martes, septiembre 09, 2008

De casa en casa

Diario Milenio-México (09/09/08)
---
Es bien sabido que, junto con la pérdida de un ser amado o la falta de empleo, mudarse de casa es una de las actividades que suelen producir más estrés. Una mudanza implica, desde luego, el cierre de un ciclo, la descontextualización y eventual recontextualización de una vida, el inicio de algo que, si es cierto que es un inicio, es algo en sentido estricto desconocido. El entusiasmo y el duelo se confunden así para producir aquella poderosa sensación que Heidegger definiera como el dolor que produce la cercanía de lo lejos: la melancolía. El que se muda ya no está, pero todavía no llega. El que se muda observa su alrededor pero en realidad ve hacia atrás. Sublime retrospectiva. En entredicho permanente, el mudante observa, calcula, descuelga, empaca. Pero, sobre todo, el mudante palpa: los objetos convertidos, por obra y gracia del cambio, en historias condensadas que la mano descifra. Braille sentimental. Supongo que la tensión y el cansancio de la mudanza están íntimamente relacionados a esa súbita animación de los objetos. Esa taza que. Aquella repisa. La superficie de la mesa donde. ¿Te acuerdas de los zapatos? Esta cortina. Sobre la punta del mítico alfiler, el mudante ocupa un centro alrededor del cual el pasado danza.
-
Es así como surge la casa.
-
Justo como la respiración, la casa suele pasar desapercibida en su recurrente estar-ahí. Uno se acostumbra a entrar en ella, a deslizarse por sus pasillos o chocar contra sus paredes como si tal entrar o tal chocar fueran actos naturales. Cosas de la vida diaria. Uno abre o cierra sus puertas en realidad sin pensar. De conocerla tanto, pues, uno la olvida. Aún en el proceso de remodelación o fraguando el diseño de sus cuartos, uno olvida sus planos internos, los que permiten o no permiten la existencia de una salida. Pero con la lista de enseres y las cajas de cartón a cuestas, el mudante recapacita: uno es, después o antes de todo, el espacio que le da forma, la casa que lo oprime o lo arropa, la ventana por la que se puede mirar. Tengo la impresión de que es por eso, por la existencia a la vez explícita e invisible de esos inamovibles planos internos, que uno visita las casas de sus escritores favoritos. Más allá de la huella anecdótica de su presencia, lo que uno busca es el puente que va, y esto de manera por demás íntima, de la habitación a la página. Un principio de composición. Una arquitectura privada que, estando a la vista de todos, es, sin embargo o por lo mismo, invisible. El escritor vive, en el sentido más material del término, de la misma manera en la que escribe, y viceversa. Sólo los habitados narran.
-
Es así como surge la página.
-
En 1844, Edgar Allan Poe escribió The Purloined Letter, un relato en el que el prefecto de París pide ayuda a Auguste Dupin para encontrar una carta robada. Las autoridades saben quién la robó (un ministro con ojos de lince) y, en general, el lugar donde el objeto puede encontrarse (la casa del ministro). Sin embargo, después de una búsqueda minuciosa, acaso exhaustiva, los policías no pueden dar con ella. Dupin, quien está al tanto de que el ladrón es, además de ministro, poeta y matemático, llega a la conclusión que la carta no está escondida, cuando menos no de la forma convencional. Lejos de buscar el objeto en cajones secretos o en el hueco de las patas de la mesa, Dupin la rastrea en un lugar distinto: no en la profundidad de los escondites extraordinarios, sino en la superficie. Y ahí es, precisamente, donde la encuentra. A la vista de todos. La carta arrugada y puesta de revés parece otra, pero es la misma.
-
Unos cien años más tarde, Jaques Lacan analizó este relato en su famoso seminario de los miércoles, curiosamente en la misma ciudad donde Poe situó su relato original. La lettre volée. Al psicoanalista le preocupaba, entre otras cosas, promover el siguiente principio: “que en el lenguaje, nuestro mensaje nos viene del Otro y, para anunciarlo hasta el final: bajo una forma invertida”. También se planteaba desde ahí la siguiente pregunta: “si el hombre se redujera a no ser más que el lugar de retorno de nuestro discurso, ¿no nos regresaría la pregunta de para qué dirigírselo?” Tal vez. Es muy posible que al psicoanalista, en realidad, le interesaran muchas más cosas pero, tal como él mismo lo afirmó a menudo, la verdad sólo puede ser enunciada a medias. En todo caso, no sugería Lacan dejar cosas a la vista para esconderlas mejor, sino llamar la atención sobre el hecho básico de que nada “por muy lejos que venga una mano a hundirlo en las entrañas del mundo, puede estar escondido en él, puesto que otra mano puede alcanzarlo allí”. El misterio es simple y raro al mismo tiempo, tal como lo había enunciado Poe.
-
Hacia el final de la primera parte del seminario, después de verse confirmado en el rodeo por el objeto mismo que lo lleva a él, Lacan sentenciaba que una carta siempre llega a su destino o, en otras palabras, que el lenguaje entrega su sentencia a quien sabe escucharlo.
-
Es así como surge la mudanza.

No hay comentarios.: