martes, septiembre 20, 2011

El inquilino de Márai (Diario Milenio/Opinión 20/09/11)

Es difícil explicar por qué o para qué visita uno las casas de los escritores muertos. Es así como la autora cubre su curiosidad visitando la del húngaro Sándor Márai.

Es difícil explicar por qué o para qué visita uno las casas de los escritores muertos. Tal vez sólo sea la necesidad de ver el mundo justo desde el ángulo en que fue visto, y escrito, por él o por ella. Quizá sea la carnal curiosidad del cuerpo que quiere experimentar lo que es ser cuerpo en el lugar donde fue y estuvo el otro cuerpo. Acaso todo se reduzca al deseo de toparse, casi como al azar, con su fantasma. Un último encuentro. Una plática. Lo cierto es que una tarde, ya cuando el sol se estaba metiendo, tomé el coche sólo para buscar la dirección de la casa donde Sándor Márai, el escritor húngaro que se vio forzado a abandonar su patria en 1943 y se suicidó un 21 de febrero de 1989. Todo eso aquí, en San Diego.

Sabía ya desde tiempo atrás el dato de su muerte, pero no fue sino hasta hace un par de días que una rápida búsqueda en internet me proporcionó la dirección de su último domicilio. Un último encuentro, me dije, repitiendo el título de uno de sus primeros libros que leí. Siempre había pensado que Márai habría vivido en algún suburbio de casas siempre iguales —cosa que explicaría con relativa facilidad cualquier suicidio— o más bien cerca de la costa, en alguna morada con vista al Pacífico, pero no fue así. El escritor y Lola, su esposa, vivieron en el 2820 de la Avenida Sexta, justo enfrente del Balboa Park —lugar donde ahora se encuentran buenos restaurantes, los mejores museos de la ciudad, así como uno de los zoológicos más famosos del mundo—. Seguramente los alrededores no eran lo mismo hace 30 o 40 años, pero su cercanía del centro histórico y su posición frente al parque debió haber causado siempre algo de movimiento. En todo caso, la historia es la misma: exiliado de su lengua y de su país, Sándor Márai se dio un tiro en la cabeza aquí, cuando era ya viudo y estaba casi ciego y se encontraba solo.

Al hombre que estaba sentado sobre las escaleras de la entrada de la casa de los Márai le pregunté eso. Le pregunté si sabía que el escritor famoso, de cuya existencia lo puso al tanto la administradora del edificio pero cuyo nombre nunca supo, se había suicidado ahí. Movió la cabeza de izquierda a derecha y, luego, de derecha a izquierda sin abrir la boca. Su negativa, se entiende, iba acompañada de un súbito estado de meditación. Antes, cuando le pedí permiso para tomar un par de fotos, había dejado sobre el piso una computadora portátil, unas cuantas hojas desordenadas, y una copa de vino. No se esperó a que terminara mi labor documental para hacer sus preguntas. ¿Quién era el autor? ¿Con quién había vivido ahí? ¿Qué libros de él le recomendaba leer? Finalmente se atrevió a preguntar lo que de verdad le interesaba: ¿Cómo había muerto?

Le conté brevemente lo que sabía sin dejar de tomar las fotografías. Le hablé del cómo la instauración del régimen comunista en Hungría en 1948 lo había vuelto invisible como autor y un fantasma, a través del exilio, como persona. Le pedí que tomara en cuenta que Márai, quien alguna vez, durante sus primeros años, intentó escribir en alemán, había declarado en sus diarios que “para mí esa lengua y esa literatura significan una vida plena, porque sólo en esta lengua puedo decir lo que quiero decir (y sólo en esta lengua puedo callar lo que deseo callar). Porque sólo soy verdaderamente yo mientras pueda traducir mis pensamientos en palabras húngaras”. Le dije que, en Budapest, Márai había vivido en la calle de Mikó, en un barrio llamado Kisztinavarós —pero el inquilino no tenía forma de saber el guiño tremendo que significaba ese dato—. Puse énfasis en el hecho de que tres años antes de su muerte, Márai había perdido a su esposa y casi a toda su familia. Le conté que, en sus diarios, hizo anotaciones someras acerca del número de personas que llegaba a San Diego con la intención de suicidarse. También le dije que, luego de perderlo todo, Márai había conseguido una pistola que permaneció resguardada en su nochero.

—¿Así que fue de un disparo en la cabeza? —preguntó una vez más, como para cerciorarse. Le dije que sí. Luego, ya con la cámara dentro de la bolsa, no pude evitar preguntarle sobre su experiencia en uno de los departamentos que ahora conforman el 2820 de la Avenida Sexta.

—¿Sus sueños? —le pregunté—. ¿Cómo son sus sueños desde que vive aquí?

El inquilino de Márai guardó silencio. Luego, sin comentar todavía nada, se regresó al borde de las escaleras para alcanzar su copa de vino.

—Lo único raro —me dijo finalmente con la copa en la mano pero todavía sin llevársela a los labios— es la ventana del baño.

