jueves, octubre 16, 2008

Un poeta ecologista

Diario Milenio-Puebla (16/10/08)
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Mi amigo Víctor Contreras Toledo, poeta y ensayista, profesor universitario, me ha hecho llegar (y ha hecho circular) una carta que inicialmente va dirigida a comunidad internacional y a las autoridades del estado, en donde manifiesta su preocupación por lo que ocurre en La Calera.
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Reproduzco (editada por mí) parte de la carta fechada en julio de este mismo año. Escribe Toledo que en el tramo de bosque que queda en La Calera, rodeado por un paisaje poderoso y dramático de México como lo es La Maliche y El Pico de Orizaba. Debido al crecimiento de la mancha urbana –sigue explicando el autor de la misiva—este bosque tiende a desaparecer y con él una flora y una fauna sorprendentes y únicas en el mundo.
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Sigue el doctor Toledo explicando que este bosque de La Calera es oro y de un asombro extraordinario. La vegetación creció con los siglos, por eso sería terrible que alguien la borrara del mapa de repente.
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“Se irían para siempre los insectos que de seguro quedaron varados de una época prehistórica: avispas rojinegras, que de tan gigantes apenas si pueden volar a metro y medio de altura, como pequeñas brujas. Grandes hormigas como ositos de peluche, las más hermosas del mundo (…). Los biólogos, las gentes cultas y sensibles, la sociedad en general, de Puebla, de México y del mundo deben de acudir a socorrer este lugar, esta fantasía vital”.
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Comparto la preocupación de Víctor Toledo por los desastres ecológicos que puede traer la destrucción de un bosque como este. Según lo advierte Toledo, ya una constructora inició la “urbanización” donde se encuentra un rancho del siglo XIX, mismo que debería preservarse como un pequeño museo.
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Parece ser –dice Toledo— que nunca se oficializó el que fuera decretado zona ecológica este último pulmón de Puebla. Sin embargo habla de alguna ley que pueda proteger los bosques.
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De seguir así entonces “la predicción de los libros sagrados mayas del fin del mundo, para el año 2012, se adelantará y quedará irónica y trágicamente como superstición”.
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Ojalá aún se pueda evitar la paulatina destrucción de este pequeño pero grandioso bosque.
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Yo no sé a quien le corresponda dar una respuesta. Lo que sí sé es que Víctor Toledo ahora está pidiendo apoyo a nivel internacional y que ya hay grupos ecologistas en México que han buscado información sobre el caso.
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Por lo pronto espero que, a través de esa carta que ha enviado a los medios, el poeta Víctor Toledo logre algo.

miércoles, octubre 15, 2008

“El Gran Vidrio de Mario Bellatin”-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 15/10/08)

“Los protagonistas del último libro que he publicado, curiosamente se siente satisfechos con la obra. Creo que quedan muy mal librados, pero no parecen darse cuenta de ser ellos los personajes retratados. Pienso que tal vez poseen una ingenuidad infinita o que no suelen leer los libros como es debido”, parte del inicio con el cual arranca la segunda novela "La verdadera enfermedad de la Sheika" que contiene la novela más reciente de Mario Bellatin: “El Gran Vidrio”, que lo llevó a ganar a principios de este 2008 el Premio Nacional de Literatura convocado por el Instituto Municipal de Cultura, Turismo y Arte de Mazatlán, dotado con 80 mil pesos. El jurado que tomó la decisión estuvo integrado por Vicente Leñero, Juan Villoro y José Agustín. El titulo de la novela de Bellatin, coincide con el de un cuadro hecho por Marcel Duchamp, mejor conocido como “La mariée mise a nu par ses célibataires, meme”, obra clave de su producción, además de ser considerada una obra de arte imprescindible para entender el arte moderno.
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La novela de Bellatin ha sido subtitulada como Tres autobiografías, pues está compuesta por los siguientes textos: “Mi piel luminosa", "La verdadera enfermedad de la Sheika" y "Un personaje en apariencia moderno", conformando así, un todo, al mismo tiempo que cada uno de ellos goza de cabal independencia. Son tres novelas escritas con la exactitud y pulcritud propias de Bellatin.
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Narraciones que maravillan y espantan al mismo tiempo, por su humor negro, su densidad y su composición oculta, hermética.
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Tres son las temáticas que uno encontrará en la novela: la primera habla de una madre que exhibe rutinariamente los grandes genitales de su hijo, la segunda novela trata del destazamiento paulatino de un cerdo para sobrevivir, mientras que la tercera es el retrato de un joven con lentes cuadrados que soñaba con tener una novia alemana, pero al mismo tiempo en la segunda y tercer novela hay un vaso comunicante: en el cual se narra tanto en voz femenina y como en masculina: la incansable búsqueda de un Renault 5.
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La cuarta de forros de esta novela edita por Anagrama y distribuida por Colofón anuncia al lector la temática principal: “El Gran Vidrio” es una fiesta que se realiza anualmente en las ruinas de los edificios destruidos en la ciudad de México, donde viven cientos de familias organizadas en brigadas que impiden su desalojo. El hecho de habitar entre los resquicios dejados por las estructuras quebradas representa un símbolo mayor de invisibilidad social, es quizá por eso que cuando deciden pertenecer al resto, cuando carnavalizan de alguna manera su situación, deciden llamar “El Gran Vidrio” a su celebración más importante.
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Pero existen, a mi parecer, dos temáticas más, ubicadas en el trasfondo de esta reunión: la primera recae en buscar retratar su pasión por la invisibilidad y la decadencia social, algo que siempre le ha fascinado al autor, razón única que le permite sobrevivir en el Df, -comentario que recuerdo me hizo alguna vez estando en Puebla para presentar el número 6 de la revista Revuelta -; y la segunda es plasmar entre líneas su postura ante la literatura: escribir sólo por escribir. No como una opción, sí como un castigo.

