miércoles, noviembre 21, 2012

¿Un nuevo “boom” llamado crónica?-(Sexenio-Puebla 22/10/12)


En el mundo editorial existen diversas antologías de cuento, poesía, novela y ensayo. Las antologías –cuando son buenas- agrupan la visión que el editor o compilador tiene sobre determinado género literario, dicho de otra forma, una antología ofrece una propuesta estética de cómo acercarse a cierto género. Sin embargo, las antologías pueden convertirse en un conglomerado de intereses literarios/políticos. Algunos afirman, que tanto las revistas como las antologías sirven para comprobar quiénes son tus plumas amigas.

Recientemente Alfaguara ha publicado Antología de crónica latinoamericana actual, editada por Darío Jaramillo Argudelo. Extensa en su tamaño y muy bien cuidada en su contenido y propuesta.

Antes de dar entrada a la lectura de las crónicas reunidas, Jaramillo Argudelo escribe una introducción más que necesaria sobre la historia y la evolución de la crónica desde el punto de vista periodístico y literario. A lo largo de estas líneas, Jaramillo Argudelo no duda en afirmar que Tomás Eloy Martínez, García Márquez, Monsiváis y Poniatowska son los “padres-madres” de la crónica latinoamericana.  A nivel internacional considera a escritores de la talla de: Capote, Mailer y Wolfe como parte de los cimientos de la actual crónica latinoamericana. Y recurre a algunos de los escritores nombrados para dar una definición cercana al objetivo estético de esta antología. Una que vez explica el cómo, cuándo y por qué de la crónica latinoamericana; Jaramillo Argudelo ofrece la radiografía de esta antología; donde explica, argumenta y justifica la razón por la cual están incluidos y excluidos ciertos escritores, así como la división temática que le dio a la misma.

Los temas de las crónicas son variopintos, aquí Carlos Monsiváis, Lydia Cacho, Borges, Pavese, Sabines, Gloria Trevi, The Rolling Stones, Gardel, Bob Dylan, la lucha libre, el fútbol o tipos comunes son protagonistas de las crónicas reunidas. Y Martín Caparrós, Juan Villoro, Fabrizio Mejía Madrid, Alejandro Almazán, Alejandro Zambra, Leila Guerriero, Sabina Berman, Laura Castellanos, Gabriela Wiener, entre otros, son los escritores convocados por Jaramillo Argudelo. Chile, Colombia, México, Argentina, Venezuela, Uruguay, Perú y Colombia son parte de los países representados.

Una antología precisa para acercarse de forma adecuada al género de la crónica -que asegura Jaramillo Argudelo-, está por convertirse en el nuevo boom de la literatura latinoamericana.

Las crónicas aquí reunidas no sólo harán pasar un rato entretenido al lector, también ofrecen la visión que los latinoamericanos tenemos del mundo y nuestro entorno.

miércoles, noviembre 14, 2012

Los signos del aquí (Diario Milenio/Opinión 13/11/12)


En ocasión de un célebre ensayo sobre la obra de Alberto Giacometti, el escritor francés Jean Genet sostenía que una verdadera obra de arte tendría por fuerza que ser dirigida a los muertos. Si el trabajo del escultor o del escritor había logrado avizorar o asomarse apenas a la soledad de los seres y de las cosas, esa “realeza secreta, esa incomunicabilidad profunda pero conocimiento más o menos obscuro de una inatacable singularidad”, entonces su fin no podía ser el pasado y ni siquiera el futuro. Mucho menos la posteridad. El trabajo artístico no se desliza en dirección, luego entonces, de las generaciones venideras, a las que Genet llama “las generaciones infantiles”, sino hacia al infinito pueblo de los muertos que, aguardando en su tranquila ribera reconocerán, o no, esos signos del aquí que constituyen las verdaderas obras. Le parecía, pues, al escritor que canonizara Jean-Paul Sartre en su monumental Saint Genet, que, para alcanzar su esplendor más amplio, para extenderse hasta sus “más grandiosas proporciones” una obra tendría que “descender los milenios, unirse si le es posible a la inmemorial noche poblada de muertos que van a reconocerse en esta obra”.1
Nada podría sonar más adecuado en el crepúsculo horrísono de la necropolítica, pero ¿puede en realidad traducirse cabalmente a través del tiempo y del espacio la propuesta estética de Jean Genet? ¿Qué quería decir dirigirse “al gran pueblo de los muertos” en 1957, fecha de publicación del ensayo, desde los terrenos de Europa, y qué quiere decir ahora, a inicios de la segunda década del nuevo siglo, para una tierra sembrada de fosas y sitiada por el horror cotidiano? ¿Hablamos de hecho, el ladrón santo de mediados del siglo XX y los aterrados de hoy, de los mismos muertos?
Genet inicia ese ensayo que Picasso llegaría a considerar como uno de los mejores escritos sobre artista alguno con una reflexión alrededor de la nostalgia por un universo en el que, desnudos de sí, los seres humanos pudiéramos descubrir, “en nosotros mismos, ese lugar secreto a partir del que hubiera sido posible una aventura humana distinta”.2 Una aventura que, por cierto, Genet consideraba también una aventura moral. En ese mundo, el arte lograría su cometido último: “liberar el objeto o al ser elegido de sus apariencias utilitarias”, retirándolo, por decirlo de otro modo, de la circulación de las mercancías que organiza el capital. Solo así, solo de esa manera, lograría el arte “descubrir esa herida secreta de cualquier ser e, incluso, de cualquier cosa, para que los ilumine”.3 Esa herida vital, esa herida que nos determina como especie, es la soledad: el lugar secreto, el refugio, lo que resta de incomunicabilidad y, por lo tanto, lo que contradice la transacción o el comercio barato de lo utilitario.
Para adentrarse pues en el dominio de los muertos, para “rezumar a través de los porosos muros del reino de las sombras”, era preciso primero, de acuerdo con Genet, utilizar el escalpelo de la soledad propia para dirigir la atención a algo o alguien con el fin de separarlo del mundo, impidiendo así que eso, ese algo o ese alguien, ese fenómeno, se confundiera con las cosas del mundo o se evadiera “en significados cada vez más difusos”. La atención estética, que parte de y multiplica a su vez la soledad de la atención creativa, debe “negarse,” aseguró Genet, “a ser histórica”. La experiencia estética privilegia, o debería privilegiar en todo caso, la discontinuidad y no la continuidad. Por eso decía Genet que cada objeto, cada pieza de arte, y aquí podría incluirse con cierta deliberación a la realidad del libro, “crea su espacio infinito”. La operación del arte, que es un momento de reconocimiento, es también, acaso sobre todo, un momento de restitución. La soledad original, esa “nobleza real”, nos es restituida y nosotros, que la miramos, para percibirla y ser conmovidos por ella debemos tener una experiencia del espacio, no de su continuidad [de su historicidad] sino de su discontinuidad [de su infinitud]”.4 A esa infinitud le pertenece, sin duda, el reino de los muertos. Los pueblos de los muertos son, en otras palabras, esa infinitud.
Cuenta Genet que en una de sus visitas al taller de Giacometti, el escultor le comentó de su deseo de modelar una estatua solo para tener el gusto o el privilegio de enterrarla. Lo que llamó la atención del autor de novelas paradigmáticas de mediados del XX en las que la materialidad del lenguaje, siendo irreductible, juega tal vez el papel principal, fue que Giacometti no deseaba que las estatuas enterradas fueran descubiertas, ni en ese momento ni después, cuando ni él ni su nombre permanecieran ya más sobre la tierra. La pregunta de Genet, consecuentemente, fue ésta: “¿Era enterrarla ofrecérsela a los muertos?”
Los muertos de Genet, lo dice él en el mismo ensayo, “nunca han estado vivos” o, al contrario, “lo estuvieron bastante para que se olvide, y para que su vida tuviera la función de hacerles pasar a esa tranquila ribera donde aguardan un signo —procedente del aquí— y que ellos reconocen”. No constituyen un concepto abstracto, pero sí son infinitos. No son históricos en sentido estricto, pero, si son una eternidad, son una eternidad que pasa. Son difuntos, en efecto, pero de sus reacciones dependen tradiciones enteras de operaciones artísticas. En todo caso, en ellos estriba, en su reconocimiento y en su aceptación, que la obra alcance sus límites más extremos, esos donde la comunicabilidad y lo utilitario no pesan ya más, esos donde la materialidad de la obra en sí reina imperturbable. ¿Cuál es ese signo? ¿Cómo podemos estar seguros de que presenciamos, frente a una obra que no es otra cosa más que una ofrenda, su trayecto de ida (¿fuga?) hacia y de regreso del innumerable pueblo de los muertos? Acaso no haya otro signo sino la conmoción que provoca una soledad en otra. Ese eco. Una reverberación. Lo decía así Genet de Giacometti: “un arte de vagabundos superiores, tan puros que lo que podría unirlos sería un reconocimiento de la soledad de cualquier ser y cualquier objeto”.5
1Jean Genet, “El taller de Giacometti”, p. 35.
2Jean Genet, p. 33.
3Jean Genet, p. 34.
4Jean Genet, p. 39.
5Jean Genet, p. 62.

