sábado, marzo 05, 2011

Presunta censura, certera incordura-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 04/03/11)

Comienzo, en honor ya sólo al honor -personal como periodístico-, por el proverbial full disclosure: Presunto culpable no es sólo una cinta que concita mi admiración como espectador sino una con la que me unen lazos entrañables. Entre sus productores figuran Martha Sosa, quien un día fuera mi cuñada y nunca dejará de ser familia para mí, y Nicolás Vale, que es mi primo hermano (y aquí la palabra a subrayar es hermano). Aun así, no es la mía una postura acrítica de su trabajo: muchas son las cosas que no me gustan de la primera película que produjo su empresa La Sombra del Guayabo –-Los que se quedan, documental de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman sobre las familias de los migrantes mexicanos a Estados Unidos- y así se los he hecho saber y así lo he dicho en público.

Ésta, en cambio, me pareció excepcional desde que la viera por primera vez, muchos meses antes de su estreno. Lo que más me gustó de ella es de lo que menos se ha hablado: la forma en que está contada, mérito de la osadía de los abogados Roberto Hernández y Layda Negrete, quienes sin mayor conocimiento cinematográfico que el instructivo de una cámara casera se lanzaron a documentar un caso sintomático de los problemas de impartición de justicia en nuestro país, pero también -y acaso sobre todo- del cineasta británico Geoffey Smith, cuyo dominio del lenguaje fílmico permitiría contar la historia sin recursos trillados, sin trampas evidentes, sin efectismo. Pero casi tanto me entusiasmó el caso mismo -no su desarrollo sino el hecho de que fuera expuesto y lo que de él se desprende: la de Presunto culpable es la historia de un chico sepultado por un aluvión de evidencia circunstancial y de mala fe, acusado de un crimen que no sólo no cometió sino que no tenía manera de cometer, privado de su libertad por 10 años sin deberla ni temerla, ultrajado por jueces desidiosos o malintencionados (a saber), sacrificado por un sistema judicial no sólo poco ético -en México no hay presunción de inocencia- sino poco eficaz.

Me dio gusto el éxito inicial de Presunto culpable pero más gusto me da lo que el destino y la estupidez (no necesariamente en ese orden) le deparan ahora. Pese a lo que afirman los apocalípticos, la cinta no ha sido censurada: tiene permiso de exhibición y no le ha sido revocado. Lo que sucede es que un testigo amañado -el personaje más oscuro de la película- demandó a los productores por usar su imagen, olvidando que un juicio es cosa pública y que no es preciso autorizar la grabación y difusión de un acto público, y que una juez -qué casualidad- dio por bueno su argumento y procederá a pedir a la Secretaría de Gobernación su retiro de las pantallas. El Ejecutivo federal ha dicho ya que acatará la decisión cuando le sea informada pero también que la impugnará, por lo que no hay aquí razones para gritar censura. Clamemos entonces estupidez: quien convenció a un adolescente ignorante de interponer tal demanda -no puede ser más que un actor del sistema judicial- ha hecho un favor no sólo a Presunto culpable sólo Jorge Serrano Limón resultó mejor publicista cuando El crimen del Padre Amaro- sino a la posibilidad urgente de reforma del sistema mismo. ¿Se retirará de la exhibición? Lo dudo: a estas alturas la presión pública no lo permitiría. ¿La verá más gente? Seguro. ¿Y todo esto subirá el tema a la agenda pública y redundará en presión para atenderlo? Ya está hecho. ¿Entonces? Celebremos.

jueves, marzo 03, 2011

La prosa imantada de Leonora-Javier Aranda Luna (La Jornada/Opinión 02/03/11)

Aunque se ha escrito mucho sobre el surrealismo no encuentro nada más vibrante ni que nos acerque más a esa corriente que sacudió al mundo con sus pinturas, esculturas, poemas, novelas, películas y manifiestos que Leonora, de Elena Poniatowska.

