miércoles, septiembre 05, 2012

Un tratado modesto (Diario Milenio/Opinión 04/09/12)


Era una tibia tarde de septiembre con emociones feministas./ El movimiento se contrajo./ El aire destruía una capa del futuro./ Todavía éramos arena y grava y losas de concreto”, dice el poema de Lisa Robertson traducido por nuestra colaboradora
Es septiembre, todo parece indicarlo así. Es septiembre en nuestro entorno y es septiembre en el poema de Lisa Robertson que traduzco ahora. Una de las autoras contemporáneas más interesantes en la poesía contemporánea de Estados Unidos, Lisa Robertson es reconocida como una poeta adepta a la experimentación con los límites del lenguaje, igualmente influenciada por los así llamados language poets (especialmente Leslie Scalapino y LynHejinian) que por la enunciación peculiar del latín cuando se incorpora a las iteraciones del inglés. El poema “Un tratado modesto (un ensayo sobre perspectiva para Allyson Clay), nos invita a considerar los cuerpos de la ciudades en sus múltiples relaciones. Hay, en efecto, una lujuria civil aquí. Todo esto en una tarde de septiembre. Vayamos para allá.
UN ENSAYO SOBRE PERSPECTIVA PARA ALLYSON CLAY (FRAGMENTO)
Era una tibia tarde de septiembre./ Me disolvía corporalmente en el aire dejando sólo mi look./ La noche estaba llena de imágenes./ A algunas era fácil hacerlas sentir piedad./ Algunas eran agudas y sospechosas; algunas crédulas y puras./ Algunas eran altaneras y amargas.
Algunas humanas./ Algunas maleables y obsequiosas.
Algunas eran alegres./ Algunas eran tímidas, solitarias y austeras./ A algunas les gustaba ser halagadas por nuestro trabajo./ Algunas sufrían cuando se les criticaba./ Algunas eran crueles en su arrogancia, débiles ante el peligro, y así.//
Era una tibia tarde de septiembre y entraba en su espacialidad,
que no era clásica./ Era agradable romper los cánones de la proporción./ Era agradable imaginarse su vida./ Coloqué mi cuerpo en relación a sus privacidades místicas./ No pasó nada./ Era invisible./Mi arquitectura también era invisible y específica y vasta y
se tambaleaba./ Mi arquitectura se tambaleaba en su completa originalidad./ La llamé lujuria cívica./ El romance de la proporción no era para mí.//
Emparejé el horizonte./ Aquí estaban los particulares del ocio./ Aquí estaban los particulares de las proporciones maleables./ El verbo era el avión de la pintura./ El trabajo del pintor es horizontal./ Miré en contra de la historia, y en contra también de la poesía./ Miré en contra del espacio que es./ Lo que alcanza una dama debe exceder a su alcance./Una dama debe exceder su espacio o tambalearse./ Tambalearse era bueno./ Esta es una ecología manierista.//
Era una tibia tarde de septiembre./ Contenía viejos, jóvenes, niños, matronas, niñas, animales domésticos, perros, aves, caballos, edificios y provincias./Estaban organizados apropiadamente./Mi técnica se basaba en la experiencia, no en el deseo./ Esta era una ecología de distancias./ No las podía leer de un modo bello./ ¿Qué es lo que el hombro, la muñeca, el cuello, y sus varios puntos de flexión desean?/¿Qué es lo que quiere la flexibilidad mortal?/ Como una forma de humilde ornamentación, intento articular transiciones./ Vi la muñeca del extranjero en la luz azucarada./ El alma está afuera.//
Esa tarde, los monumentos de la ciudad se dieron a conocer por los movimientos de sus cuerpos./ Cada uno tenía la dignidad de sus propios movimientos./ Cada uno descansaba como oro duro y puro./ El cuidado importa mucho./ La ropa es por naturaleza pesada y cae sobre la tierra./ Quería describir la diferencia de las sensaciones./ Con gracia, las cortinas develaban a los ciudadanos cuando las movía el viento./Diseñé todos estos movimientos para pintarlos./ Los cuartos se sentían pacientes, como conceptos./ No me gustaba la soledad y también la buscaba./ He pensado mucho en cómo hacer que mis palabras sean claras en lugar de que sean objetos de ornato.//
Entonces las ventanas estaban tan maduras como los frutos que supuraban azúcar./ La gracia de los cuerpos, que llamamos belleza, nace de los azúcares./ Quería ver si mi cuerpo podía enmendar el espacio./ Narciso, que fue transformado en flor según los poetas, fue el inventor del cambio./ Algunos piensan que el azúcar le da forma al alma./ Estaba sola y hambrienta y era civil./ Me moví verticalmente en el aire dulce./Su simplicidad o complejidad no era la mía.//
Era una tibia tarde de septiembre con emociones feministas./ El movimiento se contrajo./ El aire destruía una capa del futuro./ Todavía éramos arena y grava y losas de concreto./ ¿Cómo podría hablar o quejarme o gritar?/ No tenía deseos de interrumpir sus ceremonias./ Buscaba el adorno de la humedad./ Necesitaba experimentar una fluidez radical./ Jugaba juegos romanos, como el amor, y el cambio.//
Era una tibia tarde de septiembre y la ciudad y el cielo eran la misma sustancia./ Pero esa sustancia no era liberadora en sí misma./ Pedía abundancia y variedad./ Me refiero a la generosidad del pensamiento./ Debes imaginar que estaba parada frente a una ventana que me permitía ver todo lo que quería describir./La utopía es tan emocional./Y luego nos acostumbramos a eso./ Terminé este trabajo en Roma Vancouver./ Este es un tratado completamente original.