martes, noviembre 13, 2012

Para culpable, la víctima (Diario Milenio/Opinión 12/11/12)


Soy inocente!”, insistía, meneando la cabeza, aquel convicto por homicidio doloso que un domingo accedió a contarme su tragedia en el patio del Reclusorio Sur. “La culpa no fue mía, sino de mi compadre”, lamentaba, con la seguridad que da contar la misma historia por enésima vez. Se hicieron de palabras, según él, hasta que no quedó mejor remedio que pasar a las manos, y en su caso al cuchillo.
Una vez malherido, el compadre tardó tres largas horas en estirar la pata. No obstante, el del puñal tenía su explicación. Él había ido a la escuela, sabía de qué lado estaba el corazón. Con esa asesoría, le encajó el sacabuches al incauto justo arriba de la tetilla derecha. Y el compadre, por pura mala fe, no fue a ver al doctor y se murió. Ganas de joder, claro. Ya podía imaginarse al hoy occiso paladeando la miel de la venganza mientras agonizaba sin remedio. Por eso le explicaba a quien quisiera oírlo que estaba allí encerrado nada más que por culpa del malvado difunto.
Debí entonces hacer un esfuerzo por no dejar salir la carcajada, toda vez que el matón infortunado llevaba ya siete años en el tanque y le faltaba una docena más. No había en sus palabras una pizca de broma, ni siquiera de duda: estaba convencido de que la verdadera víctima era él, por estrambótico que pudiera sonar. Pensaría, quizás, que incluso la coartada más extravagante puede no parecerlo, y hasta dejar de serlo, si es que uno la repite con el enfado y la honda convicción que suelen merecer los grandes atropellos.
Aún si suena absurda y mueve a risa, la justificación del prudente asesino está lejos de ser original, y hasta puede que peque de ordinaria. Se diría que es la excusa de un niño, pero he aquí que son legión los energúmenos que en plena edad adulta esgrimen argumentos similares. Los vemos agredir con antorchas y palos, protegidos por prácticos pasamontañas y escudados en raras sinrazones, a quienes se resisten a pensar igual que ellos. Esto es, a no pensar, pues ven con malos ojos y de hecho estigmatizan a todo aquel que ose privilegiar el raciocinio sobre la obediencia.
Por risible que suene, alegan que sus medios son pacíficos, aun si detrás de sí acostumbran dejar destrozos, heridos y hasta incendios. Se dicen asimismo progresistas, por más que sus consignas luzcan envejecidas y conservadoras. Exigen apertura y transparencia en los demás, pero como se saben dueños de la razón no se ven obligados a cumplir con las mismas exigencias. Y cuando llega la hora de inculpar, no les tiembla la mano para responsabilizar de cuanto hacen, y en especial de cuanto van a hacer, a quienes no se pliegan a sus demandas. Y si acaso te atinan un ladrillo en la crisma, dirán que es culpa tuya por no agacharte a tiempo.
Cierto es que no son gente de su tiempo. Según ellos, el mundo no ha cambiado en medio siglo. Viven aún bajo una dictadura y jamás conocieron la democracia, pues en opinión suya ésta consiste en darles el poder y rendirse a su santa voluntad. ¿O no es cierto que hay un tufo de cirios en la obediencia ciega y borreguil al pensamiento único que los inflama? ¿Es en verdad distinta esta especie de “progresismo” chato y arbitrario del autoritarismo que jura combatir? ¿Quién va a ser el experto que encuentre diferencias sustanciales entre estos agresores y los tradicionales represores?
Sobra decir que son del todo impunes. Si por casualidad van a dar a la cárcel, les basta esa bandera para gritarse víctimas y convocar al resto de sus valedores a prender fuego al mundo, si es preciso, con tal de hacer valer su inmunidad. Una cosa es que suelan delinquir, y otra que sean vulgares delincuentes. Hasta en el tambo hay clases, ya se sabe, y como pasa que ellos tienen La Razón, se entiende que sean unos privilegiados: más tardan en calzarse el uniforme que en volver a la calle desafiantes, orondos, entre consignas fáciles y vítores gratuitos.
“¡Soy inocente!”, clama el agresor y toca al agredido correr a esconderse. ¿O es que a alguien le preocupa la suerte de la víctima, si es que ésta no tenía de su lado las razones históricas correspondientes? ¿Quién va a dar un centavo por ese policía descalabrado cuya sola presencia, según los agresores, era ya una agresión? Si he de elegir, me quedo con el hombre que mató a su compadre. Cuando menos él no era privilegiado, ni militaba en una pandilla redentora, ni hacía suyas las armas de los cobardes.

jueves, noviembre 08, 2012

Los archivos eufóricos (Diario Milenio/Opinión 06/11/12)


