martes, diciembre 06, 2011

La historia del amor-(Sexenio-Puebla 29/11/11)

Se dice que el amor es el ingrediente principal en todas las historias contadas por el hombre.

El amor como motor del mundo.

El mundo como un todo amoroso.

El amor el ausente cuando nace una guerra.

No hay novela que no contenga una historia de amor.

No existe poema que no refleje un acto amoroso.

Se divulga que el mejor resumen de la Biblia es: amor al prójimo, al otro.

Algunos más, aseguran que se han invertido siglos para explicar cómo ama un hombre a una mujer y viceversa.

Todo ello hace pensar que hablar de amor es sencillo, que cualquiera podría responder con facilidad a la pregunta ¿por qué me amas? o ¿cómo sabes que me amas?; etc.

Lo anterior es la novela del amor, aquí los personajes son secundarios; lo que importa es rastrear al amor.

Más bien, a Cristina Rivera Garza le interesa saber por qué se puede describir al amor, cuando éste ha terminado y eso qué significa.

Amor como un sueño del que tarde o temprano se despertará.

Desear que nunca termine y misterio por saber cómo empezó todo, eso también es el amor.

Amor como un acto efectuado entre dos personas, dos desconocidos conocidos, y después -tal vez- sean dos conocidos desconocidos.

El amor como un juego de espejos, donde se refleja lo que quieres ver.

¿Y si el amor no existiera, si tan sólo fueran palabras?

¿Y si el amor sí existe, pero termina cuando busca explicarse?

¿Si el amor es todo lo anterior y el desamor también?

Lo anterior de Cristina Rivera Garza es una novela sorprendente, donde las palabras se vuelven el papel central. No hay novela de ella que no atrape, que no deje con la sensación de más cucharadas de ficción; pero también no hay novela de ella que no deje al lector con una sensación de locura.

Una novela de escepticismos donde no importan los nombres, ni el sexo; tan sólo interesa saber qué pasa con el amor.

El amor como protagonista de un presente (lo que se vive) o de un posible futuro (lo que se espera), que corre el riesgo de convertirse en pasado (lo anterior).

Hic sunt leones (Diario Milenio/Opinión 06/12/11)

Había ido al parque para ver las nubes. No lo hacía a menudo. De hecho, no lo hacía casi nunca y mucho menos entre semana. Pero atravesaba una de esas crisis veraniegas que lo dejan a uno con poca energía, muchas dudas, y ese característico sabor agridulce sobre la lengua. Sumido en un dilema sin nombre, sin rostro, me puse ropa de ejercicio para camuflagear mis verdaderas intenciones y, una vez en el parque, lo único que hice fue recostarme sobre el pasto, boca arriba. Las nubes eran de un blanco casi iridiscente a esa hora de la mañana.

-Son bonitas, ¿verdad? -me preguntó una muchacha de pantalón de mezclilla y camiseta holgada. Su interrupción me molestó. No había ido al parque para buscar compañía y mucho menos plática.

-Sí -le dije, cortante, dándole a entender que esa era mi última palabra. Ella no entendió el mensaje y, en lugar de seguirse de largo, se sentó a mi lado. Abrió su mochila de explorador y sacó una cajetilla de cigarros.

-No fumo -le informé cuando me ofreció uno de sus tabacos.

-Hace bien -comentó a la distraída-. ¿Cree que llueva hoy?

No le respondí lo que pasaba por mi mente y cerré los ojos. Así estuve largo rato, poniendo atención a los ruidos del tráfico y al murmullo lejano de gente caminando de prisa. Mientras tanto pensé en la oficina oscura donde pasaba gran parte de mis días garabateando números y memorándums. Luego, sin poder evitarlo, pensé en la mujer energética que había dejado nuestra cama matrimonial a tempranas horas, dispuesta a conquistar al mundo con la voz firme y sus pasos largos. No escuché ningún pájaro en el parque, ningún otro ruido animal. Sólo me decidí a abrir los ojos cuando supuse que la muchacha de la interrupción ya se había marchado.

-¡Pero si sigues aquí! -exclamé con sincera sorpresa cuando levanté los párpados.

-Pues dónde más iba a estar -me contestó como si de verdad no hubiera otro sitio en el mundo para ella. Después sonrió con un mohín amplio, ligero. Bajo un flequillo desigual, sus ojos negros me miraron abiertamente, con calma. La confianza de su gesto me asustó. Por un momento pensé en Miriam, la niña terca que Truman Capote inventó en uno de sus cuentos. ¿Qué tal si se pegaba a mi vida y ya nunca desaparecía? Me acordé también de las ladronzuelas urbanas que ciertas canciones de moda han inmortalizado, pero la muchacha no era tan hermosa ni tampoco parecía interesada en aventuras eróticas. Luego pensé en las lolitas de Hollywood, seguidas por las mujeres fatales y las vampiras. Un aire de amenaza nubló mi día. Fue entonces que quise escapar, pero el peso de mi cuerpo me mantuvo exactamente donde estaba: sobre el pasto, boca arriba, en posición de crucificado.