martes, septiembre 04, 2012

El espía que inventó a Jesús-(Sexenio-Puebla 27/08/12)


Recientemente Pedro Ángel Palou ha publicado El impostor, una novela donde el protagonista es Saulo de Tarso, conocido por la mayoría como San Pablo.

La época en la que vivió Saulo de Tarso estaba llena de constantes guerrillas que buscaban derrocar al Imperio romano y eran días donde abundaban los falsos profetas y mesías. Casi todos eran enemigos de Roma.

Saulo de Tarso era un fanático de las leyes y las tradiciones ancestrales; un judío –orgullosamente ciudadano romano- que perseguía, atosigaba y asesinaba cristianos, los enemigos declarados del imperio romano. Después -como cuento de hadas-, Saulo de Tarso iba en su caballo rumbo a otra misión, cuando de repente ve una luz poderosa que lo cegó y le dijo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? A lo que él contestó: ¿Quién eres Tú, Señor? Entonces esa voz, que no era otra cosa que Dios, le dice: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa es para ti el dar coces contra el aguijón. Y nuevamente cuestiona Saulo: Señor, ¿qué quieres que haga? Por último, Jesús le sentencia: Levántate y entra en la ciudad, donde se te dirá lo que debes hacer.  De ser un asesino de cristianos, paso a ser un evangelista. La historia de la conversión, el claro ejemplo de que todos tenemos una segunda oportunidad.

Dicha escena es una de las grandes desmitificaciones que contiene la novela: Saulo de Tarso sufría de ataques epilépticos, mismos que usó para fingir una conversión de fe y así obtener la posibilidad de afiliarse a los apóstoles. El fin: identificar a los cabecillas y poco a poco ir acabando con ellos; tal como se lo solicitó el Imperio. Esta novedosa verdad es contada por Timoteo –el Sancho de Pablo- quien será la voz que narrará toda la vida de Pablo, a modo de memorias. El lector caminará al lado de ellos y conocerá –con precisión casi de cirujano- cómo vivieron tales personajes. Sin embargo, mientras Saulo de Tarso se adentraba más en el mundo de los apóstoles y se dedicaba a predicar –con tal confundirse como un apóstol más-, se fue transformando en el promotor más fiel de Jesús y sus enseñanzas, así como del fin de los tiempos donde seremos juzgados por nuestros actos. Los restos de San Pablo, se dice, están enterrados en la Basílica de San Pablo extramuros; en Roma, Italia. Ahí mismo se encuentra una estatua que lo representa poseyendo una espada, como símbolo de su martirio y un libro que simboliza su actividad como mensajero de la palabra de Jesús, pues es uno de los escritores más importantes del Nuevo Testamento. Famoso por sus inmensas epístolas dirigidas a los romanos, los corintios, los gálatas, etc…