El sol se ocultó de repente. ¿Y era eso que atravesaba la calle una verdadera parvada de cuervos o una estampida de monjas pequeñísimas? Las palmeras se balanceaban apenas contra el aire. Un movimiento tan pequeño. El leve rechinido del mundo.

—No da hacia fuera —me explicó—. No da hacia nada. Da, de hecho —se corrigió—, a una serie de cables. Puros cables. Un montaplatos, ¿sabe lo qué es?

Le pedí que me explicara.

—Una especie de pequeño elevador que comunica a la cocina con el comedor —dijo—. Un montacargas —añadió.

—Pero dice que éste termina en el baño —dije, para saber si lo había entendido bien.

—Exactamente —concluyó, dándole el primer sorbo a su copa.

Me senté por un momento a su lado para ver el mundo desde su ángulo de visión. El silencio entre extraños no suele ser tan cómodo como lo fue ahí, frente al parque. Ya no quedaba nadie sobre el pasto, sino las sombras.

—Me fijaré en lo que sueño de ahora en adelante —me dijo cuando me despedí.

—Así es —le respondió el eco.

lunes, septiembre 19, 2011

Derrumbe -(Sexenio-Puebla 13/09/11)

Los diversos escritores que son parte del mapa literario hispanoamericano son muchos. El lector no está obligado a conocerlos ni a leerlos (aunque sería lo ideal), si acaso el lector deberá tener una referencia mínima de los autores; sin embargo lo considero un poco complicado. Más en estos tiempos donde existen más prioridades que la lectura.

Recientemente a mis manos llego Derrumbe de Ricardo Menéndez Salmón, publicada por Seix Barral, dentro de su colección Biblioteca Breve.

Mientras que para mí era un autor nuevo, para los lectores españoles es un escritor con una trayectoria respetable. Ha publicado alrededor de 8 libros, uno de los reconocidos es: La ofensa, publicada en 2007 por Seix Barral -novela que antecede a Derrumbe-, la cual fue bien recibida por la crítica española y ostenta el premio Qwerty de Barcelona TV a la revelación literaria del 2007, el premio Librería Sintagma al mejor libro del año; de igual forma la revista Quimera la eligió como la mejor obra de narrativa de 2007.

Derrumbe es la historia que retrata la decadencia y los excesos que la sociedad está teniendo en muchos ámbitos. Aquí se cuentan cuatro historias: la de un cruel hombre que conforme va incrementando sus asesinatos, también sube el nivel de violencia que imprime en cada uno de ellos; la tres muchachos que buscan trascender, transformar y cambiar el mundo eligiendo a la violencia como el camino ideal para lograr sus sueños; la de una adolescente que va creciendo y madurando dentro de una familia algo lejana, fragmentada y rodeada en un mundo donde la trascendencia está en el exceso del placer sexual y de la violencia como única forma para hacerse escuchar; y por último la cinco investigadores que están abrumados, acongojados ante tanto dolor y no encuentran las palabras para describir lo que están sucediendo ante sus ojos. Todas estas historias acontecen dentro de un mundo singular, creado por el autor: Promenadia; una ciudad donde tanta violencia es imposible de creer, ya que es un lugar donde la tranquilidad sería la descripción adecuada para presentarla ante el turismo.

Derrumbe como una fotografía de las grandes metrópolis.

Derrumbe es una novela que atrapa desde sus primeras páginas, sin embargo el ritmo se pierde páginas adelante, aunque al final lo recupera.

Sin duda, Ricardo Menéndez Salmón es un autor a seguir con sumo agrado; la crítica española le aplaude el mantener un estilo narrativo en cada una de sus novelas y el atreverse a experimentar y a construir mundos alternos donde el terror, la decadencia y la violencia son tema central.

Esa carta fatal (Diario Milenio/Opinión 19/09/11)

Las fórmulas corteses, dice el autor, no escriben buenas cartas, pero a veces evitan el error garrafal de la franqueza.

1 Afectos de cartón

Cuando niño, uno encuentra pesadas las fórmulas de cortesía. Algo más tarde le parecen ñoñas, y sin embargo acaba por usarlas, generalmente mal porque para decir, por ejemplo, tu casa cuando hablo de mi casa, tengo que hacerlo con la sinceridad de quien lanza un piropo a un esperpento. A veces, cuando intento ser muy amable, es decir demasiado, termino equivocándome de fórmula, o trato de acortarla y ni yo mismo entiendo qué fue lo que dije. Algo me falla en el fervor cortesano, y por lo que he escuchado no estoy solo. La gente se despide, o se saluda apenas de pasada, sin mucho tiempo para reflexionar en lo que está expresando, que de cualquier manera es siempre lo mismo. Quiere uno que supongan que quiso ser amable, y en una de éstas equivocar la fórmula —hacerse perdonar con una risa, un guiño, una sonrisa— es un modo amigable y relajado de recordar que estamos en confianza, por lo que toda fórmula sale sobrando.