En una secuencia sin duda intrigante de The Dark Knight Rises, la reciente película de Christopher Nolan, Gatúbela, la heroína del mal, se enfrenta al mal de archivo. Su principal problema consiste en no poder borrar su pasado. Las huellas de su experiencia, en efecto, la persiguen. Literalmente. Puesto que lo que busca afanosamente es un programa electrónico capaz de suprimir sus propias trazas, es de suponerse que su pasado ha quedado inscrito en un archivo abierto al público sin restricción alguna. Todos los ojos que puedan mirarlo, lo verán. El registro de su vida ha saltado, pues, del coto privado del recuerdo personal, al dominio público de la memoria. El archivo, lo señalaba bien Jacques Derrida, implica sobre todo una domiciliación, la designación de un espacio institucional donde “la ley y la seguridad se cruzan con el privilegio”. Un archivo consigna, es decir, reúne signos. “La consignación”, aseguraba Derrida en su clásico texto sobre el archivo moderno, “tiende a coordinar un solo corpus en un sistema o una sincronía en la que todos los elementos articulan la unidad de una configuración ideal”.1 Lo que la vida disgrega, centrífuga; el archivo, congrega. Centrípeto.
Pero “la archivación produce, tanto como registra, el acontecimiento”, añadía Derrida. “Más trivialmente: no se vive de la misma manera lo que ya no se archiva de la misma manera. El sentido archivable se deja asimismo, y por adelantado, co-determinar por la estructura archivante”. Gatúbela no buscaba, en este sentido, un caudal de papeles amarillentos cubiertos de polvo pertenecientes a algún archivo real. Más bien, lo que ella quería destruir eran los registros electrónicos de esos otros archivos desligados de los quehaceres de almacenaje del Estado, aunque resguardados por las empresas privadas que se han ido apoderando poco a poco del ciberespacio.
Tomando en cuenta que la película de Nolan es de 2012, ¿en cuántos lugares pudo haber quedado domiciliada la experiencia vital de Gatúbela? Además de los registros civiles donde se guardan los datos de identificación básica —nombre, fecha y lugar de nacimiento, domicilio— es del todo imaginable que la vida de una criminal como Gatúbela formara también parte de los archivos penales del Estado. No sería extraño, asimismo, que una chica joven del siglo XXI mantuviera una bitácora electrónica o una página de Facebook o, incluso, su propia cuenta de Twitter. El exceso de inscripciones facilitaría, en ese caso, seguir sus huellas en el ciberespacio. ¿Cuántas misivas electrónicas habría mandado a lo largo de su vida? Independientemente del número y de los destinatarios, todos sus e-mails son presas también de ese “ámbito artificial creado por medios informáticos”. Se vivía, solía decirse antes privilegiando el momento oral de la memoria, para contarla. Se vive, sería del todo factible decir ahora, para inscribirla. Para archivarla. Para producirla como acontecimiento archivable.
Zona por mucho tiempo consagrada a la atención de los especialistas, sobre todo historiadores pero también bibliotecarios, los archivos han encontrado también lectores privilegiados entre los escritores más diversos. En Le futur antérieur de l ´archive, Nathalie Piégay-Gros analiza, por ejemplo, las múltiples maneras en que el archivo “se implanta en la ficción”. En un análisis que va de Sebald a Claude Simon, pasando por Pierre Michon y Annie Ernaux, Piégay-Gros señala la proliferación del archivo en la vida moderna, especialmente de los archivos minúsculos de la pequeña memoria, de los archivos faltantes y en falta de las vidas desordenadas, del archivo irrelevante de la experiencia de todos los días. Al apropiarse de los archivos, argumenta, “la literatura modifica también las representaciones y las condiciones del proceso de archivación”.2
Aunque se señala con frecuencia al historiador como el responsable detrás de una idea totalizante y homogénea del material de archivo, no pocos escritores han contribuido a ella. Los practicantes de la así llamada novela histórica, aquellos que a menudo ocultan el trabajo de la búsqueda y el hallazgo al interior de los archivos, convirtiéndolos así en archivos fantasmas, suelen limar las asperezas propias del documento histórico, normalizándolo a lo largo de narrativas casi siempre lineales o introduciéndolo como un elemento más de la trama. Aunque interesados en las entretelas del poder, estos libros permanecen dentro de la órbita de esa diminuta elite de los que escribieron memorias o firmaron documentos oficiales. Las tantas novelas sobre dictadores, presidentes (mancos o no), las mujeres de los presidentes, líderes rebeldes o carismáticos, o mafiosos acaudalados, pertenecen todas sin duda a este rubro.
Poco a poco, sin embargo, a medida que los objetivos y métodos de la historia social —una historia, esencialmente, desde abajo— expande su área de influencia, más y más escritores parecen dispuestos a incorporar el archivo, materialmente, en la estructura misma de sus libros. Emulando en este sentido el muy relevante papel del archivo en las artes plásticas, donde ha pasado de ser un mero sistema de registro para convertirse en una obra en sí misma, algunos escritores no solo buscan la anécdota interesante o anómala, sino, sobre todo, la estructura porosa, incompleta, lagunar, frágil del archivo en la escritura de sus novelas y/o poemas. El archivo, así, no da pie a la novela; la novela, en cambio, aspira a encarnar las vicisitudes del sistema de registro mismo, eso a lo que Derrida llamaba con razón el momento político de la archivación como productora de acontecimientos. Lejos de ser el momento anterior a la novela, fungiendo como un aval didáctico o de prestigio de la misma, el archivo es, en estos trabajos de ficción documental, su presente o, como lo discute Piégay-Gros, su futuro anterior. La vida de una Gatúbela que huye de su pasado quedaría sin duda mejor, en todo caso, dentro de esas estructuras móviles, interrumpidas, atravesadas, vertiginosas que tan bien emulan a los archivos eufóricos del presente digital.
1Jacques Derrida, El mal de archivo. Una impresión freudiana (edición digital de Derrida en castellano, http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/mal+de+archivo.htm, traducción de Paco Vidarte).

2Nathalie Piégay-Gros, Le futur antérieur de l´archive, (Québec: Tangence éditeur, 2012), 20.

martes, noviembre 06, 2012

Al déspota querido (Diario Milenio/Opinión 05/11/12)