Ella se recostó junto a mí.

-Ésa parece un barco -dijo, señalando una nube con su cigarro encendido. No era cierto pero, inmovilizado por el miedo como me encontraba, no osé contradecirla.

-Y ésa, la de más allá, ¿la ve? Ésa tiene forma de león -continuó sin tomar en cuenta mi silencio. Para entonces ya había olvidado el dilema que me llevó al parque y una angustia nueva, diferente me invadió por completo. Hic sunt leones. La frase llegó entera a mi cerebro y ahí se deslizó con una lentitud pasmosa. En los mapas antiguos, recordé, esa oración indicaba territorios inexplorados.Terraincognita. Los ecos de las palabras juntas retumbaron dentro de mi cráneo. Con el ruido dentro de mi cuerpo, me volví a verla una vez más. La posición de su cuerpo, sus palabras, hasta el cigarrillo entre sus dedos parecía normal. Era sólo una muchacha, tal vez una estudiante con algo de tiempo extra o una desempleada sin mucha preocupación por el futuro. En cualquier caso, no había explicación racional para mi súbita inmovilidad y tampoco para el sudor frío que empezaba a cubrir mi frente. Un cosquilleo absurdo en mi mano derecha capturó mi atención y, cuando logré divisarla con el rabillo del ojo, me di cuenta que había una hilera de hormigas atravesándome como a una montaña en medio el camino, un obstáculo más. Entonces volví a cerrar los ojos deseando con toda el alma que la muchacha tan sólo fuera una alucinación, una de esas imágenes que aparecen y desaparecen sin dejar mayor huella. Deseando que el parque fuera imaginario. Deseando que lloviera.

-Tienes miedo ¿verdad? -me preguntó finalmente sin dejar de observar las nubes-. Es normal -añadió después de un rato de silencio.

-¿Qué es normal? -inquirí con voz malhumorada, ya dentro del terror. Era la primara vez que yo le preguntaba algo. Al mismo tiempo intentaba mover los brazos sin conseguirlo.

-Cuando la gente se vuelve loca, ya ves, así pasa -comentó como si se estuviera refiriendo a un resfriado-. Cada quien tiene su manera.

La observé una vez más y no volví a encontrar nada excéntrico en ella. Traté de decir algo gracioso o algo complejo, pero cuando abrí la boca sólo pude balbucear algo sin sentido.

-No te preocupes -insistió-. Es normal.

Me tocó el hombro derecho y me vio con una misericordia tibia y llana. Parecía que ella me entendía mejor que yo. Luego volvió la cara al cielo y empezó a incorporarse.

-Va a llover muy pronto hoy -aseguró. Traté de mover un brazo para detenerla pero no lo logré. Lo único que pude hacer fue seguirla con la mirada hasta que su cuerpo desapareció entre las frondas de los árboles. Volví a cerrar los ojos. Añoré como nunca antes el espacio oscuro de mi oficina, el hueco tibio dentro de la cama, la mujer de energías múltiples con quien la compartía. Las cosas que se habían quedado atrás, perdidas para siempre. Entonces una gota fría se deslizó por mi cuello. Hic sunt leones. Más al rato le siguió una tormenta sin rayos y sin truenos.

lunes, diciembre 05, 2011

Devuélvanme mi acento (Diario Milenio/Opinión 05/12/11)

Camino sin señales

Hasta donde recuerdo, revisé tantas veces aquel primer artículo que me sentía tranquilo frente al ojo del jefe de redacción. Encontraría tal vez algún vicio sintáctico, pero nunca una falta de ortografía, me jacté mientras lo miraba recorrer cada línea sin levantar el lápiz, hasta que se detuvo en la palabra fue. Decía “fué”, que es como había yo aprendido a escribirla, pero mi corrector fue despiadado. “Esa ya sólo la acentúan los viejitos”, me hizo un guiño sonriente y tachó para siempre aquel acento, pues desde esa ocasión nunca más volví a usarlo. Es cierto que al principio me daba la impresión de que faltaba énfasis, cual si el “fue” sin acento pareciese menos definitivo, pero al cabo de algunos cuantos usos el acento perdido se reveló como era: superfluo y redundante. No caben dos sentidos en la palabra fue, ni el acento prosódico cae en lau. Y lo mismo sucede con fui: el acento en la i le va como un bombín encima de la cachucha.