Las cosas se complican cuando uno ha de mostrarse amable por escrito. Lo más fácil, de nuevo, es colgarse de fórmulas empleadas por todos. Un método seguro si se escribe una carta para hacer valer la garantía de una lavadora, pero inútil si lo que uno desea es parecer al mismo tiempo respetuoso y simpático a los ojos de su destinatario. ¿Despreocupado, tal vez? ¿Muy ligero, mejor? ¿Y por qué no algo cálido? ¿Y si piensa que soy un confianzudo? ¿No sería mejor hacerle percibir una cierta frialdad profesional? Para quienes vivimos de movernos dentro de los estrictos y quisquillosos límites de la verosimilitud, escribir una carta de esta clase es un suplicio que no tiene nombre. ¿Cómo esperan que me despida de gente a la que no he visto ni veré declarándome suyo afectuosamente? ¿Por qué debo empezar por llamar estimado a los sujetos que menos estimo, y encima de eso darles gracias anticipadas por lo que anticipadamente sé que harán mal o no harán en absoluto? Y ahí está la cuestión, el mérito más grande de la cortesía consiste en evitar la tentación nefasta de la honestidad.

2. Posesivos emotivos

El puro intento de escribir una carta suele poner en guardia a nuestro pudor. Las fórmulas ayudan, pero estandarizan. Si no quiere uno lucir ciento por ciento ordinario, le conviene echar mano de algo más que recetas. Es decir, reemplazar las palabras de cajón en favor de las propias. Y eso suena muy bien, pero igual compromete. Una cosa es tratar de eludir la frialdad y otra hacer por escrito el papelazo de lamesuelas. Por otra parte, los tiempos cambian. Nadie nos asegura que lo que hoy es derecho mañana no será visto por el revés. La mejor prueba de ello son las cartas de amor. Quien se enamora escribe más de lo que debe, y mucho más de lo que le conviene. Quisiera regalar y regalarse, cuenta con las palabras para hacer claras esas intenciones en forma de promesas. Se vale de metáforas para expresar sus sentimientos inflamados y en cada una pretende entregar su alma, tanto que justo antes de garabatear su firma recuerda al ser amado que es de su propiedad. Tu Martín. Tu Ana Rosa. Tuya por siempre. Tuyo en la adversidad.

El problema de las grandes verdades que se expresan en una carta de amor tiene que ver con su vigencia insuficiente. A la gente le gusta repartirse a menudo, especialmente cuando es muy amable, y es como regalar dinero de juguete. Pero hay quienes se toman esas cosas en serio, tanto así que no paran hasta cobrar entero el documento. Despechados, les llaman. Son los que dieron crédito a quien no debían y en pago recibieron documentos apócrifos. O los que calcularon una deuda más grande, ya capitalizados los intereses. Guardan como un trofeo de caza mayor la carta donde dice soy tuyo para siempre, creen que ese papel basta para darles por siempre la razón. Si alguna vez el torpe remitente no se propuso más que ser amable y empleó una mera fórmula para hacerse querer, o en el camino cambió de opinión, le toca hacerse cargo de sus dichos.

3. ¿De quién es ese micrófono?

“Fidel querido: Te deseo lo mejor en tu convalecencia”, iniciaba la ya famosa carta que Pablo Milanés envió en 2006 al mandamás cubano. Tras citar compromisos ineludibles en el extranjero y prometer unidad y coraje, el cantante se despedía con un abrazo de “Tu Pablo Milanés”. Hoy día, esa carta piadosa le pasa dos facturas: si los anticastristas le reprochan el posesivo, por abyecto, sus ya virtuales excompañeros van a crucificarlo por la misma razón. A Fidel Castro no se le dice un año soy tuyo y al siguiente se busca independencia. ¿Cuándo se ha visto que la gente que se dice incondicional del dictador vaya por ahí expresando sus privados pareceres? Si de verdad lo son, y así les gusta ostentarlo, deberían entender que un incondicional, es decir un esbirro, lo es de pensamiento, palabra, obra y —esto es muy importante— omisión. Lo que el patrón no ve, no lo ve nadie. Es decir, nadie que se llame suyo.

Sabrá el demonio la cantidad de cartas que han sido interpretadas erróneamente por quienes cumplen órdenes de interceptarlas. Mala pata tendría quien se pasó de amable con un destinatario estigmatizado, o quien fue percibido como frío por un acomplejado poderoso. Y mal le irá también a todo aquel que intente distinguirse, si cada paso en esa dirección semejará un desplante de soberbia. Por eso sufre uno siempre que escribe cartas; o sufrirá más tarde, cuando llegue la cuenta. Nadie sabe la cantidad de borradores que se gasta uno en cierta carta difícil donde la cortesía jamás es suficiente y la sinceridad consiste en repetir unas cuantas fórmulas corrientes. Nadie sabe cuándo va arrepentirse por haber escogido el borrador erróneo. Nadie sabe lo que es llamarse Pablo y tener que escribirle a Fidel. Tu Fidel.