Todos tenemos un tirano favorito. Ya sea porque pensamos que sus fines son buenos y encomiables, o porque no creemos que sea tan tirano como se dice, o porque nos parece que ha hecho más bien que mal. Algunos de ellos son indefendibles, y entonces elegimos no atacarlos, o pasarlos por alto siempre que hablamos pestes de los tiranos en verdad malos. Por eso nos molesta cuando se les compara y equipara, pues nos gusta creer que unos son más humanos que los otros, o al menos algohumanos. Reconforta saber que un déspota intratable tiene por ahí alguna debilidad sentimental, una deriva bohemia, un resabio de extraviada ternura que le permita a uno empatizar con él por un instante.
Entre las diferentes acepciones del término tiranía, el diccionario marca una diferencia entre personas y pasiones. Un afecto tiránico bien puede ser tan abusivo como indispensable. Perdona uno, y de hecho celebra, que el ardor amoroso le domine el ánimo, e inclusive le arrastre elentendimiento (según el diccionario, eso es precisamente lo que hacen las pasiones tiránicas), si ello es prueba fehaciente de que está estrepitosamente vivo. Por más que la cabeza refunfuñe contra el yugo tenaz del sentimiento, éste es rico en amparos y salvoconductos, de forma que la suya suele ser una dulce tiranía. Si Amor es quien gobierna, cabe la vanidad de ser un oficioso colaboracionista y sobornar con creces al entendimiento (y comprender entonces nada más que lo que a uno se le antoja, si es para eso que tiene su corazoncito: ese déspota heroico). Tristemente, no obstante, el tema es otro.
No es de extrañar que hasta el peor de los sátrapas conserve la ilusión de ser un buen tirano, si tal apreciación tiene su nido allá en los territorios del afecto, donde uno se permite repartirlo de acuerdo a su capricho y las corazonadas son siempre datos duros. Por otra parte, el de los dictadores dista de ser un gremio generoso: no tardan unos y otros en recelar de sus demás colegas, y a menudo se enfrascan en contiendas que nos invitan a tomar partido. ¿De qué lado está uno, en esos casos? He ahí la conveniencia de los tiranos buenos: la conciencia jamás duerme tranquila cuando debe elegir entre dos miserables equivalentes; tiene que haber el peor y el preferible, nada hay más sospechoso en estos temas que la neutralidad.
Un par de días atrás, pude ver un video espeluznante donde varios soldados del gobierno sirio son arremolinados en el suelo por sus captores, un puñado de combatientes opuestos al dictador Bachar El Assad. Se les ve atribulados, implorando perdón, hasta que sus verdugos los rellenan de plomo como quien extermina una plaga. Cierto es que el heredero de Hafez El Assad se ha distinguido como aliado de terroristas y criminal de guerra, pero en vista del celo carnicero imperante hace falta el concurso de un adivino para saber en cuál de ambos equipos juega eltirano bueno. Un curioso papel que treinta años atrás desempeñaba Osama Bin Laden: para asignarlo no hace falta sino la percepción de que el mal absoluto está del otro lado y vale aliarse al mismo Satanás antes que tolerar su prevalencia.
Como la mayoría de los niños, crecí admirando a los tiranos buenos. No otra cosa eran Batman, Supermán y los otros cuyos superpoderes alcanzaban incluso para discriminar entre buenos y malos. Desde entonces, no consigo evitar la expectativa histérica de que un tirano bueno venga y lo arregle todo a su manera. Luego, si me descuido, lo reconoceré en el primer vivales que levante la voz contra una tiranía que me repugna, y hasta imaginaré su figura hecha estatua.
No es posible evitar que los tiranos tengan sus estatuas, si como ya hemos visto los hay buenos y malos, y esto se determina de estricto contentillo. Si se me concedieran poderes tiránicos, ordenaría que todos los dictadores tuvieran una estatua a su medida, pero no para ser homenajeados, como para invitar a la ciudadanía a expresar su opinión en ese perímetro. Si la tumba de Wilde está cubierta de huellas de besos, ¿por qué no concedernos la oportunidad de escupir en la estatua de Victoriano Huerta?
No es tan extraño, al fin, que un notorio tirano estalinista tenga su estatua en pleno Bosque de Chapultepec, a unos pasos de la de Mahatma Gandhi, como que al día de hoy ésta no luzca igual que un baño público desatendido. ¿Dónde está la opinión de la ciudadanía? Es probable que entre los responsables de la edificación haya más de un creyente en los tiranos buenos, pero si me preguntan considero a esa estatua ni más ni menos que una escupidera. Ya habrá de sernos útil, si la dejan allí.

miércoles, octubre 31, 2012

Cadáveres textuales (Diario Milenio/Opinión 30/10/12)


Ha sido muy común referirse a la parte más importante de un escrito, o la más voluminosa en todo caso, como al cuerpo textual. Conectado a una variedad de apéndices, tales como el encabezado o los pies de página, y estructurado a través de párrafos o secciones más amplias, como los capítulos, se entendía que ese cuerpo era una especie de organismo con un funcionamiento interno propio y una conexión ya implícita o explícita con otros de su misma especie. Un organismo se define, después de todo, por su capacidad de intercambiar materia y energía con su entorno. Avalado por la conexión estable a una autoría específica, el organismo del que hablábamos cuando hablábamos del cuerpo textual era, en todo caso, un organismo vivo. Así, no pocos escritores, tanto hombres como mujeres, se acostumbraron a describir el proceso creativo como un tiempo de gestación y, a la publicación de una obra, como un parto. El cuerpo textual que era ya de por sí un organismo era, también y sobre todo, un ser vivo. Nadie daba a luz difuntos. O nadie aceptaba que lo hacía.
Las condiciones establecidas por las máquinas de guerra de la necropolítica contemporánea han roto, por fuerza, la equivalencia que unía al cuerpo textual con la vida. Un organismo no siempre es un ser vivo. Es más: en tanto ser vivo, a un organismo lo define, argumentaba bien Adriana Cavarero, el estado de vulnerabilidad de lo que siempre está a punto de morir. En circunstancias de violencia extrema, como por ejemplo en contextos de tortura, las argucias del necropoder logran transformar la natural vulnerabilidad del sujeto en un estado inerme que limita dramáticamente su quehacer y su agencia, es decir, su humanidad misma. Un organismo puede muy bien ser un ser muerto. No es exceso, pues, concluir que en tiempos de un neoliberalismo exacerbado, en los que la ley de la ganancia a toda costa ha creado condiciones de horrorismo extremo, el cuerpo textual se ha vuelto, como tantos otros organismos alguna vez con vida, un cadáver textual. Ciertamente, desde el psicoanálisis hasta el formalismo, por señalar solo dos grandes vertientes del pensamiento del siglo XX, han elaborado con anterioridad sobre el carácter mortuorio de la letra, el aura de duelo y melancolía que acompaña sin duda a todo texto, pero pocas veces como en el presente las relaciones entre el texto y el cadáver han pasado a ser tan estrechas, literalmente. La Comala de Rulfo, esa tierra liminal que tantos han considerado fundacional de cierta literatura fantástica mexicana, ha dejado de ser un mero producto o de la imaginación o del ejercicio formal para convertirse en la verdadera necrópolis en la que se genera el tipo de existencia, no necesariamente vida, que caracteriza a la producción textual de hoy. Hay, sin duda, atajos que van de Comala a Ciudad Juárez o Ciudad Mier. Y los caminos suben o bajan, liberan o entrampan, según uno vaya o uno venga, en efecto.
Toda genealogía de los cadáveres textuales de la necroescritura debe detenerse, al menos, en dos paradas del camino del siglo XX: el cadáver exquisito con el que los surrealistas jugaron por allá de mediados de la década de los años 20, y la muerte del autor que tanto Roland Barthes como Michel Foucault prescribieron a la literatura romántica que todavía consideraba, y considera, al autor como poseedor del lenguaje que utiliza y como eje o juez último de los significados de un texto. Ambas propuestas críticas, que incorporan de manera preponderante la experiencia mortuoria en los mismos títulos, privilegian una producción escritural que, con base en un principio de ensamblaje, es a la vez anónima y colectiva, espontánea, cuando no es que automática y, de ser posible, lúdica. Acaso sea más que una coincidencia lúgubre que Nicanor Parra y Vicente Huidobro hayan llamado quebrantahuesos a los cadáveres exquisitos. Lo que encontramos ahí, entre todos ellos, es la cita sin atribución, la frase abierta, la construcción de secuencias sonoras más que lógicas, la excavación, el reciclaje, entre muchas otras estrategias textuales. No es del todo azaroso, pues, que la cercanía con el lenguaje de la muerte, o lo que es lo mismo, con la experiencia del cadáver, ponga de relieve una materialidad y una comunidad textual en las que la autoría ha dejado de ser una función vital para ceder su espacio a la función de la lectura y la autoría del lector como autoridad última. ¿Cuánto es capaz de experimentar un cadáver?, se preguntaba no hace mucho Teresa Margolles. Solo los textos muertos, aptamente abiertos, se desviven. En tanto cadáver y en su condición de cadáver, el texto puede ser enterrado y exhumado; el texto puede ser diseccionado para su análisis forense o desaparecido, debido a la saña estética y/o política de los tiempos. El texto yace bajo la tierra o levita en el aire pero, por estar más allá de la vida, escapa a los dictados originalidad, verosimilitud, y coherencia que dominaron las autorías vitales del XX.
En El cadáver del enemigo. Violencia y muerte en la guerra contemporánea, un libro que no por discreto deja de ser fundamental para nuestro entendimiento de las relaciones entre la muerte y la escritura, Giovanni De Luna argumenta que el forense es, de hecho, el narrador por excelencia del mundo actual. Solo el forense logra “hacer hablar a los muertos”. Son los forenses lo que interrogan los cadáveres “para adentrarse en lo que fue su vida, en todo aquello que conformó su pasado y ha quedado atrapado en su cuerpo”.1 Así, “por medio de sus informes y anotaciones, los médicos preparan los cuerpos de los muertos para ofrecerlos como documentos a los historiadores [escritores]; a lo largo de un proceso en el que las marcas y las heridas se convierten en textos literarios (las fichas anamnésicas), los cadáveres abandonan su silencio y empiezan a hablar haciendo aflorar fragmentos documentales insustituibles”.2
Los escritos que se producen en condiciones de necropolítica son, en realidad, cadáveres textuales. Lejos de “darlos a luz”, los escritores, comportándose como forenses, los leen con cuidado, los interrogan, los excavan o los exhuman a través del reciclaje o la copia, los preparan y los recontextualizan, los detectan si han sido dados de alta como desaparecidos. Al final, con algo de suerte, los entierran en el cuerpo del lector, donde, como quería Antoine Volodine, post-exótico ejemplar, se convertirán en los sueños que nunca nos dejarán dormir ni vivir en paz. Sí hay cadáveres, habría que responderle a la mujer de Paraguay que, en el poema de Néstor Perlongher, pregunta ¿No hay nadie?
1Giovanni De Luna, El cadáver del enemigo. Violencia y muerte en la guerra contemporánea (Madrid: 451 Editores, 2007), 38. 
2Ibid., 40.

martes, octubre 30, 2012

"¡Alebríjeseme ahí!" (Diario Milenio/Opinión 29/10/12)

¿Por qué será que siempre que alguien alza la voz en nombre nuestro nos queda la impresión de que no entendió nada? Y es que algunos ni siquiera lo intentan. Dan por hecho que es más que suficiente con decir que ellos sí nos entienden para que uno se mire satisfecho. Bien oído, quien habla en nombre de una multitud difícilmente dice mucho más que sandeces. Pocos, además, son quienes hallan preciso situarse en el lugar de los afectados, si ya bastante hacen con ejercer como héroes de su causa.

Y sin embargo es fácil, tanto como ponerse en el pellejo de aquel extraño en cuyo nombre va uno a perorar. El problema de algunos abogados del pueblo es que acostumbran ser malos guionistas; y así los personajes de verdad terminan respingando, no bien se ven caricaturizados en la piel de algún títere folclórico. Pongamos, por ejemplo, el caso del “indito”. ¿Hay alguien por ahí a quien le interese meterse en el pellejo de un campesino rico en redentores?
Y bien, que usted ahora es ese campesino, pero resulta que no está en esta época, ni por fortuna en siglos anteriores —a los que de seguro no querrá regresar— sino ya entrado el año 2030. No falta mucho, al cabo. Digamos que nació por ahí del 2012 y recién alcanzó la mayoría de edad, entre otras aflicciones que apuntan hacia un mundo ajeno y agresivo. Cierto es que a estas alturas quedan escasos brutos que le llamen “indito” en su carota, pero no faltan quienes lo repiten a gritos en la mirada, y hasta en la no-mirada, ¿no es verdad?
Abundan asimismo quienes le ven con alguna indulgente simpatía. O será que anteponen algún filtro bucólico cada vez que le miran y sonríen, cual si enfrente tuviesen una postal. Peor para usted, por tanto, si en lugar de huaraches elige traer puestos unos bonitos tenis, pues así los amigos del pintoresquismo se verán obligados a compadecerle. Ellos pueden comprarse todos los tenis que se les antoje, pero de usted se espera fotogenia silvestre. ¿Qué hace con unos Nikefosforescentes alguien que es Patrimonio de la Humanidad?
No ha sido fácil dar con esos tenis, pero es claro que usted ya los deseaba tanto como un nuevo tractor. Ahora bien, cualquiera escoge unos buenos tenis. ¿Pero un tractor? Si usted hablara inglés, o lograra entenderse con las computadoras, cuestiones tan complejas como hacerse con una nueva máquina, revisar un folleto, dar con mejores precios y comparar opciones serían pan comido. Pero he aquí que ya otros, sus maestros, pensaron por usted y resolvieron que no necesitaba de esos conocimientos. ¿Para qué, pues, si usted y todos los que son como usted tienen que preferir la yunta y el huarache al tractor y los tenis? ¿Con qué objeto, claman sus redentores, si jamás en la vida va esa gente a salir de su ranchería?
Nadie dijo que el mundo estuviera obligado a ser gentil. Usted no necesita que le miren con esa condescendencia, sino que se comporten como si fueran las personas normales que aseguran ser; que no le folcloricen, ni intenten engañarle, ni le roben. Pues todo eso va junto, siempre que un salvador no requerido se empeña en reducirle a la minoría de edad mental. Si usted es pintoresco, asumen ellos, no entenderá de cuentas ni estará acostumbrado a que le paguen bien. Por eso, aun si alguna vez hubiera sido el personaje rústico y desvalido que creen sus redentores, ya la sola experiencia de tener que tratar con tanto miserable civilizado le habría retorcido los colmillos.
Trate de comprenderlos: ellos quieren que usted se preserve. Que no conozca el mundo, ni pretenda saber cómo funciona, y de hecho considere que el universo empieza y se termina en los límites de su ranchería. Que se aferre a la lengua de sus abuelos antes que dominar aquéllas de las cuales otros se valen para estafarle. Que sea uno con sus atavismos y represente convincentemente el papel que le ha sido asignado por aquellos cuyo modus vivendi es hablar en su nombre. Protegerle. Acogerle. Salvarle sin siquiera despeinarse. Pero eso sí: póngase sus huaraches.
Alto ahí. Ya pasó. Fue una pesadillita, como ésas que se borran nada más parpadear y asumirnos de vuelta en la realidad. Le devuelvo su inglés y su internet. Puede tomar su iPhone, su Kindle y su MacBook. Nadie más va a tratarle como a los niños, ni llamará en su nombre “progreso” al atraso, ni le reducirá al papel de alebrije. Tuvo usted la fortuna de no nacer entre los redimibles. Respire hondo y suéltelo sin miedo: Life, I love you!

miércoles, octubre 24, 2012

Necropolítica y escritura (Diario Milenio/Opinión 23/10/12)