Leonora es una novela biográfica y autobiográfica, porque Poniatowska compartió con Leonora Carrington, personaje de su libro, la forma europea en que las educaron a las dos. Donde el inglés y el francés, por ejemplo, eran la lengua de todos los días y los buenos modales casi un rasgo de carácter.

Esta novela por la que su autora mereció el premio Biblioteca Breve de Seix Barral es la biografía de un ser excepcional atravesado por la estética surrealista desde su juventud, cuando vivió con Max Ernst, pero también es parte de la biografía espiritual –si tal cosa puede decirse– de esa corriente estética que creyó en el amor loco y padeció la pesadilla de la guerra.

Octavio Paz acostumbraba decir que había llegado tarde al surrealismo. Es cierto, pues el apogeo de este movimiento ocurrió entre 1924 y 1945. Pero aunque tardíamente, el surrealismo deslumbró al poeta: guardaba intactos sus poderes de revelación y subversión. Era un arte pero también una ética, una moral pública y privada. Leonora da cuenta de ello al contarnos la vida de Leonora Carrington.

No es pecado decir que Leonora es uno de los libros más ambiciosos de Elena Poniatowska (el otro es La noche de Tlatelolco) porque en esa novela total cabe todo: el amor loco y la guerra, la vida en la Inglaterra y la Francia de hace un siglo, la dictadura de Franco en España, la vida campirana y los manicomios, un Portugal atiborrado de judíos perseguidos por Hitler, la ciudad de Nueva York enloquecida por las olas de migrantes que huían de la guerra en Europa y por un efervescente mercado del arte y un México donde los muralistas con su consigna no hay más ruta que la nuestra imponían una manera de pintar.

En las páginas de Leonora están el minuto y el milenio, las antiquísimas leyendas celtas con sus shides y los chaneques, los elfos y los nahuales, la aguja del instantero y la eternidad que se abre como un cielo gracias al amor, la realidad de hierro y el mundo de los sueños.

Por su estructura lingüística y porque sus líneas nos muestran la otra cara de la realidad, la otra orilla, Leonora es también un extenso poema donde la prosa se encabalga como el verso y las instantáneas de personajes como Picasso, Diego Rivera, Max Ernst, Benjamin Peret, Remedios Varo, Luis Buñuel, Salvador Dalí, André Breton, César Moro y Renato Leduc hacen un gran fresco de lo que fue la estética surrealista y su amor loco. Leonora es una novela donde la imaginación está cargada de memoria y los recuerdos de una luminosidad desbordante. Mucho se ha escrito sobre Leonora Carrington, dudo que se escriba un texto más bello sobre ella que Leonora, de Poniatowska.

En la leyenda de Leonora Carrington, donde sueños y fantasías convergen, y los seres se metamorfosean (ella es una yegua) el poeta Renato Leduc aparecía sólo como una relación de conveniencia: gracias a él había logrado escapar de la guerra y asentarse en nuestro país después de una larga travesía por mar de Portugal a Nueva York y que habría de concluir en México. Eso sucedió, es cierto, se casó con Leduc y llegaron a México pero gracias a la novela de Poniatowska hoy sabemos que en su relación existió la llama móvil del amor.

Los close ups de las emociones de Carrington sorprenden al lector deLeonora; las pinceladas sobre Max Ernst, Pegy Guggenheim, Joan Miró, Marcel Duchamp, Edward James los pintan de cuerpo completo. Escribió Octavio Paz que Leonora Carrington no era una poeta sino un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sonrisa que se convierte en un pájaro, después en pescado y desaparece. Para el poeta la pintora fue un personaje delirante. La novela Leonora, de Poniatowska, es delirante en el mejor sentido, porque fluyen cartas, sueños, fechas exactas, manicomios y los estertores negros de los cuerpos sacudidos por la guerra.