Escrita con una narrativa bien cuidada y una ardua investigación, El impostor es la novela más extensa que ha escrito Palou, la más elaborada y compleja. Y tal vez, por el tema que toca, sea la más controversial de todas sus novelas. En una entrevista que el autor da a la revista Siempre, dice: “Mi reto era que los personajes se sintieran cómodos en ese mundo, por lo tanto el lector debe sentir que es verosímil, que de veras está ahí adentro, que huela, que saboree la comida…”. Considero que cumple su objetivo, pues ningún personaje se ve forzado y uno llega a sufrir, disfrutar y sentir a través de los protagonistas que habitan en esta novela.

Una novela que se goza mucho y que hasta el momento se convierte en la más ambiciosa de Pedro Ángel Palou.

lunes, septiembre 03, 2012

La novela descompuesta (Diario Milenio/Opinión 03/09/12)


Compartir un problema suele ser, nos dicen, el primer paso para resolverlo. Dejar el territorio de la monomanía y abrirse a la opinión de los demás ha de darle confianza al rehén del entuerto y mostrarle caminos, salidas, ventanas luminosas que en su ensimismamiento no conseguía ver. ¿Pero qué pasa si el problema es en tal modo hondo y churrigueresco que sólo abre su sésamo delante de los ojos del titular, y de hecho repele las intrusiones como lo haría un halcón al cuidado del nido? ¿Y qué sucede si, además de intrincado, el problema supone un flujo díscolo y placentero de temores, recuerdos, luces, sombras, ocurrencias, hallazgos, anagnórisis? En resumen, ¿qué pasa si me gusta mi conflicto y no me da la gana compartirlo?
Si escribir es meterse en problemas, la idea de sentarse a hacer una novela parece una calamidad irresoluble para quien ya lo intenta y siente naufragar a sus constantes en un mar de variables indecibles. Se empieza remedando a la realidad y acaba uno peleando por sustituirla. Un proceso muy fértil en lo que toca a monstruos y demonios, entre otros ejemplares de la fauna íntima a los que es necesario domeñar y amaestrar, o en su caso lanzarse a tasajear, según diga el instinto. Sería un gran alivio para el gladiador enfrentarse a las fauces del león hambreado con siete centuriones de refuerzo, pero debe entender que coliseo y rastro no son la misma cosa. Compartir el problema sería renunciar a la épica, y en tanto ello a la lucha. Rendirse ante sí mismo y esperar la clemencia de los presentes.
No he olvidado el alivio que sentí al momento de atravesar las puertas de mi primer taller literario. Algo así, imaginé, experimentarían los asistentes a una terapia colectiva. “No estás solo”, les dirían los otros, uno a uno y de tantas maneras que ya sólo por eso pensarían que, como se dice ahí, resolvieron la mitad del problema. ¿Qué parte del problema, es decir la novela en proceso, se resuelve al momento de sumarse a un taller de novela? Stalin opinaba que la muerte resuelve todos los problemas: si eso es verdad, los tres talleres literarios de los que fugazmente formé parte resolvieron el total del entuerto, pues su sola lectura en voz alta me llevó a acuchillar al malhadado embrión y enterrarlo con todo y expectativas. La novela que había entrado descompuesta salía del taller convertida en chatarra.
Si he de dar mi opinión, en lo que toca a resultados concretos creo nada más que en los talleres de hojalatería y pintura. Vamos, si me dijeran que una cierta novela fue escrita íntegramente bajo la vigilancia de un taller literario, poco o nada se me antojaría leerla. Llámenme puritano, pero esa obscenidad del tramar colectivo me escandaliza tanto como aquellas escenas donde no es ya un torero, sino una pandilla de ellos quienes azuzan a la fiera acorralada. Verdad es que en algunos asuntos abstractos —como el afilamiento del detector de mierda y el consejo de sentarse a escribir nada más levantarse de la cama— la asistencia a esos tres santuarios del titubeo valió su peso en oro, tanto como la decisión de no volver.
Entra uno en el aprieto de escribir igual que va y tropieza con el amor. Ni las manos metemos, y una vez que sangramos a medio pavimento y entendemos que nadie va a venir a salvarnos, lo que toca es tragarse el miedo y el orgullo y resolver a solas el desafío. Enfrentar al amor, encarar la novela, ¿qué más salida queda? Tocan huevos, se dice en estos casos. Para escribir cabalmente una historia no basta con pensarla y deducirla; es preciso, además, enfermarse de ella. Odiarla, acariciarla, descartarla, perderla, correr a rescatarla y respirar de pronto con el alivio de un enamorado cuando suena el teléfono y es ella la que llama. Si alguien ha de enterarse, mejor que sea un amigo y no una asamblea. Toda novela es en sí misteriosa y no le gusta que hurguen bajo sus faldas.
Quiero decir, al fin, que quien se ve metido en el entuerto de contar una historia necesita sin duda de un taller, pero éste debe ser lo suficientemente grande y auspicioso para pasar en él 24 horas diarias. ¿Hay algún novelista que no sepa que su taller es el mundo entero y funciona inclusive mientras duerme? Alguna vez conduje un taller literario y al final me quedó la impresión de ejercer como espurio terapeuta. ¿Sirven, pues, los talleres literarios? Seguramente sí, pero algunos no servimos para ellos.

