de una semana después, ya estaba en números rojos. Lo mismo sucedió en los meses subsiguientes: puse todo mi esfuerzo, según yo, pero jamás vi un solo peso de esa recompensa. Estaba condenado a ser el freak de la bocota abierta.
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Palabra de bicho raro
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¿Cuándo cerré la boca, cómo, por qué? Debe haber pasado por ahí de la temprana adolescencia, no bien el horizonte se engalanó estímulos sin duda preferibles a pinches cien pesos. Si antes debí aguantar humillaciones tan bochornosas como la tarde en que escuché a esa niña lindísima referirme ante sus amigas como el niño de la boca abierta, semejante escenario no podía repetirse delante de, digamos, la nueva vecinita de trece años que ya se maquillaba, iba a fiestas, tenía pretendientes y me traía sumido en una languidez que yo confundía con estado de gracia, y a la postre no hacía sino subrayar, aun con la boca cerrada, mi vieja calidad de sujeto anormal. Cosa gravísima en esos momentos, cuando ya el pelo-corto-a-la-fuerza y la reciente proliferación de espinillas se habían apandillado para quitarme toda galanura probable. ¿Cómo dejar de amar a la ninfa infranqueable, si de haber sido ella tampoco habría uno tolerado el asedio romántico de un bicho raro?
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Una de las funciones piadosas del bicho raro es dar a los supuestos normales la certidumbre de que lo son, pero estaría mintiendo si dijera que haber crecido en el papel de freak no acaba concediendo infinitas ventajas ulteriores, empezando por una libertad extensa e irrestricta. Vamos, si ya está uno para siempre fuera del desdeñoso club de los normales, nada parece más atractivo que darse a la licencia y la extravagancia. Un lujo de actitud a los dieciocho años, cuando más ordinario parece lo normal y de pronto ser freak lo hace a uno popular contra todo pronóstico. Se equivoca, no obstante, quien se cree original en esas circunstancias, pues verdad es que varios de sus excesos son asimismo cometidos por muchos entre quienes pasan por conservadores, sosegados o insípidos, sólo que por debajo de la mesa. Ser normal y así acreditarse no supone un control sobre los propios actos más allá del cuidado de las apariencias, si lo único claro al respecto es que ninguno conoce a ninguno. Habría que preguntarse si no lo único normal, ya echando números, es la anormalidad imperante.
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La norma y sus deslices
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Hace unos cuantos años, cuando era mi trabajo pergeñar crónicas noctámbulas —quehacer extravagante donde los haya—, el más normal de todos mis amigos solía usarme como coartada ideal: cada jueves, le juraba a su esposa que iba conmigo a tomar unas copas. ¿A qué hora volvería? Imposible saberlo, dada la compañía, ¿cierto? Libre ya de escrutinios conyugales, mi amigo se pasaba hasta la alta madrugada sabroseándose a su querida secretaria. Cierta noche de jueves, ya entrada en viernes, la esposa me llamó. ¿Qué hacía yo ahí dormido? ¿Dónde estaba mi amigo, su marido, el padre de su hijo? ¿En los brazos de qué lagartona lo había yo ido a dejar, al pobrecito? ¿Era eso ser amigo? No recuerdo la cantidad de patrañas calientes que hube de improvisar, medio dormido, para que mi amiguito no perdiera su estatus de normal ante su normalísima señora, que a lo largo de cuarenta minutos me soltó una filípica infame sobre lo disoluto de mis costumbres y el buen hombre que era él, cuando no andaba en mi nefasta compañía gastándose el dinero de su familia. Una vez que llamó el interfecto —estaba en un motel, pasándosela bomba con el dictado— no hizo más que extrañarse ante mi extrañeza, para luego aclararme que todo aquello era lo más normal. Y claro, el anormal seguía siendo yo.
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A estas alturas de la extravagancia, me produce bostezos esa rara inquietud de los normales oficiales por enterarse qué es normal o anormal. Si a los quince años no soñaba más que con ser normal para poder besar a otra chica normal —y eso todas las guapas lo aparentaban—, el tiempo me enseñó que las mujeres más adorables tienden a ser gloriosamente anormales, y en tanto intolerantes ante los ordinarios. Nada que no conozcan centenares de millones de amantes, cuya lujuria no se alimenta de saberse normales, sino trasgresores. ¿Y si al final lo de verdad anormal fuese dar cuerda a tantos hipócritas y mediocres con un tema imposible y hasta estúpido? ¿Alguien sería, pues, tan amable de ahora mismo hacer sonar el timbre del recreo?