Leonora es un gran lienzo en movimiento. También es un homenaje a un personaje que hechiza, que toma el té por las tardes, hace mole, pinta con una mano o con la otra en medio de una nube de acertijos, símbolos, sortilegios que encantan al lector. Leonora también es un homenaje a la novela, a la gana de contar historias aunque sean reales, a la prosa imantada que se convierte por momentos, por muchos momentos, en poesía.

martes, marzo 01, 2011

C. D. Q. N. P. S. Q. D. N. O. S. E. /II (Diario Milenio/Opinión 01/03/11)

La intimidad de una lectura reconstruye un lenguaje cifrado. El lector avanza a ciegas para reconstruir un sentido perdido y lee siempre en el texto los indicios de su propio destino

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Con el tiempo, ya un tanto fuera del salvajismo inicial de la adolescencia, dejé de mencionar a Ana Karenina. Nunca enseñé literatura, mucho menos universal, así que nunca tuve la oportunidad de ser un utopista desaliñado que asigna libros descarados en un preparatorio de provincias. Las personas con las que hablo de libros, usualmente jóvenes y más cercanos al salvajismo inicial de la adolescencia de lo que los bienpensantes desearan, por lo regular no cuentan entre sus lecturas fundacionales a Ana Karenina. Hace poco, de hecho, en una charla estructurada alrededor del tema de los libros favoritos de un puñado de autores, dos de ellos expresaron su disgusto ante esta novela de Tolstói. ¿Y qué lazo siniestro puede existir, de existir, entre alguien con la manía por la experimentación y este gusto, si me lo permites, bastante perverso, por una novela canónica del siglo XIX?, me dijo en alguna ocasión, con el rostro contrito y las manos en alto, debo añadir, alguien a quien le confesé (y confesar aquí es el verbo más exacto) esta predilección (esto en una caminata nocturna por las callejuelas congeladas de un lejano pueblo del noreste, hace ya algunos inviernos). La respuesta a esta buena pregunta, a esta pregunta del todo productiva, está, digo esto muy tardíamente pero con una extraña felicidad, entre las páginas 187 y 188 de El último lector de Ricardo Piglia.

Suelo leer con gusto los ensayos de Piglia y suelo asignarlos, cual utopista desaliñada, en mis clases (que no son de literatura universal) a la menor provocación. Por eso compré El último lector y, por eso, supongo, lo dejé por ahí, entre otros libros, y olvidé abrirlo. Lo hice apenas ayer y, cuando vi que “La lámpara de Ana Karenina” era el título de uno de los ensayos, no pude sino lamentarme por el tiempo en que ese último lector había estado ahí, arrumbado con otros libros. Leí el ensayo con gusto, eso es cierto, pero con creciente desencanto también. La escena, mi escena, la escena que para mí era la médula de Ana Karenina no estaba ahí. Brillaba, eso sí, por su ausencia. ¿También tú, Ricardo?, parecía estar reclamándole yo mientras daba la vuelta a las hojas con la respiración contenida primero, por la expectación, expulsada después, con el ruido completo de mi decepción. ¿Así que también tú, Ricardo? Y seguí leyendo porque uno sigue leyendo, por eso. Ya era de noche cuando, después de las interrupciones propias de la vida cotidiana, pude volver a tomar el libro. Seguía lo del Ulyses. Emprendí la lectura. Y ahí estuvo, en la página 187, ese doble espacio que anunciaba un corte, una vacilación, la calma que antecede a la tormenta. “Paradójicamente” fue el adverbio que lo inició todo.

“Paradójicamente”, escribe Piglia, “la representación narrativa de ese modo de leer [se refiere a la estrategia, en este contexto joyceano, a través de la cual un escritor pone al lector en lugar del narrador] se encuentra en una novela de Tolstói... y quizá con esta escena podemos terminar este viaje en busca del lector”. Era de noche, ya lo dije, y estaba cansada, esto no lo dije aunque se sobreentiende, pero nada pudo evitar que pensara, por el espacio más pequeño del más efímero de los segundos, que Pigilia lo iba a decir. Que lo que seguía era la escena aquella en que dos personas leen, y descifran sin resolver, un mensaje que es, en realidad, un mundo. No exagero si digo que el pulso aumentó de ritmo en las muñecas que unían el antebrazo a la mano que sostenía el libro frente a los ojos.

