viernes, septiembre 12, 2008

Santas escatologías-Israel León o’Farril (La Jornada de Oriente 11/09/08)

Los que siguen son textos del que fuera tallerista de Carmen "La Mary" Barranco y de Alan "el profe negro" Arroyo; ambos, ahora en el Collhi.
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Mientras leía el texto de Solange Alberro El Águila y la Cruz, orígenes religiosos de la conciencia criolla, buscando información sobre los mitos creadores de la nacionalidad en México, entre los que se cuenta el mito de Guadalupe y el fundacional –ése del nopal con el águila y la serpiente–, tuve una revelación cuasi religiosa: aquí y allá se mencionaba el término escatología.
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Más adelante sucedió lo mismo con el texto de Jacques Lafaye Quetzalcóatl y Guadalupe, la formación de la conciencia nacional; y con el de Enrique Florescano Memoria mexicana. En todos ellos se mencionaba la palabra escatología. Sin salir de mi estupor, corrí al diccionario de la Real Academia, para confirmar que escatología se refiere a todo lo relativo a los excrementos y suciedades, pipí, popó, punes, mocos, en fin, todo aquello que el cuerpo desecha. ¿Qué demonios tenía que ver con lo sacro?
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Más adelante me llevé tremenda sorpresa al descubrir que también se refiere al “conjunto de doctrinas relacionadas con el destino último del hombre y el universo”. La relación entre los dos términos me pareció deliciosamente perversa, y ese escuincle que todos llevamos dentro empezó a elucubrar un sin fin de juegos de palabras. Lo primero que me vino a la mente fue el joven maravilla, ñoñazo patiño de Bruno Díaz en el más ñoño aun programa televisivo basado en la historia del DC Comics, diciendo: ¡Santas Mierdas, Batman! Algo que jamás hubiera aparecido en nuestra sacrosanta televisión, dicho sea de paso.
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Claro que no me detuve ahí. En los libros anteriormente mencionados se relacionaba a la escatología con la construcción de la identidad criolla a manos de un tal Bachiller Miguel Sánchez que publicó en 1648 un elogio a la aparición de la virgen de Guadalupe, de nombre tan largo que no cabría en este artículo. Baste decir que basaba su argumentación en que la virgen era la viva imagen de la mujer del Apocalipsis según san Juan. Si releemos ese texto, vemos que la mujer de la que habla habrá de dar a luz al niño, que es Jesús, que será tomado por los ángeles para ser llevado a los cielos, y que el demonio, representado por un monstruo en forma de reptil, ataca a la mujer frustrado por no poder devorar al niño; entonces, los ángeles le regalan a ella un par de alas de águila para que pueda escapar de la bestia. Los investigadores comentan que no hace falta mucha imaginación para encontrar un simbolismo mestizo en esa imagen, mezcla entre el catolicismo y un mito prehispánico: la virgen por un lado y el águila en el nopal devorando a la serpiente por el otro, reptil por cierto que representa al demonio que es vencido. Empezaba el mito de lo nacional, fundamentado en la imagen de Guadalupe que habría venido a evangelizar mucho tiempo antes que los españoles; incluso, que el mismo San Juan la habría profetizado.
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Y entonces, el maligno se apodera de mí, y reflexiono maliciosamente sobre el tema. ¿Es pues que el Bachiller realizó todo un prodigio de imaginería escatológica sobre el origen y destino divino de los mexicanos, o es que estaba lleno de lo que la otra escatología analiza? Si se trata de la segunda, la artificialidad de los mitos nacionales caería tan bajo como las excrecencias más detestables del ser humano y toda esa construcción no es otra cosa que boñiga; o quizá nuestro nacionalismo no resiste una brisita y cual ventosidad (oséase gas) se esparce hasta perderse en la nada. Digo lo anterior pues sorprende la facilidad con la que nos hacemos de nuevos héroes en nuestra sociedad, especialmente la televisión. Recientemente, durante las olimpiadas chinas, al ver que nuestros atletas de plano no daban el ancho de acuerdo al nivel de expectativas que siempre manejamos, las dos televisoras se colgaron de las medallas del anfibio Phelps, hasta transformarlo en un dios del Olimpo. De esa manera, hasta un pedacito de las salpicaduras de tal santidad nos cayó. Por supuesto, me refiero a la escatología decente, no a la otra. Algo muy semejante pasó con el criollo Bachiller y sus seguidores, entre los que se cuenta Sigüenza y Góngora: justificarnos en espejismos.
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De la misma forma, no se requiere ser muy suspicaz para entender que nos aferramos a cualquier cosa para sustentar nuestro ser mexicano, así sea usurpando conocimientos indígenas y mezclándolos con concepciones occidentales para crear lo propio. Es quizá la máxima representación de la piratería, pues transformamos dos purezas, en impurezas que luego encumbramos en nuestro muy propio adoratorio particular, y terminan siendo purezas.
