martes, diciembre 06, 2011

Hic sunt leones (Diario Milenio/Opinión 06/12/11)

Había ido al parque para ver las nubes. No lo hacía a menudo. De hecho, no lo hacía casi nunca y mucho menos entre semana. Pero atravesaba una de esas crisis veraniegas que lo dejan a uno con poca energía, muchas dudas, y ese característico sabor agridulce sobre la lengua. Sumido en un dilema sin nombre, sin rostro, me puse ropa de ejercicio para camuflagear mis verdaderas intenciones y, una vez en el parque, lo único que hice fue recostarme sobre el pasto, boca arriba. Las nubes eran de un blanco casi iridiscente a esa hora de la mañana.

-Son bonitas, ¿verdad? -me preguntó una muchacha de pantalón de mezclilla y camiseta holgada. Su interrupción me molestó. No había ido al parque para buscar compañía y mucho menos plática.

-Sí -le dije, cortante, dándole a entender que esa era mi última palabra. Ella no entendió el mensaje y, en lugar de seguirse de largo, se sentó a mi lado. Abrió su mochila de explorador y sacó una cajetilla de cigarros.

-No fumo -le informé cuando me ofreció uno de sus tabacos.

-Hace bien -comentó a la distraída-. ¿Cree que llueva hoy?

No le respondí lo que pasaba por mi mente y cerré los ojos. Así estuve largo rato, poniendo atención a los ruidos del tráfico y al murmullo lejano de gente caminando de prisa. Mientras tanto pensé en la oficina oscura donde pasaba gran parte de mis días garabateando números y memorándums. Luego, sin poder evitarlo, pensé en la mujer energética que había dejado nuestra cama matrimonial a tempranas horas, dispuesta a conquistar al mundo con la voz firme y sus pasos largos. No escuché ningún pájaro en el parque, ningún otro ruido animal. Sólo me decidí a abrir los ojos cuando supuse que la muchacha de la interrupción ya se había marchado.

-¡Pero si sigues aquí! -exclamé con sincera sorpresa cuando levanté los párpados.

-Pues dónde más iba a estar -me contestó como si de verdad no hubiera otro sitio en el mundo para ella. Después sonrió con un mohín amplio, ligero. Bajo un flequillo desigual, sus ojos negros me miraron abiertamente, con calma. La confianza de su gesto me asustó. Por un momento pensé en Miriam, la niña terca que Truman Capote inventó en uno de sus cuentos. ¿Qué tal si se pegaba a mi vida y ya nunca desaparecía? Me acordé también de las ladronzuelas urbanas que ciertas canciones de moda han inmortalizado, pero la muchacha no era tan hermosa ni tampoco parecía interesada en aventuras eróticas. Luego pensé en las lolitas de Hollywood, seguidas por las mujeres fatales y las vampiras. Un aire de amenaza nubló mi día. Fue entonces que quise escapar, pero el peso de mi cuerpo me mantuvo exactamente donde estaba: sobre el pasto, boca arriba, en posición de crucificado.

Ella se recostó junto a mí.

-Ésa parece un barco -dijo, señalando una nube con su cigarro encendido. No era cierto pero, inmovilizado por el miedo como me encontraba, no osé contradecirla.

-Y ésa, la de más allá, ¿la ve? Ésa tiene forma de león -continuó sin tomar en cuenta mi silencio. Para entonces ya había olvidado el dilema que me llevó al parque y una angustia nueva, diferente me invadió por completo. Hic sunt leones. La frase llegó entera a mi cerebro y ahí se deslizó con una lentitud pasmosa. En los mapas antiguos, recordé, esa oración indicaba territorios inexplorados.Terraincognita. Los ecos de las palabras juntas retumbaron dentro de mi cráneo. Con el ruido dentro de mi cuerpo, me volví a verla una vez más. La posición de su cuerpo, sus palabras, hasta el cigarrillo entre sus dedos parecía normal. Era sólo una muchacha, tal vez una estudiante con algo de tiempo extra o una desempleada sin mucha preocupación por el futuro. En cualquier caso, no había explicación racional para mi súbita inmovilidad y tampoco para el sudor frío que empezaba a cubrir mi frente. Un cosquilleo absurdo en mi mano derecha capturó mi atención y, cuando logré divisarla con el rabillo del ojo, me di cuenta que había una hilera de hormigas atravesándome como a una montaña en medio el camino, un obstáculo más. Entonces volví a cerrar los ojos deseando con toda el alma que la muchacha tan sólo fuera una alucinación, una de esas imágenes que aparecen y desaparecen sin dejar mayor huella. Deseando que el parque fuera imaginario. Deseando que lloviera.

-Tienes miedo ¿verdad? -me preguntó finalmente sin dejar de observar las nubes-. Es normal -añadió después de un rato de silencio.

-¿Qué es normal? -inquirí con voz malhumorada, ya dentro del terror. Era la primara vez que yo le preguntaba algo. Al mismo tiempo intentaba mover los brazos sin conseguirlo.

-Cuando la gente se vuelve loca, ya ves, así pasa -comentó como si se estuviera refiriendo a un resfriado-. Cada quien tiene su manera.

La observé una vez más y no volví a encontrar nada excéntrico en ella. Traté de decir algo gracioso o algo complejo, pero cuando abrí la boca sólo pude balbucear algo sin sentido.

-No te preocupes -insistió-. Es normal.

Me tocó el hombro derecho y me vio con una misericordia tibia y llana. Parecía que ella me entendía mejor que yo. Luego volvió la cara al cielo y empezó a incorporarse.

-Va a llover muy pronto hoy -aseguró. Traté de mover un brazo para detenerla pero no lo logré. Lo único que pude hacer fue seguirla con la mirada hasta que su cuerpo desapareció entre las frondas de los árboles. Volví a cerrar los ojos. Añoré como nunca antes el espacio oscuro de mi oficina, el hueco tibio dentro de la cama, la mujer de energías múltiples con quien la compartía. Las cosas que se habían quedado atrás, perdidas para siempre. Entonces una gota fría se deslizó por mi cuello. Hic sunt leones. Más al rato le siguió una tormenta sin rayos y sin truenos.

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