No soy especialista, sino usuario frecuente. Como todos los niños, detesté los acentos mientras no supe cómo y dónde ponerlos. Parecía muy difícil, al principio, tanto que más de uno contrajo esa costumbre gañanesca de escribir solamente con mayúsculas, y que equivale a hablar a grito pelado, pero conforme el idioma fue requiriendo de usos más sofisticados descubrimos que aquellos tildes quisquillosos brindaban un servicio inigualable a la hora de emplear palabras nuevas o leer en voz alta, por ejemplo, pues fungían como señalamientos providenciales a la hora de pronunciar y enfatizar. Por más que uno conozca las palabras en sus varios sentidos y crea tener un cerebro veloz para desentrañar los entuertos verbales, un texto en español que no contiene acentos se parece a un camino rico en bifurcaciones pero vacío de señalamientos. Quien no conozca de antemano esas líneas y pretenda leerlas en voz alta sin un previo repaso, estará condenado a tropezar indefinidamente.

El tilde rescatista

Se equivoca quien piensa que el acento es algo así como una exquisitez francamente opcional, cuando su uso no es menos necesario que el de los barandales en las escaleras o los estribos en los autobuses. Cierto que es un recurso algo elegante, pero asimismo cumple una función social, pues garantiza a quien sabe leer que sabrá pronunciar, por el mismo boleto. Si al aprender inglés uno comete cientos de errores vergonzosos en la pronunciación (¿alguien se ha dado cuenta, por ejemplo, del favor que le haría un acento en la o a la palabra orchestra?), el español se vale de diéresis y acentos para evitarnos tales papelones. Gracias a ellos, la ignorancia se transparenta menos, y de pronto con ella la extranjería, que a los ojos del discriminador equivale al pecado original. ¿Y no es cierto, además, que basta con saber poner el énfasis en algunos acentos para que la lectura monótona y tediosa se transforme en arenga, confesión, juramento, súplica, amenaza, declaración, sarcasmo, sugerencia, exigencia? ¿No define el acento la música del texto?

Hoy, no obstante, de todos los acentos me preocupa sólo uno. Y me preocupa tanto porque aquí mismo, en la línea anterior, habría dado igual escribir “solo uno”. Peor todavía, ese acento esencial que hace la diferencia entre la soledad y la unicidad es hoy día un señalado anacronismo, además de una falta de ortografía. Semana tras semana, en este mismo espacio, tengo que decidir entre escribir de acuerdo a mis necesidades y las de la gramática vigente, nada más se me ofrece usar esa palabra: sólo. Envidio de repente a los angloparlantes que tan bien se la llevan con el only y el lonely, que serán más corrientes pero al menos no tienen nada que perder. Regatearle el acento a la palabra “sólo” es lanzarla desnuda a los dominios de la ambigüedad. Nunca será lo mismo decir que Perengano llega únicamente por la noche que afirmar que ha llegado a solas por la noche, pero si para ello contamos nada más con la palabra solo y no existe un acento para ayudarnos, lo probable es que gane la confusión. ¿Que debe uno entender, así las cosas, cuando escucha que Perengano llega solo por la noche? ¿Parecería extraño si además nos dijeran que viene en compañía de su familia, o que piensa quedarse una semana? ¿Y qué decir de aquél que afirma que “hablará solo por esta ocasión”? ¿Nadie tiene un acento que le rescate del malentendido?

Only me

“Solo” es sólo un ejemplo del absurdo. O también, si se quiere, un solo ejemplo. Parecería lo mismo, pero es tan diferente como dos mismas notas en escalas vecinas. Cambia el matiz, y con él la intención. La falta del acento le resta claridad a la idea, de forma que al final de la oración el flujo se interrumpe para hacer deducciones apresuradas: ocurrencia fatal cuando se lee en voz alta buscando alguna cierta entonación dramática, y la falta de algún acento indispensable provoca una lectura accidentada que rompe abruptamente con el hechizo. Y todo porque no hubo cerca un viejito aferrado que plantara el acento donde más falta hacía.

No ignoro que estas líneas tienen perdido el juicio de antemano. Si hasta hoy he conseguido que algunos de mis textos lleguen hasta la imprenta infiltrados de al menos uno de esos acentos polizontes, más temprano que tarde se multiplicarán las manos y las máquinas resueltas a sacarme a empujones de mi necedad. Una cosa, no obstante, es verse despojado arbitrariamente de una función vital y otra muy diferente callar y obedecer. Como usuario frecuente del idioma español, tiendo a abusar de términos como ese “sólo” que hoy se mira tan solo sin el acento que le daba carácter, y es así que me opongo a la barbarie de dispensar lo que es indispensable, por más que haya quien piense que un entuerto como éste cabría sólo en un asilo para ancianos. Sólo, he dicho, por más que esté mal dicho. Y si efectivamente llego a anciano, me recrearé pensando que me he quedado solo con mi acento, pues nadie más lo pone. Sólo yo.