martes, octubre 14, 2008

Un link, un link.

Linkeado en la página de Prensa del Fondo de Cultura por la reseña que hice de libro de ensayos, La Novela según los Novelistas, coordinado por Cristina Rivera Garza:

La historia del amor / I

Diario Milenio-México (14/10/08)
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El beso en la boca, ese acoplamiento aparentemente natural y, además, eterno, data, sin embargo, de tiempos más bien modernos —al menos en su versión popular y pública. De acuerdo con las investigaciones de la historiadora francesa Anne-Marie Sohn, todavía en 1881 existían legislaciones (el edicto de la Corte de Casación) que consideraban al beso en la boca como constitutivo del crimen de atentado al pudor. Pero tanto el beso en la boca como el inédito flirteo que despertaron hacia finales del siglo XIX acompañaron el desarrollo gradual de la sexualidad bucal, que ponía menor énfasis en la reproducción de la especie y mayor en la búsqueda del placer, y fueron también mano en mano con la erotización de la pareja conyugal que, hasta inicios del siglo XX, por ahí de la década de los 20 de hecho, se había basado en matrimonios concertados por la conveniencia económica, no por el sentimiento. Pero para llegar hasta ese sitio, para que la pareja pudiera hacer del lecho un lecho de amor, el amor y el placer tuvieron que librar una larga batalla que empezó, si le creemos a Jean Courtin, especialista en prehistoria y director de investigación en el Centro Nacional de Investigación Científica, con el Cro-Magnon, hace unos 100 mil años en África y Cercano Oriente, y hace unos 35 mil años en Europa. Fue entonces que el delicado Homo Sapiens dejó las primeras huellas del apego a sus semejantes a través de sus ritos funerarios. Así, según Courtin, “el sentimiento amoroso va a la par con la consideración que se tiene por los muertos, con el sentido de la estética y la ornamentación”.
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Muchas veces me he preguntado por qué si los historiadores en general tienen un acceso privilegiado a datos fascinantes, usualmente encontrados en viejos expedientes que llenan los estantes de los archivos más diversos, se les lee tan poco. La pregunta me ha surgido en más de una ocasión, sobre todo cuando los oigo platicar con singular pasión y conocimiento de causa acerca de hechos que no por encontrarse en el pasado dejan de tener sus conexiones extrañas y firmes con la vida contemporánea. En algo parecido habrá pensado Dominique Simonnet cuando decidió llevar a cabo conversaciones más bien informales y acaso por ello más atractivas con historiadores y ensayistas acerca de uno de los temas que, ya sean tiempos de crisis o de violencia o de bonanza, no dejan de ejercer su cuota de fascinación: el amor. En La más bella historia del amor, pues, el lector encontrará las entrevistas que la redactora en jefe de la revista francesa L´Express condujo con los historiadores Jean Courtin, Paul Veyne, Jacquees Le Goff, Jacques Solé, Mona Ozouf, Alain Corbin y Anne-Marie Sohn, y los escritores Paul Bruckner y Alilce Ferney. Sin el molesto uso del lenguaje excesivamente especializado y respondiendo de manera más bien directa, cuando no amena (por ejemplo, cuando Simonnet le pregunta a Veyne por la pasión legendaria entre Antonio y Celpatra, éste responde: “!Es difícil no amar a una reina que te ofrece todo el Oriente! Uno se enamoraría por mucho menos”), a preguntas concretas sobre las características y transformaciones del sentimiento amoroso desde la prehistoria hasta nuestros días, estos historiadores emprenden una plática rica y también luminosa sobre las múltiples maneras en que hombres y mujeres de diversas épocas han vivido y padecido y celebrado en su caso el amor. Como si se estuviera alrededor de una mesa, con café o copa de vino de por medio, las entrevistas cubren un considerable campo cronológico sin por ello perder la atención por el detalle nimio: “En la famosa gruta de Grimaldi se encontraron los esqueletos de un hombre de unos veinte años, muy grande (1.94 cm) y de una mujer de unos 30 años en posición replegada, ambos estrechamente entrelazados uno en el otro, con adornos de caracolas como lo preconizaba el uso…De hecho, probablemente se trata de un atlético cazador que debía hacer voltear la cabeza de las bellas de la costa de la Liguria hace 30.000 años…”
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El mundo romano que pinta Paul Veyne dista mucho del que figuró, no hace tanto, la imaginación de Fellini. Lejos de las orgías tumultuosas y el placer a toda prueba, los romanos que, según Veyne, inventaron a la pareja puritana, veían en el matrimonio una función cívica, aunque molesta, a través del cual se aseguraba la reproducción de la especie. Nada de amor entre los cónyuges que, por otra parte, incluían a mujeres que carecían de derechos. Además, “ningún poder público controla el matrimonio. No se pasa por el equivalente de un juez de paz o un cura, no se firma ningún contrato, salvo un compromiso de dote si la hay”. Para el placer y el sexo del varon romano estaban, por supuesto, los cuerpos de esclavas y esclavos, con quienes podía sostener concubinatos de largo plazo. Así las cosas, hacia el año 200, en la época de Marco Aurelio, todo se endureció: se argumentó contra el aborto, se estigmatizó a las viudas (hasta entonces una posición privilegiada entre las mujeres romanas), se castigó la homosexualidad. La transición hacia la edad media, en la cual la carne se convirtió en pecado, trajo, sin embargo, algunos beneficios para las mujeres: “el cristianismo en cierto sentido”, asegura Jacques Le Goff, “hizo progresar el estatus de la mujer mediante esa idea revolucionaria del consentimiento mutuo”. De esa manera habría que interpretarse la implantación de las amonestaciones en el cuarto concilio de Letrán de 1215: la iglesia quiso contrarrestar el poder del linaje y el peso de las familias y, a la vez, dió ocasión para que los desposados pudieran, si así lo ameritaba su caso, anular el matrimonio.
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“En materia de sexualidad”, asegura Jacques Sole, “el renacimiento fue menos iluminado y más inhumano que la edad media”. La represión y la fiscalización de la pareja fue en aumento, de ahí que la invención propiamente dicha del matrimonio por amor le haya correspondido a la pareja campesina. Mientras los integrantes de las clases económicamente poderosas todavía percibían al matrimonio como un negocio o como un deber, aquellos que poco tenían que perder o ganar con dicha institución se dejaban guiar más por la atracción física y, en su caso, por aquello denominado como amor. Plebeyo por naturaleza, sin embargo, el amor (“esa relación no preparada, no negociada, espontánea, que puede poner todo patas arriba”, según Ozouf) se convirtió en el gran enemigo de la revolución.

lunes, octubre 13, 2008

El coñazo de Rajoy

Diario Milenio-México (13/010/08)
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Vergüenzas esperpénticas
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Tal vez lo más penoso de la adolescencia sea verse arrastrando todavía ciertos terrores propios de la infancia, como es el caso del miedo al ridículo. Es tan fácil hacerlo, en esos años, que basta con así temérselo para darse infaliblemente a escenificarlo. Un tropezón, algún tartamudeo, cualquier síntoma de torpeza o timidez sería suficiente, témese el aterrado en cuestión, para hacer su autoestima picadillo y su reputación puré. Un estigma que muy difícilmente sobrevivirá por más de dos o tres años, pero entonces los años pesan como lápidas, más aún cuando tienes la sospecha de que habrás de pasártelos provocando la risa discreta o descarada de las bocas que sueñas con besuquear. Sientes, y con razón, que no hay tiempo para esperar. ¿Cómo va a haberlo, pues, si noche y día es uno perseguido por comezones que no hay uñas bastantes para socorrer, y que aparte es preciso conservar ocultas, so pena de sufrir quemón y trauma en un mismo paquete?
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Qué descanso sería para el imberbe avergonzado ante el espejo público entender que el temor al ridículo no sólo se irá pronto, sino que en su lugar vendrá la opción de prolongar la adolescencia a fuerza de empeñarse en desafiarlo. “Osos”, en español; “micos”, en portugués. “panchos”, en mexicano. Bochornosos mamíferos cuyo autor los encuentra simpáticos, casuales o inexistentes, dependiendo de su particular criterio, pues nadie ignora que el sentido del ridículo —igual que la vergüenza, socia y cómplice suya— es por naturaleza único, personal e intransferible. No es que cualquiera hoy día se desprenda sin más del miedo al adefesio, sino que su ocurrencia depende cada día menos del responsable. A saber cuántas cámaras y micrófonos ya nos habrán captado en los instantes menos recomendables, cuando creíamos que estábamos a salvo de la curiosidad ajena. Si hace diez años a un adolescente se le estigmatizaba en todo el vecindario, hoy se le hace pedazos en YouTube, de modo que el canijo desprestigio abarque el rango entero de sus conocidos, así se hayan mudado al Turquestán.
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La estrella del desfile
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La edad adulta a veces nos ayuda a olvidar esa ley infalible de la adolescencia según la cual tenerle miedo al ridículo es el modo más eficaz de llamarlo. Ya se sabe, además, cuánto gusta la gente de ensañarse con los tiesos una vez que los mira empezar a pandearse. Mal se doblan aquéllos que hasta ayer presumían de inflexibles. Como es el caso del español Mariano Rajoy, que apenas anteayer permitióse uno de esos comentarios privados que solíamos soltar durante la adolescencia, cuando daba prestigio renegar en público de todo aquello que fuera o pareciera tedioso. “Mañana tengo el coñazo del desfile”, comentó por lo bajo en un acto público, y todavía añadió: “en fin, un plan apasionante”. ¿Quién le iba a decir al tieso de Rajoy que sus palabras eran transmitidas en vivo por la radio, merced a algún micrófono que nadie apagó a tiempo? Para mayor bochorno, pasa que un año atrás, en vísperas de las celebraciones del 12 de octubre, el líder del Partido Popular había pedido a los españoles “algún gesto que muestre lo que guardan en su corazón”. Mencionó incluso el término franqueza.
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Cuando niño, muy pocas perspectivas me entusiasmaban tanto como la de asistir a un desfile militar, pero mi padre aborrecía la idea. No pensaba tal vez que fuera un coñazo, pero sí una joda y una hueva, que juntas equivalen sobradamente al rajoyano exabrupto. “Pago por no ir”, se rindió mi papá en la mañana de un 16 de septiembre, aquejado por cierta súbita jaqueca que no me conmovía en absoluto, y sólo así, pagando, logró librarse de la agenda que el infeliz Rajoy padece de manera inexorable, pues aun después de dar su opinión al respecto con franqueza indudable tendría que estar ahí de todas formas, soplándose el coñazo y además el ridículo de ir a exhibirse como cínico vergonzante y tieso retorcido. Un plan apasionante para sus malquerientes.
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De la fama a la infamia
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Quien pretende curarse del malestar de la vergüenza ajena no necesita más que compartirla. A la gente le encanta enterarse de los tropiezos de los demás, en especial aquellos que sólo imaginarlos produce marejadas de repelús. No es que uno se halle libre de metidas de pata iguales o mayores, pero saber que le han pasado a otro —todavía mejor: a otro que le cae mal— es un poco creerse más allá del alcance de la lotería de la desgracia. “Le tocó a él y no a mí”, respira quien se ha puesto de manera fugaz en el lugar del triste tatemado y regresa triunfante al reino de sí mismo.
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Siempre he compadecido a aquellos personajes públicos que por su investidura precisan asistir a un número insultante de ceremonias, discursos y equivalentes plomos protocolarios. A algunos esas cosas nos recuerdan las horas invertidas en cientos de solemnes eventos escolares donde las opiniones se daban a bostezos y nadie en realidad estaba donde estaba. Un lujo que un político no puede pagarse sin asumir el riesgo de ser captado por alguna cámara, y entonces pasar lista en el Hall of Shame. Tanto tener que dar la cara para nada, o para expresar mucho y decir nada, debe seguramente dejar secuelas en la vida privada del sujeto. Y si el tipo resulta que es Mariano Rajoy, figura regañona y a menudo indigesta de razón, patriota irreprochable por propio decreto, imaginemos cuánto le fastidiará tener que entrar día tras día en ese personaje para el que es complicado caerle bien a nadie que no comulgue en la misma parroquia. ¿Cómo se hace para desempeñar cada día un papel en tal modo demandante sin convertirse en cínico, misántropo, sociópata y otros extremos no menos esdrújulos?
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Se cuenta que Juan Carlos de Borbón se expresa en un lenguaje demasiado desenfadado para un rey, y eso le da licencias que otros no consiguen. Vamos, yo en su lugar hablaría peor que una furcia manadera. Pensaría, al final, que más ridículo hacen los desfiles.