martes, octubre 14, 2008

La historia del amor / I

Diario Milenio-México (14/10/08)
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El beso en la boca, ese acoplamiento aparentemente natural y, además, eterno, data, sin embargo, de tiempos más bien modernos —al menos en su versión popular y pública. De acuerdo con las investigaciones de la historiadora francesa Anne-Marie Sohn, todavía en 1881 existían legislaciones (el edicto de la Corte de Casación) que consideraban al beso en la boca como constitutivo del crimen de atentado al pudor. Pero tanto el beso en la boca como el inédito flirteo que despertaron hacia finales del siglo XIX acompañaron el desarrollo gradual de la sexualidad bucal, que ponía menor énfasis en la reproducción de la especie y mayor en la búsqueda del placer, y fueron también mano en mano con la erotización de la pareja conyugal que, hasta inicios del siglo XX, por ahí de la década de los 20 de hecho, se había basado en matrimonios concertados por la conveniencia económica, no por el sentimiento. Pero para llegar hasta ese sitio, para que la pareja pudiera hacer del lecho un lecho de amor, el amor y el placer tuvieron que librar una larga batalla que empezó, si le creemos a Jean Courtin, especialista en prehistoria y director de investigación en el Centro Nacional de Investigación Científica, con el Cro-Magnon, hace unos 100 mil años en África y Cercano Oriente, y hace unos 35 mil años en Europa. Fue entonces que el delicado Homo Sapiens dejó las primeras huellas del apego a sus semejantes a través de sus ritos funerarios. Así, según Courtin, “el sentimiento amoroso va a la par con la consideración que se tiene por los muertos, con el sentido de la estética y la ornamentación”.
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Muchas veces me he preguntado por qué si los historiadores en general tienen un acceso privilegiado a datos fascinantes, usualmente encontrados en viejos expedientes que llenan los estantes de los archivos más diversos, se les lee tan poco. La pregunta me ha surgido en más de una ocasión, sobre todo cuando los oigo platicar con singular pasión y conocimiento de causa acerca de hechos que no por encontrarse en el pasado dejan de tener sus conexiones extrañas y firmes con la vida contemporánea. En algo parecido habrá pensado Dominique Simonnet cuando decidió llevar a cabo conversaciones más bien informales y acaso por ello más atractivas con historiadores y ensayistas acerca de uno de los temas que, ya sean tiempos de crisis o de violencia o de bonanza, no dejan de ejercer su cuota de fascinación: el amor. En La más bella historia del amor, pues, el lector encontrará las entrevistas que la redactora en jefe de la revista francesa L´Express condujo con los historiadores Jean Courtin, Paul Veyne, Jacquees Le Goff, Jacques Solé, Mona Ozouf, Alain Corbin y Anne-Marie Sohn, y los escritores Paul Bruckner y Alilce Ferney. Sin el molesto uso del lenguaje excesivamente especializado y respondiendo de manera más bien directa, cuando no amena (por ejemplo, cuando Simonnet le pregunta a Veyne por la pasión legendaria entre Antonio y Celpatra, éste responde: “!Es difícil no amar a una reina que te ofrece todo el Oriente! Uno se enamoraría por mucho menos”), a preguntas concretas sobre las características y transformaciones del sentimiento amoroso desde la prehistoria hasta nuestros días, estos historiadores emprenden una plática rica y también luminosa sobre las múltiples maneras en que hombres y mujeres de diversas épocas han vivido y padecido y celebrado en su caso el amor. Como si se estuviera alrededor de una mesa, con café o copa de vino de por medio, las entrevistas cubren un considerable campo cronológico sin por ello perder la atención por el detalle nimio: “En la famosa gruta de Grimaldi se encontraron los esqueletos de un hombre de unos veinte años, muy grande (1.94 cm) y de una mujer de unos 30 años en posición replegada, ambos estrechamente entrelazados uno en el otro, con adornos de caracolas como lo preconizaba el uso…De hecho, probablemente se trata de un atlético cazador que debía hacer voltear la cabeza de las bellas de la costa de la Liguria hace 30.000 años…”
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El mundo romano que pinta Paul Veyne dista mucho del que figuró, no hace tanto, la imaginación de Fellini. Lejos de las orgías tumultuosas y el placer a toda prueba, los romanos que, según Veyne, inventaron a la pareja puritana, veían en el matrimonio una función cívica, aunque molesta, a través del cual se aseguraba la reproducción de la especie. Nada de amor entre los cónyuges que, por otra parte, incluían a mujeres que carecían de derechos. Además, “ningún poder público controla el matrimonio. No se pasa por el equivalente de un juez de paz o un cura, no se firma ningún contrato, salvo un compromiso de dote si la hay”. Para el placer y el sexo del varon romano estaban, por supuesto, los cuerpos de esclavas y esclavos, con quienes podía sostener concubinatos de largo plazo. Así las cosas, hacia el año 200, en la época de Marco Aurelio, todo se endureció: se argumentó contra el aborto, se estigmatizó a las viudas (hasta entonces una posición privilegiada entre las mujeres romanas), se castigó la homosexualidad. La transición hacia la edad media, en la cual la carne se convirtió en pecado, trajo, sin embargo, algunos beneficios para las mujeres: “el cristianismo en cierto sentido”, asegura Jacques Le Goff, “hizo progresar el estatus de la mujer mediante esa idea revolucionaria del consentimiento mutuo”. De esa manera habría que interpretarse la implantación de las amonestaciones en el cuarto concilio de Letrán de 1215: la iglesia quiso contrarrestar el poder del linaje y el peso de las familias y, a la vez, dió ocasión para que los desposados pudieran, si así lo ameritaba su caso, anular el matrimonio.
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“En materia de sexualidad”, asegura Jacques Sole, “el renacimiento fue menos iluminado y más inhumano que la edad media”. La represión y la fiscalización de la pareja fue en aumento, de ahí que la invención propiamente dicha del matrimonio por amor le haya correspondido a la pareja campesina. Mientras los integrantes de las clases económicamente poderosas todavía percibían al matrimonio como un negocio o como un deber, aquellos que poco tenían que perder o ganar con dicha institución se dejaban guiar más por la atracción física y, en su caso, por aquello denominado como amor. Plebeyo por naturaleza, sin embargo, el amor (“esa relación no preparada, no negociada, espontánea, que puede poner todo patas arriba”, según Ozouf) se convirtió en el gran enemigo de la revolución.

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