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La reflexión podría seguir y seguir, pero he de controlar al maldoso escuincle que llevo dentro, pues quizá y hasta termino diciendo que la Independencia de nuestro país fue puro pun, y que la Revolución Mexicana se fue directamente a la popó; incluso que Villa y Zapata nomás la hacían de flatulencia y que, como al que obra mal, se les pudrió el conducto excretor. Digo, nomás por aquello del bicentenario y centenario, respectivamente. Podría concluir que este artículo me salió de pura deposición.
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¿Crisis alimentaria o crisis lectora?-Israel León o’Farril (La Jornada de Oriente 27/08/08)
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Tanto Charles C. Cumberland, en su libro Madero y la Revolución Mexicana, como John Womack Jr., en su Zapata y la Revolución Mexicana, y Friedrich Katz en su biografía de Pancho Villa informan que previo a la revolución maderista, por allí de 1906, México vivía una crisis económica derivada de la caída de los precios del maíz y del azúcar, lo cual redundó en los años posteriores en una crisis alimentaria. Coinciden también en los altos niveles de corrupción y en los constantes abusos de hacendados, empresarios y líderes políticos, que aprovechando sus lazos con el poder central hacían y deshacían a su antojo. El campo y las minas estaban a merced de la especulación de unos cuantos, y las empresas transnacionales, principalmente de los Estados Unidos, sacaban sus capitales sin que nadie pudiera decir nada. Es ahí que dos o tres simpáticos gandallas (los Terrazas, los Creel, los Limantour) medraron instalados en las posibilidades oligárquicas que propició el régimen porfirista. Los libros de historia citados con anterioridad dan cuenta de éstos y otros abusos, y en sus páginas existe la comprensión de una época determinante para nuestro país.
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Pero no sólo la historia se encarga de exponer estas realidades. La literatura, en voz de muchos escritores geniales, como Agustín Yañez, con Al Filo del Agua, o Bruno Traven, con su ácida novela La Rebelión de los Colgados, exponen los antecedentes en diferentes regiones. Hurgan en la psicología y el comportamiento de la explotación, se deleitan al exponer la avaricia de los aserraderos de maderas preciosas en Chiapas, o de la lujuria contenida en un pueblo del norte de México gracias al control irrestricto de un párroco sobre las costumbres del lugar, caldo de cultivo para cualquier rebelión.
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Y uno se pregunta: ¿crisis alimentaria?, ¿los Creel?, ¿un clero activo, conservador y al oído de Los Pinos?, ¿un campo prácticamente eliminado y en manos de unos cuantos? ¡Noooo!, ¡¿De nuevo?! Y sí, lo que sucede es que nunca se fueron, simplemente durmieron el sueño de los justos y esperaron a que llegara de nuevo su momento. Y llegó con la instauración del modelo a principios de los 80.
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Hoy tenemos problemas muy similares a los que se vivían hace 100 años, y recientemente más de uno ha vaticinado un nuevo levantamiento social en el país. No quiero ser un nuevo agorero del Apocalipsis, pero me cae que es difícil no optar por esa tesis cuando las cosas siguen y siguen igual. Sin embargo, a la par de las deficientes políticas públicas con respecto al campo mexicano que han instrumentado numerosos gobiernos, priistas primero y panistas ahora, se suman deficientes políticas con respecto a lo educativo.
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Hemos reducido el analfabetismo real, pero, al no profundizar, nos hemos quedado con millones de analfabetas funcionales que saben leer y escribir, pero poco más. Nos hemos quedado con la cómoda imagen que nos proporciona el cine, esa imagen que inauguró la película Allá en el Rancho Grande, de Fernando de Fuentes: ese ranchero dicharachero, bonachón y cantador que es rete bueno, y rete comprensivo con sus trabajadores, casi como un padre; esa imagen es continuada por la ranchera chida, una Sara García personificando a la dura abuelita de Los Tres García, de Ismael Rodríguez, y hasta nuestros días con el churro televisivo ése de Fuego en la Sangre que no hace más que modernizar al ranchero chido hasta volverlo una burla de sí mismo, y que resulta un alimento más para la calentura de las féminas de cualquier edad.
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¿Qué hubiera sucedido si los textos arriba citados hubieran llegado en lugar de esas imágenes? Quizá otro asunto estaríamos contando en este momento, y quizá no se hubiera firmado tan a la ligera ese famoso TLC, sobre todo en el apartado del campo. ¿Será también que las elites que nos gobiernan tampoco los han leído? Quién sabe en esta administración, pero de la anterior no cabe duda. Por tanto, me parece que nuestro problema no está sólo en la falta de frijoles, maíz y lácteos, sino de lectores, lectores de libros que analicen en la historia, en el presente y a partir de la novela los diferentes vaivenes de la política en el país. Puede parecer ingenuo pensar que unos cuantos libros habrán de crear consciencia, pero, ante el panorama... la verdad es que no se vislumbra mejor solución.

jueves, septiembre 11, 2008

Trastornos de lo cotidiano

Diario Milenio-Puebla (11/0908)
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La hipocondría es un serio desequilibrio de la personalidad que afecta a muchísimas personas en el orbe. Inicio esta nota al estilo de las páginas que uno abre en el buscador de Google. Me ha dicho mi querido neurocirujano, el doctor Ignacio Galindo, que tengo prohibido entrar a la Internet y buscar ahí páginas que hablen de enfermedades. “Lo siento, doctor”, le dije y rematé con un “no volverá a suceder”. Lo que sucede es que al adentrarme a las páginas que tratan temas de asuntos del cerebro y demás, me fue entrando un ligero vértigo que terminó por tirarme en la cama. “No más, doctor”, se lo remarqué.
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Pero al igual que los fumadores o los bebedores empedernidos que se esconden para satisfacer lo que el organismo les exige yo, en contra de las instrucciones del doctor, estuve a punto de volver sobre los pasos. “¡No!”, como en las terapias grupales: “¡No!, no por estas veinticuatro horas”. Así que ya no quise saber más sobre la hipocondría: me conformo con los conocimientos que adquirí en la escuela de psicología.
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Cuando un fumador o un bebedor –se dice– deja de serlo, podrá con facilidad caer en las garras de otra dependencia. La hipocondría –¿esto pasa desapercibido a los trabajadores de la salud?– nos viene provocada por los grandes males que atañen a la sociedad y –finalmente– termina por hacernos daño. ¿Un hipocondriaco a dónde dirige sus pasos? Al vacío.
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Recuerdo la famosa frase del doctor Freud al referirse a una paciente de manera conmovedora: “Yo la saqué de su miseria espiritual para enfrentarla a su triste miseria material”. Era, sin duda, un cargo de conciencia.
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En suma: la antipsiquiatría (un movimiento generado en los años sesenta en Italia y en Inglaterra casi simultáneamente) mantenía un postulado que me parece aún básico para entender parte del comportamiento humano: ¿si a alguien se le llama paranoico porque se siente perseguido, cómo se puede denominar a la persona que es realmente acechada por alguien o por algo?
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Trasladando ese postulado a la hipocondría: al hombre o la mujer que sufre —y la siente y la lleva— una enfermedad imaginaria se le etiqueta simplemente así: “es un irremediable hipocondriaco”. ¿Y quién quiere compartir la vida con un hipocondriaco? Sólo otra personalidad desafinada, trastornada, chueca. O sólo otra personalidad hipocondriaca.
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¿Y qué pasa entonces con aquellos que sufren de un serio desajuste emocional provocado por la irracionalidad de la vida cotidiana? A ésos debemos enfocar nuestra atención. Siempre hay alguien que sufre, aunque no sepa bien a bien por qué.
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La vida cotidiana, señoras y señores, provoca grandes males. Esto que afirmo no es el descubrimiento de nada. Basta detenerse en las tragedias que leemos en los diarios. Basta sabernos inseguros y con miedos. Basta con mirar al otro que nos regresa unos ojos agresivos. Bastan los rostros de miradas vacías en un transporte público. Basta la conciencia –infundada o no– de la sola posibilidad perder el mañana.