Cortázar otra vez (Diario Milenio/Opinión 28/08/12)


Julio Cortázar, nuestro Gran Contemporáneo. El escritor de su presente que, precisamente por serlo hasta la médula, ha podido dar el salto y hablar de tú a tú con generaciones enteras del mundo entero
Cuando imparto talleres de creación literaria usualmente asigno el ensayo “How Writing is Written” (en traducción al español de la poeta tijuanense Laura Jáuregui) de la escritora norteamericana Gertrude Stein —autora experimental, alumna de William James y exiliada, junto con su compañera Alice B. Toklas, en Paris. Lo tomo como punto de partida porque ahí Stein explora la cuestión de las “expresiones” de la escritura desde su sustrato más material. La escritura como una realidad encarnada. La escritura como una indagación en el sentido temporal. Así, tratando de explicar cómo sucede el proceso de la escritura, cómo la escritura es escrita, Stein declara desde el mismo primer párrafo que “todos ustedes son contemporáneos unos de otros, y todo el asunto de la escritura es vivir en esa contemporaneidad”. Saber en qué consiste el sentido temporal de tal contemporaneidad es, al decir de Stein, el deber de todo escritor que no quiere vivir bajo la sombra del pasado o la imaginación del futuro —dos de los territorios donde se perviven las obras menores. “Un escritor que está haciendo una revolución tiene que ser contemporáneo”, afirma.
Indagar en ese sentido temporal, por otra parte, no es una labor abstracta sino radicalmente material. Para el escritor, esta indagación no se lleva a cabo en la mente o en las ideas de una época, sino que tiene que realizarse en el lenguaje, en la sintaxis, en la oración. De ahí, por ejemplo, el interés de Stein por la composición, por las partes del discurso y por los métodos del habla. De ahí que, al considerar que la repetición no existe, que no hay tal cosa como la repetición, puesto que toda narración involucra una variación, Stein escribiera su célebre: una rosa es una rosa es una rosa.
También decía Stein que el escritor contemporáneo, el que escribe con/desde el sentido temporal de su época, y en contra, luego entonces, de los hábitos heredados del pasado o los imaginarios del futuro, siempre producirá algo “con la apariencia de fealdad”. Y aquí, por “fealdad” Stein quiere decir algo “irreconocible”, algo con lo que los habitantes de esta época todavía no están “familiarizados”. Esta resistencia, que para Stein era tanto interna como externa, ocasiona que el escritor contemporáneo sea usualmente rechazado por su generación (el producto es demasiado “feo”) pero que sea aceptado por la siguiente —para cuyos integrantes el producto será más “perceptible”.
Son estos tres puntos contenidos en How Writing is Written los que me llevan a considerar a Julio Cortázar como nuestro Gran Contemporáneo. El escritor de su presente que, precisamente por serlo hasta la médula, ha podido dar el salto y hablar de tú a tú con generaciones enteras de lectores no solo en Latinoamérica sino en el mundo entero. Me explico: no el visionario creado por los mitos románticos, no el nostálgico de lo que pudo haber pasado, no el adelantado a su época, sino el anegado, el inmerso a tal grado en el propio sentido temporal de su contemporaneidad que produjo esa cosa “fea”, esa cosa ciertamente atípica que fue, por ejemplo, Rayuela.