No son pocos los escritores que introducen con gracia, con cierta facilidad, la figura de la muerte al analizar las relaciones de la escritura con los contextos en que ésta se produce. Lo dice la narradora experimental norteamericana Camilla Roy: “En cierto sentido, el escritor siempre está ya muerto, en lo concerniente al lector”.1 Lo dice Helene Cixous: “Cada uno de nosotros de manera individual y libremente debemos hacer el trabajo que consiste en repensar lo que es tu muerte y mi muerte, ambas inseparables. La escritura se origina en esa relación”.2Lo dice Margeret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura titulado, aptamente, Negotiating with the Dead. Basten estos entre tantos otros ejemplos para demostrar que no solo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que, además, se trata de una relación reconocida, ya de manera poética o de manera práctica, por escritores de la más variada índole. Lo que para muchos es una metáfora a la vez iluminadora y terrorífica, se ha convertido para otros, sin embargo, en realidad cotidiana. México es un país en el que, dependiendo de las fuentes, han muerto entre 60 y 80 mil ciudadanos en un sexenio al que pocos dudan en llamar el de la guerra calderonista. ¿Qué significa escribir hoy en ese contexto? ¿Qué tipo de retos enfrenta el ejercicio de la escritura en un medio donde la precareidad del trabajo y la muerte horrísona constituyen la materia de todos los días? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir rodeados de muertos? ¿Si la escritura se pretende crítica del estado de las cosas cómo, desde y con la escritura, es posible desarticular la gramática del poder depredador del neoliberalismo exacerbado y sus mortales máquinas de guerra?
En los Estados contemporáneos, tal como lo argumenta Achille Mbembe en “Necropolítica”, el artículo que publicó en Public Culture en 2003, “la última expresión de la soberanía reside en el poder y la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir”. “Ejercer la soberanía”, añade, “es ejercer el control sobre la mortalidad y definir a la vida como una manifestación de ese poder”. Si alguna vez la categoría de biopoder, acuñada por Michel Foucault, nos ayudó a entender “el dominio de la vida sobre el cual el poder ha tomado el control”; Mbembe contrapone el concepto de necropoder, es decir, “el dominio de la muerte sobre el cual el poder ha tomado el control” para entender la compleja red que se teje entre la violencia y existencia en vastos territorios del orbe. México, sin duda, uno de ellos.
Las máquinas de guerra actuales no pretenden, como las de la era moderna, establecer estados de emergencia y generar conflictos bélicos con el fin de dominar territorios. En un contexto de movilidad global y más en frecuencia con nociones nomádicas del espacio en tanto entidad desterritorializada o en segmentos, las máquinas de guerra de la necropolítica reconocen que “ni las operaciones militares ni el ejercicio del ‘derecho a matar’ son ya el monopolio de los Estados; y el ‘ejército regular’ ya no es, por tanto, la única forma de llevar a cabo estas funciones”. Tal como lo ha ejemplificado el narcotráfico en México, ya sea en una relación de autonomía o de incorporación con respecto al Estado, estas máquinas de guerra toman prestados elementos de los ejércitos regulares pero también añaden sus propios miembros. Ante todo, la máquina de guerra adquiere múltiples funciones, desde la organización política hasta la de las operaciones mercantiles. De hecho, el Estado, en estas circunstancias, puede convertirse en una máquina de guerra en sí mismo.
Enfrentados a las estructuras y quehaceres de lo que fue el Estado moderno, gran parte de las escrituras de la resistencia de la segunda mitad del siglo XX trabajaron en un sentido o en otro con el lema adorniano: “la resistencia del poema —léase: escritura— individual contra el campo cultural de la comodificación capitalista en el que el lenguaje ha llegado a ser meramente instrumental”. La denuncia indirecta, la sintáctica distorsionada, la constante crítica a la referencialidad, la relativización de la posición del yo lírico, la búsqueda de la derrota de las expectativas del lector fueron, entre otras pero todas ellas, estrategias que ciertas escrituras críticas —conocidas como modernismos o vanguardias ya en Estados Unidos o en América Latina— ejercieron para escapar de la comodificación del capital. Las estrategias del poder de la necropolítica han vuelto obsoletas, sino es que han reintegrado, muchas de estas alternativas. El Estado contemporáneo, a decir de Agamben, además y sobre todo desubjetiviza, es decir, saca del lenguaje al sujeto, transformándolo de un hablante en un viviente. El concepto de horrorismo ayuda a Cavarero a elaborar una argumentación similar. De ahí la creciente relevancia crítica que han adquirido ciertos procesos escriturales dialógicos, es decir, aquellos en los que la autoridad de la autoría es desplazada hacia el lector que apropia/desapropia el material del mundo que es el otro. Lejos del paternalista “dar voz” de ciertas subjetividades imperiales o del ingenuo colocarse en los zapatos de otros, se trata de procesos que traen a esos zapatos y esos otros a la materialidad de un texto que es, en este sentido, siempre un texto fraguado con alguien más. Un texto, por decirlo así, con-ficcionado.
Decía Katy Acker que “[...]cada que hablamos acerca de la narrativa, acerca de las estructuras narrativas, estamos hablando del poder político. No hay torres de marfil. El deseo de jugar, de hacer que las estructuras literarias se entrometan y participen de zonas desconocidas o incognoscibles, aquellas caracterizadas por el azar y la muerte y la falta de lenguaje, es el deseo de vivir en un mundo que es peligroso e ilimitado. Jugar, pues, tanto con la esctructura como con contenido, denota un deseo por vivir en el asombro.”3
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1 Roy, Camilla. “Introduction.” Biting the Error, p. 8.

2 Cixous, Helene. “The School of the Dead.” Three Steps on the Ladder of Writing. New York: Columbia University Press, 1993, p. 12.
3 Katy Acker, “The Killers”, Biting the Error, 18.

martes, octubre 23, 2012

Ante la ausencia, queda la belleza (Sexenio-Puebla 16/10/12)


¿Qué tiene que decirnos una fotografía o un recuerdo? ¿Qué importancia tienen el pasado en nuestro presente?, ¿Cómo se continua la vida en otras tierras que no son las natales y de qué forma se debe afrontar? son algunas de las preguntas que me imagino se hizo Sandra Lorenzano al escribir su más reciente novela: Fuga en mí menor (Tusquets, 2012).

Fuga en mí menor es una novela acerca del exilio, la guerra, el recuerdo, la ausencia y la relación/reacción que el ser humano puede tener.

En Leo –el protagonista de la novela- recaen todas las conjugaciones posibles que ésta tiene. La primera conjugación tiene que ver con la ausencia de su padre Giulio, que desapareció cuando Leo tenía tan sólo dos años.  A partir de los recuerdos que le cuenta su madre, de una fotografía y del libro que Giulio subrayó: Vendrá la muerte y cerrará tus ojos de Cesare Pavese; Leo intentará rescatar a su padre del pasado y buscará resolver el por qué de su enigmática desaparición. Ante la ausencia del padre, queda la gran relación que tuvo con su madre: Nina que a pesar navegar contra corriente -la pérdida del esposo y el exilio de sus tierras italianas-, busca heredar a su hijo dos cosas: la capacidad de disfrutar cada día con inmensa alegría y el recuerdo de su padre como un héroe. En tercer plano, pero como gran complemento, aparece la relación que Leo tiene con su esposa Mercedes y con su hijo Julio, quien un buen día decide partir de casa y se comunica con ellos por medio de una fotografía y unas escuetas frases. La cuarta historia pertenece a Bauer y la amistad que tiene con Leo, juntos se acompañan y platican acerca de sus pasados y sus pérdidas.