martes, septiembre 09, 2008

De casa en casa

Diario Milenio-México (09/09/08)
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Es bien sabido que, junto con la pérdida de un ser amado o la falta de empleo, mudarse de casa es una de las actividades que suelen producir más estrés. Una mudanza implica, desde luego, el cierre de un ciclo, la descontextualización y eventual recontextualización de una vida, el inicio de algo que, si es cierto que es un inicio, es algo en sentido estricto desconocido. El entusiasmo y el duelo se confunden así para producir aquella poderosa sensación que Heidegger definiera como el dolor que produce la cercanía de lo lejos: la melancolía. El que se muda ya no está, pero todavía no llega. El que se muda observa su alrededor pero en realidad ve hacia atrás. Sublime retrospectiva. En entredicho permanente, el mudante observa, calcula, descuelga, empaca. Pero, sobre todo, el mudante palpa: los objetos convertidos, por obra y gracia del cambio, en historias condensadas que la mano descifra. Braille sentimental. Supongo que la tensión y el cansancio de la mudanza están íntimamente relacionados a esa súbita animación de los objetos. Esa taza que. Aquella repisa. La superficie de la mesa donde. ¿Te acuerdas de los zapatos? Esta cortina. Sobre la punta del mítico alfiler, el mudante ocupa un centro alrededor del cual el pasado danza.
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Es así como surge la casa.
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Justo como la respiración, la casa suele pasar desapercibida en su recurrente estar-ahí. Uno se acostumbra a entrar en ella, a deslizarse por sus pasillos o chocar contra sus paredes como si tal entrar o tal chocar fueran actos naturales. Cosas de la vida diaria. Uno abre o cierra sus puertas en realidad sin pensar. De conocerla tanto, pues, uno la olvida. Aún en el proceso de remodelación o fraguando el diseño de sus cuartos, uno olvida sus planos internos, los que permiten o no permiten la existencia de una salida. Pero con la lista de enseres y las cajas de cartón a cuestas, el mudante recapacita: uno es, después o antes de todo, el espacio que le da forma, la casa que lo oprime o lo arropa, la ventana por la que se puede mirar. Tengo la impresión de que es por eso, por la existencia a la vez explícita e invisible de esos inamovibles planos internos, que uno visita las casas de sus escritores favoritos. Más allá de la huella anecdótica de su presencia, lo que uno busca es el puente que va, y esto de manera por demás íntima, de la habitación a la página. Un principio de composición. Una arquitectura privada que, estando a la vista de todos, es, sin embargo o por lo mismo, invisible. El escritor vive, en el sentido más material del término, de la misma manera en la que escribe, y viceversa. Sólo los habitados narran.
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Es así como surge la página.
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En 1844, Edgar Allan Poe escribió The Purloined Letter, un relato en el que el prefecto de París pide ayuda a Auguste Dupin para encontrar una carta robada. Las autoridades saben quién la robó (un ministro con ojos de lince) y, en general, el lugar donde el objeto puede encontrarse (la casa del ministro). Sin embargo, después de una búsqueda minuciosa, acaso exhaustiva, los policías no pueden dar con ella. Dupin, quien está al tanto de que el ladrón es, además de ministro, poeta y matemático, llega a la conclusión que la carta no está escondida, cuando menos no de la forma convencional. Lejos de buscar el objeto en cajones secretos o en el hueco de las patas de la mesa, Dupin la rastrea en un lugar distinto: no en la profundidad de los escondites extraordinarios, sino en la superficie. Y ahí es, precisamente, donde la encuentra. A la vista de todos. La carta arrugada y puesta de revés parece otra, pero es la misma.
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Unos cien años más tarde, Jaques Lacan analizó este relato en su famoso seminario de los miércoles, curiosamente en la misma ciudad donde Poe situó su relato original. La lettre volée. Al psicoanalista le preocupaba, entre otras cosas, promover el siguiente principio: “que en el lenguaje, nuestro mensaje nos viene del Otro y, para anunciarlo hasta el final: bajo una forma invertida”. También se planteaba desde ahí la siguiente pregunta: “si el hombre se redujera a no ser más que el lugar de retorno de nuestro discurso, ¿no nos regresaría la pregunta de para qué dirigírselo?” Tal vez. Es muy posible que al psicoanalista, en realidad, le interesaran muchas más cosas pero, tal como él mismo lo afirmó a menudo, la verdad sólo puede ser enunciada a medias. En todo caso, no sugería Lacan dejar cosas a la vista para esconderlas mejor, sino llamar la atención sobre el hecho básico de que nada “por muy lejos que venga una mano a hundirlo en las entrañas del mundo, puede estar escondido en él, puesto que otra mano puede alcanzarlo allí”. El misterio es simple y raro al mismo tiempo, tal como lo había enunciado Poe.
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Hacia el final de la primera parte del seminario, después de verse confirmado en el rodeo por el objeto mismo que lo lleva a él, Lacan sentenciaba que una carta siempre llega a su destino o, en otras palabras, que el lenguaje entrega su sentencia a quien sabe escucharlo.
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Es así como surge la mudanza.