Suelo asignar Rayuela de una manera más o menos regular y a la menor provocación en las clases que enseño en Estados Unidos. Cuando lo hago, cuando finalmente vuelvo a caer en la tentación, me digo a menudo que tal decisión se debe, sin duda alguna, a la importancia del libro en el contexto de la literatura latinoamericana y a la necesidad, luego entonces, de aproximar a los nuevos lectores foráneos. En realidad yo creo que lo hago porque, de cuando en cuando, tengo que introducirme de nueva cuenta en el experimento cortazariano para ver si cambio de opinión.
Lo que sucede es más o menos esto: abro el libro y, siguiendo las instrucciones para la lectura alternativa, me pierdo en una lectura horizontal que en mucho se parece, precediéndolo, al laberinto del hipertexto. El juego me emociona. Ahí está otra vez el lado generativo de la interrupción y el placer singular de la deriva. Ahí está el famoso capítulo en que dos oraciones se persiguen la una a la otra dentro de la misma página, e incluso dentro del mismo párrafo, aparentando ser una pero siendo, irrevocablemente, dos. Ahí está el sutil movimiento de las manos sobre el papel: lectura con cuerpo. Ahí está el juego para el cual o dentro del cual lo que cuenta es el proceso —físico, intelectual, senti-mental— y no el punto final (si es que existe un punto y si es que existe un final). Este es el lado de Rayuela que comparo al momento en que, un rato después de iniciada la carrera, se produce la levitación de las endorfinas. Para mí, el placer de Rayuela está en todo eso.
Lo que resta, la otra lectura, la que inicia al inicio y se sigue hasta el final, continuada si así se quiere por un apéndice acaso moroso, esa otra parte me sigue pareciendo marchita. Ahí es donde está La Maga en su mundo separatista y donde los hombres discurren sin parar sobre ideas más bien sobadas. Ahí están las observaciones snob, marcadas por larguísimas citas textuales de libros que se quieren de culto pero que con los años se han convertido en manual. La sapiencia docta y la erudición fácil y la memoria exacta están ahí, con nombre de autor, título y fecha de publicación. Ahí es donde se plantea la separación entre la razón y lo demás. Se trata, sin duda, del lado más conservador de Rayuela, la sección donde las definiciones hegemónicas de género y clase brotan como si fueran cosa natural. Este es el modo de Rayuela por donde se nota más el paso del tiempo. Aquí es donde cae pétalo a pétalo, marchita.
Siempre me ha parecido interesante, que los críticos tiendan a rescatar esa parte conservadora y proestablishment de Rayuela (el sexismo y el elitismo siempre son pro establishment, se sabe), describiendo simultáneamente a su aspecto más lúdico, es decir, a su cara más cierta, como una exageración decorativa o una recaída meramente formal. ¡Pero si es todo lo contrario!, termino diciéndome una vez más, comprobando que, acaso a mi pesar y 98 años después del nacimiento del siempre querido Cronopio, esta vez tampoco he cambiado de idea.