Sandra Lorenzano construye una novela redonda a través de una narrativa breve, concisa y fluida,  donde logra erigir bellas imágenes, así como transmitir cada una de las sensaciones que van trastocando a cada uno de los personajes.

Fuga en mí menor guarda un vaso comunicante con el tercer movimiento de la Sinfonía n° 1 (Titán) de Mahler, pues a pesar de ser una novela donde se transmite el amor por la vida y la belleza de la misma, no se debe olvidar que es una obra donde la pérdida y la ausencia son el lev motiv. Aunque al final, la intención de la autora es –quizá- mostrar que los recuerdos están ahí para hacer más llevaderas las ausencias y convertir las grandes desgracias en un motivo para salir adelante. Y, tal vez, la mejor manera para encontrar el camino es aprender a fugarse del mundo y de sí mismo. Dicen que la distancia y el mar sanan cualquiera herida, por ello no debe extrañar que el mar aparezca también dentro de esta novela.

Una novela disfrutable para cualquier lector y que al cerrar el libro partirá a continuar su vida con una sensación de belleza por las venas. 

Palurdos y orgullosos (Diario Milenio/Opinión 22/10/12)


“Ese lugar me agrede con su cultura”, replicó muy orondo mi amigo el paleto cuando intenté citarlo en una librería. “La Historia ha demostrado”, respondí, haciendo acopio de mala leche, “que la ignorancia es mucho más agresiva”, y acto seguido me colgó el teléfono. No volvimos a hablarnos, desde aquella mañana. Y tampoco es que el tema fuera nuevo, si ya en los años niños competíamos por diferenciarnos, cada uno montado en su macho y resueltos a no ceder un palmo, así fuera preciso defender necedades y hacerse abanderar por ellas.
Todos tenemos amigos palurdos, pero igual pretendemos no advertirlo. Habrá otros, a su vez, que así nos consideren y bien lo disimulen por simpatía, aprecio o mera discreción. Una cosa, no obstante, es sufrir el flagelo de la ignorancia, y otra muy diferente defenderla cual bien inalienable. “Ya bastante trabaja mi cabeza en la oficina para seguir pensando después”, alardeaba mi entonces amigo para justificar su animadversión no solo a la lectura, sino al mero ejercicio lúdico del coco. Cierto es que lo decía también por provocarme: alguien tan ocupado como él no iba a extraviarse en ocios improductivos. Vamos, que el mero acto de abrir un libro delante mío habría equivalido a tirar la toalla. Si quería ganar en ese duelo zonzo, tenía que aferrarse a la ignorancia como un beato a su libro sagrado.
Lo que mi amigo al fin deseaba demostrar era cuán bien podía vérselas con la vida sin una sola línea de José Luis Borgues. Metido en sus zapatos, habría tenido que darle la razón. No va a venirse abajo la civilización occidental si a uno o más ingenieros industriales no se les da la gana leer novelas. Alarmante sería que no entendieran de logaritmos. O que a quien esto escribe nomás no se le diera la ortografía. ¿Y no hay miles de gringos que residen por décadas en otro país y nunca se molestan en aprender su idioma? Tiene uno el derecho, por más que otros lo miren como privación zafia, a ignorar para siempre todo cuanto no tiene-que-saber.
¿Qué decir de un doctor que da la espalda a los adelantos de la ciencia médica en nombre de una oscura conveniencia gremial? ¿Qué tal un abogado al que le viene guanga la información en torno a leyes y enmiendas? ¿Y un profesor que no quiere estudiar, aun si su trabajo es educar? ¿Quién quiere padecer las atenciones de semejantes pros?
Hace falta un cerebro calenturiento para imaginar a un piquete de cardiólogos marchando por las calles para exigir menores requisitos de higiene. Uno asume, apelando no más que al elemental respeto por la vida, que ni el mayor empeño parece demasiado con tal de protegerla. Lo cual suena muy bien, aun si la realidad no suele ser tan escrupulosa. Cuando menos —y temo que ya es mucho— el negligente lo es con disimulo y daría lo que fuera por no ser exhibido como tal. Si no entendió la ética hipocrática, dominará siquiera la práctica hipocrítica.
Tampoco sería fácil imaginar legiones de maestros protestando porque no quieren estudiar, si no fuera ya parte del paisaje. Resultaría elitista, argumentan, exigir a los profesores en funciones que se actualicen y presenten exámenes. ¿No es elitista, entonces, que los miles de niños a los que en vida instruye cada maestro mal preparado sean quienes hereden esas limitaciones? Más que mero elitismo, parecería un acto criminal. ¿O no es la misma vida que los doctores cuidan ésa que queda en manos de los maestros, el traído y llevado Porvenir?
Ya entrado imaginando, puedo mirar a párpados cerrados el Zócalo repleto de maestros que exigen recibir toda suerte de cursos y recursos para actualizarse y profesionalizarse. El derecho primero, la obligación después. Aun así, su profesionalismo se manifiesta en una urbanidad no menos obligada que ejemplar. ¿Cómo más iba a ser, si su oficio consiste en enseñar a partir del ejemplo? ¿Quién habría imaginado a los profesionales de la educación transformados en vándalos en el nombre de extremos privilegios cuya factura, al cabo faraónica, pagarán los pequeños afectados a lo largo del resto de sus vidas? ¿Y a esa estafa le llaman educación gratuita?
Así las cosas, no es de extrañar que exista un movimiento de estudiantes normalistas montados en su macho por no estudiar inglés ni informática. Todavía no acaban de aprender a enseñar y ya están condenando a miles de discípulos a compartir sus límites, pagar por sus prejuicios y perfilarse como los analfabetas del futuro. Cierto que mucha gente tiene derecho a ser un palurda y orgullosa, pero un maestro ignorante no puede ser mejor que un médico indolente. Pobre de aquél que caiga entre sus garras.

miércoles, octubre 17, 2012

La pureza del fútbol (Sexenio-Puebla 03/10/12)


Muchos pensarían que el fútbol es para verse, jamás para leerse.

Sin embargo, existen muchos libros que abordan al fútbol desde distintas perspectivas. Ya sean cuentos, crónicas, biografías o ensayos completamente literarios y algunos con tendencias filosóficas. Entre esa inmensidad están: Dios es redondo y Los once de la tribu de Juan Villoro; El fútbol a sol y sombra de Eduardo Galeano, así como la colección El futbolista perteneciente a la editorial Ficticia; donde destacan: ¿Y dónde está el fútbol de Ángel Cappa; También el último minuto cuenta, antología de cuentos coordinada por Marcial Fernández y Guantes blancos, las redes del fútbol de Félix Fernández (por muchos años portero del Atlante).

Recientemente la editorial Capitán Swing publicó Fútbol. Dinámica de lo impensado del argentino Dante Panzeri. Libro que ha llegado a México a través de la editorial Sexto Piso.

Fútbol. Dinámica de lo impensado es un ensayo con grandes líneas literarias donde Panzeri analiza el fútbol de cabo a rabo, no deja cabos sueltos. Estrategias, formación de futbolistas, influencia en la sociedad, afectación del dinero y medios de comunicación en su desarrollo, así como una clara explicación del papel que juegan jugadores, directores técnicos y directivos dentro de un equipo.