lunes, septiembre 08, 2008

Señores del tolete

Diario Milenio-México (08/09/08)
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Y si no fueran todos los que están?
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Siempre que uno escribe o lee una parrafada, espera que le lleve a un destino final; a diferencia de la realidad, las palabras escritas prometen, por el sólo hecho de hallarse ahí, alguna conclusión más o menos plausible. Tres semanas atrás, realicé en estas páginas algo muy parecido a un ejercicio ciudadano: quería preguntarme qué razones tendría una persona intrépida para volverse policía en la ciudad de México, pero al cabo no di con una sola. Sólo la sinrazón, o el afán manifiesto de corromperse, concluí no exactamente por mi gusto, podía llevar a cualquiera por un camino en tal modo sembrado de despropósitos. Más que una conclusión, parecía la ausencia total de conclusiones. Una ficción, al cabo, pues lo cierto es que la ciudad está repleta de policías, de modo que por pura ley de probabilidades parece fantasioso aventurar la idea de que no existe un solo policía honesto, o de perdida bienintencionado; si bien lo cierto es que éstos, dondequiera que estén, la tienen tan difícil que bien merecerían el calificativo de héroes.
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Si uno sensatamente se pregunta por la eficacia real de nuestra policía y se asoma a las cifras al respecto, acabará por no salir a la calle, o hacerlo acompañado de esa clase de paranoia que a la postre consigue imantar las desgracias que pretendía evadir. De ahí que algunos prefiramos confiar en las destrezas del ángel de la guardia, y a veces sumergirnos en el consuelo de la novela negra, donde mínimo existe un principio y un fin, amén de que es posible asomarse a las motivaciones de los participantes. Queda, no obstante, la sensación de haberse paseado por un parque temático o un planeta distante cuando se vuelve de una de esas novelas de Henning Mankell donde los peores crímenes son meras excepciones del comportamiento y las instituciones justicieras no nada más funcionan de una manera óptima, sino además sus miembros trabajan permanentemente preocupados por la impresión que causan en los ciudadanos. A lo largo de varios cientos de páginas, el lector es un sueco que paga sus impuestos y exige que éstos se administren como es debido. No faltaba más, pues.
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Regla mata excepción
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¿Qué razón tuvo en un principio Kurt Wallander, el ultrachambeador detective de Mankell, para volverse policía? Según éste confía al niño de once años que le hace la pregunta, su motivo es tan simple como el que debería tener cualquiera que se aboque a emprender un oficio determinado: creía que podía ser un buen policía. En cualquier sociedad que pretenda llamarse a sí misma civilizada, ese parecer basta para lanzarse a buscar suerte en la profesión, y en alguna medida encontrarla. Nada, en la vida cotidiana del policía Wallander, conspira contra ese propósito fundamental, como no sean los propios criminales, que como es de esperarse querrían demostrarle lo contrario. Ministros, funcionarios y leyes trabajan dentro de los límites razonables para que las personas vayan y vengan por las calles sin jamás esperar que el sistema pudiera traicionarlos, y acaso se encomiendan a la Providencia contra el curioso azar que los haría víctimas de una excepción.
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La última vez que descendí de una novela de Mankell hacia la realidad cruda y pelona, fue aterrizando en las imágenes de Tropa de élite, del brasileño José Padilha. Es ahí donde el protagonista, policía entrenado para operativos especiales donde matar no es ni con mucho una restricción, encuentra y se repite que el sistema de justicia no está allí para proteger a los ciudadanos, como a sí mismo. ¿Qué de extraño tendría que policías, funcionarios y políticos se coludieran con los criminales, cuando todos son parte del mismo sistema? Más raro, a todas luces, parecería que los socios se combatieran a sí mismos, especialmente cuando buena parte de los ciudadanos que los pusieron ahí no tienen cuando menos la educación bastante para alzar la voz y exigir cualquier cosa. Frente a una policía pobre y corrompida y un hampa siempre mejor provista, pagada y armada, toda esperanza de justicia queda en manos de un batallón de cien mercenarios incorruptibles y asimismo inconmovibles, expertos no ya en investigar sino en hacer la guerra contra el crimen. Una guerra perdida de antemano, que no obstante compensa a sus combatientes con unas cuantas cabezas sangrantes. Uno se refocila así en la certidumbre del personaje, cuando éste afirma que todo aquél que mata a un miembro de su batallón firma su propia sentencia de muerte. A como van las cosas, se diría que en una hipotética policía eficaz sólo cabrán dementes y fanáticos.
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Cínicos y contentos
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Aún sin entender cómo hace un policía inmerso en un sistema corrompido y disfuncional para llevar a cabo su trabajo, salto a otra muestra de violencia extrema: Ángeles del sol, también brasileña, dirigida por Mauricio Gonçalves. Noventa escalofriantes minutos dedicados a contar la historia de una niña nordestina secuestrada y forzada a prostituirse en una mina de oro de la Amazonia. Apenas una muestra insignificante de las cien mil niñas y adolescentes que, según se estima, viven hoy día en esta situación, solamente en Brasil. Secuestradas, violadas y esclavizadas, no pocas veces para el deleite de ciertos turistas, llegados de países civilizados donde esas canalladas son impensables, o quizá excepcionales. ¿Sirve de algo pensar que en mi país tal vez no sean cien mil?
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Me cuesta imaginar a un policía digno percibiendo un salario de mierda. Habría que ver quién logra combatir al crimen desde la indignidad y la miseria. Pero más que ponerme en el pellejo de uno de ellos —dudo que sea posible, por lo demás— me meto en los zapatos de un escritor de novelas negras y nomás no consigo eludir la sombra de ese sistema dado al autoblindaje y la inconsecuencia. Lo peor, me temo, es que la mera idea de un policía local incorruptible provocaría risas en el público lector. Entonces me pregunto si no será esa suerte de cinismo impotente la más grande esperanza de los criminales en uno y otro bando. ¿Es posible creer en una policía eficaz a la que nadie logra respetar? Henning Mankell, al menos, concluiría que no.

