jueves, septiembre 11, 2008

Trastornos de lo cotidiano

Diario Milenio-Puebla (11/0908)
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La hipocondría es un serio desequilibrio de la personalidad que afecta a muchísimas personas en el orbe. Inicio esta nota al estilo de las páginas que uno abre en el buscador de Google. Me ha dicho mi querido neurocirujano, el doctor Ignacio Galindo, que tengo prohibido entrar a la Internet y buscar ahí páginas que hablen de enfermedades. “Lo siento, doctor”, le dije y rematé con un “no volverá a suceder”. Lo que sucede es que al adentrarme a las páginas que tratan temas de asuntos del cerebro y demás, me fue entrando un ligero vértigo que terminó por tirarme en la cama. “No más, doctor”, se lo remarqué.
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Pero al igual que los fumadores o los bebedores empedernidos que se esconden para satisfacer lo que el organismo les exige yo, en contra de las instrucciones del doctor, estuve a punto de volver sobre los pasos. “¡No!”, como en las terapias grupales: “¡No!, no por estas veinticuatro horas”. Así que ya no quise saber más sobre la hipocondría: me conformo con los conocimientos que adquirí en la escuela de psicología.
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Cuando un fumador o un bebedor –se dice– deja de serlo, podrá con facilidad caer en las garras de otra dependencia. La hipocondría –¿esto pasa desapercibido a los trabajadores de la salud?– nos viene provocada por los grandes males que atañen a la sociedad y –finalmente– termina por hacernos daño. ¿Un hipocondriaco a dónde dirige sus pasos? Al vacío.
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Recuerdo la famosa frase del doctor Freud al referirse a una paciente de manera conmovedora: “Yo la saqué de su miseria espiritual para enfrentarla a su triste miseria material”. Era, sin duda, un cargo de conciencia.
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En suma: la antipsiquiatría (un movimiento generado en los años sesenta en Italia y en Inglaterra casi simultáneamente) mantenía un postulado que me parece aún básico para entender parte del comportamiento humano: ¿si a alguien se le llama paranoico porque se siente perseguido, cómo se puede denominar a la persona que es realmente acechada por alguien o por algo?
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Trasladando ese postulado a la hipocondría: al hombre o la mujer que sufre —y la siente y la lleva— una enfermedad imaginaria se le etiqueta simplemente así: “es un irremediable hipocondriaco”. ¿Y quién quiere compartir la vida con un hipocondriaco? Sólo otra personalidad desafinada, trastornada, chueca. O sólo otra personalidad hipocondriaca.
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¿Y qué pasa entonces con aquellos que sufren de un serio desajuste emocional provocado por la irracionalidad de la vida cotidiana? A ésos debemos enfocar nuestra atención. Siempre hay alguien que sufre, aunque no sepa bien a bien por qué.
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La vida cotidiana, señoras y señores, provoca grandes males. Esto que afirmo no es el descubrimiento de nada. Basta detenerse en las tragedias que leemos en los diarios. Basta sabernos inseguros y con miedos. Basta con mirar al otro que nos regresa unos ojos agresivos. Bastan los rostros de miradas vacías en un transporte público. Basta la conciencia –infundada o no– de la sola posibilidad perder el mañana.

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