martes, noviembre 06, 2012

Al déspota querido (Diario Milenio/Opinión 05/11/12)


Todos tenemos un tirano favorito. Ya sea porque pensamos que sus fines son buenos y encomiables, o porque no creemos que sea tan tirano como se dice, o porque nos parece que ha hecho más bien que mal. Algunos de ellos son indefendibles, y entonces elegimos no atacarlos, o pasarlos por alto siempre que hablamos pestes de los tiranos en verdad malos. Por eso nos molesta cuando se les compara y equipara, pues nos gusta creer que unos son más humanos que los otros, o al menos algohumanos. Reconforta saber que un déspota intratable tiene por ahí alguna debilidad sentimental, una deriva bohemia, un resabio de extraviada ternura que le permita a uno empatizar con él por un instante.
Entre las diferentes acepciones del término tiranía, el diccionario marca una diferencia entre personas y pasiones. Un afecto tiránico bien puede ser tan abusivo como indispensable. Perdona uno, y de hecho celebra, que el ardor amoroso le domine el ánimo, e inclusive le arrastre elentendimiento (según el diccionario, eso es precisamente lo que hacen las pasiones tiránicas), si ello es prueba fehaciente de que está estrepitosamente vivo. Por más que la cabeza refunfuñe contra el yugo tenaz del sentimiento, éste es rico en amparos y salvoconductos, de forma que la suya suele ser una dulce tiranía. Si Amor es quien gobierna, cabe la vanidad de ser un oficioso colaboracionista y sobornar con creces al entendimiento (y comprender entonces nada más que lo que a uno se le antoja, si es para eso que tiene su corazoncito: ese déspota heroico). Tristemente, no obstante, el tema es otro.
No es de extrañar que hasta el peor de los sátrapas conserve la ilusión de ser un buen tirano, si tal apreciación tiene su nido allá en los territorios del afecto, donde uno se permite repartirlo de acuerdo a su capricho y las corazonadas son siempre datos duros. Por otra parte, el de los dictadores dista de ser un gremio generoso: no tardan unos y otros en recelar de sus demás colegas, y a menudo se enfrascan en contiendas que nos invitan a tomar partido. ¿De qué lado está uno, en esos casos? He ahí la conveniencia de los tiranos buenos: la conciencia jamás duerme tranquila cuando debe elegir entre dos miserables equivalentes; tiene que haber el peor y el preferible, nada hay más sospechoso en estos temas que la neutralidad.
Un par de días atrás, pude ver un video espeluznante donde varios soldados del gobierno sirio son arremolinados en el suelo por sus captores, un puñado de combatientes opuestos al dictador Bachar El Assad. Se les ve atribulados, implorando perdón, hasta que sus verdugos los rellenan de plomo como quien extermina una plaga. Cierto es que el heredero de Hafez El Assad se ha distinguido como aliado de terroristas y criminal de guerra, pero en vista del celo carnicero imperante hace falta el concurso de un adivino para saber en cuál de ambos equipos juega eltirano bueno. Un curioso papel que treinta años atrás desempeñaba Osama Bin Laden: para asignarlo no hace falta sino la percepción de que el mal absoluto está del otro lado y vale aliarse al mismo Satanás antes que tolerar su prevalencia.
Como la mayoría de los niños, crecí admirando a los tiranos buenos. No otra cosa eran Batman, Supermán y los otros cuyos superpoderes alcanzaban incluso para discriminar entre buenos y malos. Desde entonces, no consigo evitar la expectativa histérica de que un tirano bueno venga y lo arregle todo a su manera. Luego, si me descuido, lo reconoceré en el primer vivales que levante la voz contra una tiranía que me repugna, y hasta imaginaré su figura hecha estatua.
No es posible evitar que los tiranos tengan sus estatuas, si como ya hemos visto los hay buenos y malos, y esto se determina de estricto contentillo. Si se me concedieran poderes tiránicos, ordenaría que todos los dictadores tuvieran una estatua a su medida, pero no para ser homenajeados, como para invitar a la ciudadanía a expresar su opinión en ese perímetro. Si la tumba de Wilde está cubierta de huellas de besos, ¿por qué no concedernos la oportunidad de escupir en la estatua de Victoriano Huerta?
No es tan extraño, al fin, que un notorio tirano estalinista tenga su estatua en pleno Bosque de Chapultepec, a unos pasos de la de Mahatma Gandhi, como que al día de hoy ésta no luzca igual que un baño público desatendido. ¿Dónde está la opinión de la ciudadanía? Es probable que entre los responsables de la edificación haya más de un creyente en los tiranos buenos, pero si me preguntan considero a esa estatua ni más ni menos que una escupidera. Ya habrá de sernos útil, si la dejan allí.

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