“Se trata de un pasaje de Ana Karenina, un pedido de mano, un segundo pedido de mano digamos mejor... Levin, a quien Kitty ha rechazado en su primera propuesta de matrimonio, lo vuelve a intentar.

“—Hace un tiempo que quiero preguntarle una cosa —añadió [Levin] mirando directamente los ojos acariciantes, aunque asustados, de la joven.

“—Pregúntela, por favor.

“—Aquí la tiene —dijo: y escribió las iniciales c. d. q. n. p. s. q. d. n. o. s. e. Estas letras significaban ‘Cuando dijo que no podía ser, ¿quiso decir nunca, o sólo entonces?’... Kitty lo miró seriamente, apoyó en la mano la frente cejijunta y empezó a leer. Le miró un par de veces de soslayo como preguntándole: ‘¿Es esto lo que me parece que es?’

“—He comprendido —dijo, ruborizándose.

“—¿Qué significa esto? —preguntó él, señalando la ‘n’ que representaba la palabra nunca.

“—Significa nunca —repuso ella— pero no es verdad.”

Ah

Dice Piglia (y aquí va la respuesta a aquella interrogante tan productiva hecha en una caminata nocturna de invierno): “La escena revela un uso extraordinario de la lectura como clave del desciframiento del secreto. La intimidad de una lectura reconstruye un lenguaje cifrado en este párrafo. El lector avanza a ciegas para reconstruir un sentido perdido y lee siempre en el texto los indicios de su propio destino.”

Y aquí, en este apunte, en esta concatenación de palabras, está clarísimo el vínculo que va de Tolstói, creo yo, a Kathy Acker.

lunes, febrero 28, 2011

¿Tirano, Él? (Diario Milenio/Opinión 28/02/11)

¿Aznar, Blair y Gadafi? No es noticia que los hipócritas se entiendan, sino que hagan negocios con los cínicos: sus fatales antípodas


1. Aquel tufo a gentuza

Nunca hice mucho caso a mis mayores cuando me aconsejaban que escogiera muy bien a mis amistades, entre otras cosas porque nada me aseguraba que no fuese yo mismo una mala amistad, pero sigo creyendo que a quien conserva un mínimo de luces las peores amistades se le revelan solas y le obligan a excluirlas de su lista. Me costaría trabajo, por ejemplo, continuar mi amistad con quien recién me entero que acostumbra patear a su mamá, pues asumo de entrada que a los que no compartimos su sangre nos esperan aún menos consideraciones. Los amigos, sin falta, vienen equipados con un voluminoso costal de defectos, que en los mejores casos conseguirán hacérsenos familiares, y de alguna manera entrañables, pues creemos ninguno resulta lo bastante alarmante para tachar su nombre de la lista. Otros, en cambio, apestan a gentuza. Por más que uno se empeñe en hallarlos graciosos o siquiera solubles, no consiguen disimular aquella antipatía rampante que sólo les permite trabar amistad con sus iguales, de modo que si alguno entre nuestros amigos nos mira en compañía de uno de esos fantoches impresentables, se preguntará cómo podemos entendernos, o en todo caso de qué diablos hablamos cuando estamos juntos.

“Cuídate de los buenos, que los malos yo te los señalaré”, decían las abuelas que había dicho Jesús. Un refrán cuya libre interpretación invita a pergeñar toda suerte de prejuicios autosuficientes contra el primer infeliz cuya existencia pueda parecer estorbosa, pero al cabo hay ejemplos señalados de individuos cuya mera mención suena calamitosa a oídos más o menos razonables, de forma que a menudo los presentes intercambian miradas, pellizcos, pataditas y guiños cada vez que se alude a esa persona de la cual no serían jamás amigos. ¿Cómo explicar, entonces, que un matón y fantoche de la talla de Muamar Gadafi tuviese tantas buenas amistades, no solamente entre los dictadores sino asimismo entre quienes se quieren paladines de la democracia? ¿Será que lo creyeron buena persona?