Breves notas

He terminado por fin de leer Ícaro de Sergio Pitol (Almadía, 2007), es sin duda una antología que sorprende y fascina. Leer a Pitol es un privilegio, es un autor que sabe llevar al lector de la mano, hace con éste lo que mejor le plazca y convenga, le narra sus procesos de escritura y lectura, le platica de sus aventuras al lado de otros escritores, le cuenta de la admiración que siente hacia lo escritores rusos e ingleses, lo lleva de la realidad a la ficción. Todo esto hace que sus libros sean indefinibles, pues mezcla relato, cuento, memoria, ensayo, a veces hasta noveleta. Y no queda otra mejor definición que antología. Antología de experiencias y conocimientos. Esta semana, si no pasa otra cosa, podrán ver un breve comentario acerca del libro en mi columna El guardián del diván.
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Ahora, leo con agrado la novela más reciente de mi maestro amigo Pedro Ángel Palou: Cuauhtémoc, la defensa del quinto sol. Novela que viene a cerrar su trilogía histórica que busca responder el por qué de las derrotas que ha sufrido este país desde la antigua Tenochtitlán hasta la Revolución Mexicana. Las primeras cincuenta páginas me han fascinado, sin duda, Pedro Ángel ha encontrado su voz narrativa, esa que lo define, como se dice en los talleres literarios, uno puede borrar el nombre del autor en la portada de la novela y se sabrá quién la escribió. En cuanto acabe, la comentaré brevemente en mi columna que escribo para El Columnista.
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Este domingo fue fatal, todo el día lloviendo desde las 4 de la mañana hasta las 7 de la noche aproximadamente. Carmen, mi novia adorada, ya me paso esa extraña costumbre de querer ir al baño cuando llueve, fui 5 veces en este día, ¡por dios! Hablando de Carmen y cosas personales, en este día lluvioso, fui a imprimir unas de las tantas fotos que tengo. Las fotografías no sólo sirven para buscar conservar algo de la memoria e historia personal, también son un instrumento que nos ayudar a darnos cuenta qué afortunados podemos ser. Tuve que elegir una foto con Carmen de cómo 25 que ya tenemos, también imprimí otras donde aparezco con Juan Villoro, Margo Glantz, Ignacio Solares, Sergio Pitol, Álvaro Enrigue y Cristina Rivera Garza, pura luminaria y estrella de la literatura.
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En la tarde de este lluvioso domingo estuvimos reunidos con parte de la familia de mi madre para festejar el cumpleaños de una prima. Es curioso, en eso que le llamamos sobremesa, se prestó la discusión acerca de lo pésimo que es Amanditititita, decían mis familiares: eso es algo que no debiera existir. Ofende al oído y el gusto musical. Pero ¿dónde dejamos a RBD, Tokio Hotel, Simple Plan, todos los de la Academia, el refrito mal hecho de Timbiriche, etc? No sé, mientras el populacho familiar asegura que Amanditititita apesta, en el canal 22 del CONACULTA uno se puede enterar que dicha cantante se codea con Monsiváis, Pitol, J. E. Pacheco, Poniatowska, además ¡los ha leído! Ya quisieran muchos disque artistas tener ese bagaje literario, además de la herencia, es ni más ni menos que hija del extinto Rockdrigo González. Y mientras nos poníamos a debatir de música, mis adentros lamentaban que no estuviera presente Carmen, quien seguro me hubiera ayudado a darles una amplia lección sobre oído y gusto musical.
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Mañana es lunes y de nuevo a la friega semanal, espero traiga mejores cosas. Ya se empieza uno a hartar de secuestros, descabezados, asesinatos, jóvenes imprudentes que se matan y matan a otros por ir a toda velocidad y ebrios, de políticos rateros que prometen el cielo y nos meten más a los inframundos de Dante, etc.