A pesar de haber sido publicado hace 45 años, las palabras de Panzeri siguen conservando una vigencia sorprendente.

Sin haber conocido a jugadores como Messi o a equipos como el actual Barcelona; Panzeri hablaba de un fútbol donde sólo hay dos formas de jugarlo: bien o mal. Aunque, a veces, el equipo que peor juega puede ganar; esta extraña combinación hace que el fútbol sea impensado, impredecible. Una de críticas que hace Panzeri es la excesiva tecnicidad en el juego -esta terquedad por tener un guion-, ya que convierten al deporte en algo aburrido y sin emociones. En el fútbol defendido por Panzeri, el DT sólo puede influenciar un 5 por ciento en la cancha y tiene más bien el papel de un orientador, un animador, porque la magia y los resultados corren a cargo de los jugadores. La mayor responsabilidad de un DT es a la hora de elegir qué jugadores formarán parte de su grupo, pues el éxito vendrá al conjugarse talento con armonía o compañerismo.

Panzeri afirma que no existe fútbol antiguo y moderno, se sigue jugando igual y los marcadores varían gracias a la existencia de jugadores capaces de saltarse cualquier guion y echarse el equipo a los hombros. Dicho de otra forma: tener amor a la camiseta y la profesión.

Fútbol. Dinámica de lo impensado debe ser una lectura obligada para futbolistas, técnicos, periodistas del medio y aficionados; pues ayudarán a tener una distinta y mejor visión del fútbol en su más fina pureza. 

¿Eres post-exótico? (Diario Milenio/Opinión 16/10/12)


Antoine Volodine es uno de los sobrenombres (¿heterónimos anónimos?) que utiliza un escritor francés nacido en Chalon-sur-Saône, en 1950. Aunque en 1987 ganó el Grand Prix de la Science-Fiction Française.y aunque sus primeras novelas fueron publicadas en la Colección Présence du Futur de ediciones Deneöl—una editorial conocida por su apego a la ciencia ficción—en alguna entrevista Volodine declaró, más como una puntada que como un plan trabajo o una ceñida interpretación teórica, que sus libros eran, más bien, post-exóticos. El término, que mundialmente es de alguna manera fácil asociar a lo que Edward Said definió de manera crítica como orientalismo, pronto se convirtió en el libro que le publicó Gallimard en 1998: Le post-exotisme en dix leçons, leçcon onze [El post-exotismo en diez lecciones, lección once].
Lejos de la redacción ordenada del tratado literario o la abrupta rapidez del manifiesto, el post-exotismo de Volodine encarna muchas de las características que definen su escritura, convirtiéndolo en una especie de performance de ideas. Si la escritura post-exótica es, sobre todo, una práctica carcelaria que, por no olvidar nunca la presencia del enemigo, se fragua en un lenguaje aparentemente similar al que usa la autoridad pero siempre, puesto que lo que intenta en última instancia es escapar, aludiendo a otra cosa, entonces El post-exotismo es, en sí mismo, un buen ejemplo de la escritura post-exótica. Aunque en el libro sobre post-exotismo hay unos diez nombres de porta-palabras en la lista de ejemplos de autores post-exóticos, y uno de ellos es, sin duda, Antoine Volodine, es obvio que se trata de una lista “voluntariamente errónea e incompleta”. Un personaje, Lutz Bassaman, encarcelado desde hace unos 30 años, está a cargo de iniciar la rumia. De celda en celda y solo de y para los encarcelados, la escritura post-exótica es siempre una escritura, luego entonces, contra el poder, especialmente el poder capitalista, y sus “ignominias sin nombre”. Disidente de entrada, refractaria por naturaleza, presa de una extraña sensibilidad extranjera, la literatura post-exótica se relaciona con cierto “chamanismo revolucionario” y con prácticas escriturales que se diseminan oralmente, ya sea aprendidas de memoria o ya recitadas en voz alta el acto, puesto que en el encierro es difícil conseguir papel o acceso a tecnologías más avanzadas. Fabuladora o neo-fabulista, sin preocuparse por los límites estrictos entre la fantasía y el realismo, la escritura post-exótica preserva la memoria de los que tienen contacto con ella, que son quienes en realidad la hacen. Tal vez por eso es que entre el narrador y los personajes, entre la primera y las otras personas de las conjugaciones verbales, no hay más separación que “el espesor de un papel de cigarrillo”. Sin ninguna preocupación por la expansión o por el mercado, la escritura post-exótica es, además, para los encarcelados, para su memoria y para su eventual liberación.
Aunque solo se cuentan tres o cuatro obras en la historia de la literatura post-exótica, y una de ellas es Des Anges Mineurs de Maria Clementi (aunque éste sea el título que Antoni Volodine publicó en 1999 con Editions du Suil, cuya traducción al español es Ángeles Menores, publicado por la editorial Berenica en 2008), existen ya, al menos, tres géneros reconocidos dentro del post-exotismo: shagga, romance, y nouvelle o entrevoute. Habrá oportunidad de discurrir sobre cada una de estas formas en el futuro próximo, pero por ahora, si lo que le interesa es saber si usted es o ha sido un post-exótico, o si ha estado en contacto ya con lecturas post-exóticas, van las siguientes preguntas.
¿Tiene la impresión que hay un lazo de sangre entre las obras que lee, ya sea por los temas que tocan —desesperanza extrema, un principio de agresividad, la hipótesis del no-retorno, la animalidad de la experiencia humana y viceversa—o ya porque, aunque las anécdotas sean independientes, vibran al unísono con el resto de la producción carcelaria? Entonces ha estado en contacto con una obra post-exótica.
¿Ha leído libros en los que, seducido por el mutismo o la reflexión autista, el narrador busca, a toda costa, desaparecer o por lo menos esconderse en subnarradores o alternarradores de la trama? Ha leído, luego entonces, una obra post-exótica.
¿Los libros que lee confunden o trastocan a los opuestos (el pasado es el presente, por ejemplo, la inmovilidad es movimiento, el autor es un personaje de la obra, el sueño es realidad, el silencio es palabra) como si siguieran a pie juntillas una lógica de no oposición de los contrarios? Se trataba de una obra post-exótica, en efecto.
¿Aunque plagados de riesgos formales, los libros que ha leído se comportan con suma discreción en lo que respecta a sus propuestas estilísticas? Seguramente ha sido tocado, sí, por el post-exotismo.
¿Lee esos libros en copias clandestinas o a través de los murmullos que logran trasminarse por las paredes de su celda? Se trata, sin duda, de una obra diseminada post-exóticamente.
¿Cómo si se encontrara en medio de un interrogatorio policiaco, en los libros que lee los nombres y las acciones aparecen encriptadas en una narración que, para tratar de esquivar a la autoridad, se aleja de las exigencias lógicas de la ficción, tal vez hablando mucho solo para ganar tiempo o tal vez siempre hablando de otra cosa? Características de la escritura post-exótica, en efecto.
¿Se siente excluido (si no está en una celda de la cárcel) de los libros que lee? Está usted leyendo, sin duda, una obra post-exótica. Por otra parte, ¿sabe con certeza inaudita que la obra fue escrita para usted—usted, sí, que está encerrado en una celda del sistema carcelario—o incluso, eso es lo que empieza a sospechar, tiene la sensación de que la obra fue escrita por usted? Usted es un post-exótico. No hay remedio.