2. Del yo no fui al hazle como quieras

Sobre la hipocresía, no hace mucho escribió Javier Marías que “dentro de todo, implica una conciencia de lo que está mal y debe disimularse; es algo civilizado y supone el reconocimiento de ciertos valores, aunque se los violente a hurtadillas. El cinismo, en cambio, ni siquiera admite esto, es la expresión de la brutalidad en estado puro”. No habla aquí de Gadafi, sino de Berlusconi, que era hasta hace unos días el mayor valedor del sátrapa libio entre los europeos poderosos. Se entiende que se entiendan, eso sí. Habrá hasta quien opine que apestan igual, y que incluso a través de la pantalla despiden una variedad especialmente ácida de mal pedo. Pero en la lista de buddies del sátrapa figuran también otros que navegan con bandera de civilizados, es decir que eligieron el lubricante de la hipocresía sobre la cachiporra del cinismo, así que en el fragor de los altos negocios todos y cada uno pasaron oportunamente por alto la clase de gentuza con la que trataban, y ahora resulta que se extrañan al unísono de que el paleto caprichoso y extravagante al que tanto mimaron sea en la realidad un tirano sin escrúpulos, y además un ladrón inenerrable.

A ver. Si alguien se acerca a presentarme a un sujeto cuya fama de atrabiliario, voluble y caprichoso lo precede como una banda de guerra, y me cuenta además que tal pelafustán se interesa en hacer negocios conmigo, mal puedo calcular que va a irme bien. Es posible que el tipo tenga un equipo serio de colaboradores y más de un socio suyo me apabulle con las mejores referencias, pero he aquí que al instinto no acaba de gustarle lo que huele. Algo va a salir mal, me aconseja. Y para el caso ni el instinto hace falta, si ya me ocupo en consultar su expediente —así sea en el Google, que está repleto de sus peores gracias— y compruebo que estoy tratando con gentuza que debería darme miedo. ¿Qué clase de pelmazo tengo que ser para caer ahí de buena fe? ¿Qué tanto deberé parecérmele al rufián para aceptar hacer pandilla con él? ¿O esperan que uno crea que entre tantos prohombres, funcionarios y hombres de negocios de la Europa moderna y civilizada no había uno que supiera, igual que todo el mundo después de 40 años, qué clase de sujeto era Gadafi y sobre qué chiquero se sostenían su poder y fortuna?

3. Descaro mata pudor

Como debe inferirse de la reflexión de Javier Marías, la combinación de cinismo e hipocresía apunta a consecuencias fatales. Pues mal negocio hacen los hipócritas, cuya razón de ser es la discreción, cuando eligen aliarse con un cínico. Y eso tal vez ayude a imaginar la desazón de tantos súbitos ex amigos, a quienes hoy aterra que el Coronel Gadafi resulte el peligroso hijo de puta que siempre ha sido. Ellos, que suelen ser tan quisquillosos en materias notorias de por sí, como sería el caso de los derechos humanos, se pelean el megáfono para expresar un pasmo que resulta risible luego de leer el reportaje de Miguel Mora para El País, donde aparece la faceta fatal del dictador como hábil hombre de negocios, tanto así que ha logrado embarrar a empresas y gobiernos europeos, secuaces vergonzantes que no pueden pagarse el lujo del cinismo.

Hizo bien Muamar Gadafi al escoger amigos como Daniel Ortega y Fidel Castro, que como él dedican buena parte del día a encontrar enemigos y conspiradores debajo de las piedras. Si los demás secuaces se llaman a sorpresa, ellos están de acuerdo en que Gadafi es víctima de un imperio tan perverso y poderoso que con tal de aplastar al pueblo libio se atreve a distribuir alucinógenos entre sus jóvenes, con la flagrante colaboración de Al Qaeda. ¿O desde cuándo le importa al cinismo que sus cuentos resulten verosímiles? Y ahí está la tragedia de la hipocresía: si ha de sobrevivir, tiene que rendir cuentas. Malas cuentas, sin duda, cuando quien las entrega es el viejo cinismo de un amigo escogido en maldita la hora.