Tengo la impresión de que
fue en un libro de Henry Miller que leí por primera vez una frase que se
comentaba mucho en casa: no aceptes nunca la mejor parte de un mal trato. Eso,
con sus variantes respectivas y sus norteños acentos, decía mi padre o
pregonaba mi madre a la menor provocación, en cualquier sobremesa. Ninguno, que
yo supiera, había leído a Miller, pero se trataba de cuestionar el oropel con
que vienen a veces los triunfos fáciles, las derrotas disfrazadas. El famoso
gato por liebre. ¿Andar con el hombre que te trata bien pero al que no amas?,
eso era ejemplo de la mejor parte de un pésimo trato. ¿Aceptar una beca jugosa
en una universidad a la que no te llevaba ni el interés crítico ni el corazón?,
mal trato absolutamente. ¿Aceptar el oropel de una democracia a la que la
alientan, y esto de raíz, la corrupción y la impunidad?, el peor de los tratos
posibles, en efecto.
Como siempre he creído, junto con
tantos críticos de cepa, que, justo como el capital, el Estado es una relación
(Marx dixit) y no una serie de instituciones establecidas e inamovibles, me
parece obvio que a cada iniciativa, ya sea popular o del Estado, le corresponda
una reacción viva y, de ser posible, intensa y apasionada. Así se arma el
diálogo tenso, volátil, crítico que nos define como partícipes de una relación
social. En efecto, para contestar la pregunta de FB: todos estamos en una
relación con ese otro que son los otros. En efecto, nuestra situación es, luego
entonces y de suyo, complicada. El así llamado orden establecido, que a muchos
les parece la regla y no la excepción, a mí me ha parecido, luego de años de
revisar y explorar la historia nacional desde abajo, es decir, desde las
experiencias de los menos favorecidos por el estado imperante de las cosas, la
excepción y no la regla. Si uno lee la historia de México desde sus puntos más
débiles —el de los locos, ejemplo— es fácil darse cuenta de algo que ya decía
Benjamin hace muchos años: la historia es un estado de emergencia constante. El
conflicto es la regla. La lucha, de clases y más, es la regla.
Digo todo esto porque, como
tantos otros, sigo con expectación y, sí, con gusto, las actividades que
organizan los jóvenes en México durante estos tensos y muy discutidos días
poselectorales. Me queda claro que, a esos furibundos jóvenes mexicanos no les
disgusta tanto el resultado de la elección (el triunfo del candidato del PRI y
de Televisa) como el proceso a través del cual se gestó un proceso electoral
inequitativo y plagado de trampas desde años atrás. Están enojados, pues, y con
justa razón. Como ellos no crecieron bajo el yugo de un régimen para el cual no
contaban los ciudadanos, ni mucho menos sus votos (en las elecciones federales
de 1976, para no ir más lejos, el único candidato era el candidato oficial:
López Portillo:
http://es.wikipedia.org/wiki/Elecciones_federales_de_México_de_1976), les
parece evidente, por no decir que justo, que en un ejercicio de verdadera
democracia se recuenten los votos, cosa que se ha hecho ya. Así, en largas
jornadas —cuyas huellas, como migajas, van dejando en Twitter— llenan las
calles en manifestaciones multitudinaria recuperando así, de esa forma festiva
y vociferante, el espacio público. Y yo prefiero eso mil veces al dominio que
han ejercido sobre el mismo, y siguen ejerciendo de manera más visible en
ciertas zonas del norte del país, el narco y la guerra calderonista que sólo ha
dejado cabezas y manos y sangre regados por todos lados.
No sólo pongo atención a las
expresiones de desacuerdo más visibles y más colectivas de los jóvenes
mexicanos de hoy. También leo, con igual expectación y más gusto, a los que
empiezan a organizar colectivos de lectura con base en las bibliotecas
gratuitas que ellos mismos han vuelto accesibles a través de #bibliotuit. Me
entero de las que organizan talleres de dibujo o escritura en lugares que están
más allá de Cuautitlán (EHuertadixit). Estoy de acuerdo con los que insisten
una y otra vez, otra vez y una (de otra manera no sería insistir) en que todo
verdadero cambio inicia en el coto privado de nuestras decisiones más íntimas.
Y me parece, porque creo que el Estado es una relación y no una serie de
instituciones establecidas e inamovibles, que ese es el tipo de sociedad que nos
merecemos: alerta, crítica, dinámica, propositiva. Esto apenas empieza, eso se
dice, y ojalá sea así.
Mientras que los adultos
acostumbrados a obedecer, o ya para siempre derrotados por el fracaso o la
comodidad, o a los que animan intereses más oscuros y complicidades más viejas,
se conforman con la mejor parte de un mal trato, adulando a una “democracia” a
la que entrecomillan con toda justicia el escandaloso ejercicio de la
corrupción y el mal uso de los recursos públicos; los jóvenes, hoy por hoy el verdadero
tesoro de esta nación, hacen bien en reclamar la mejor parte del mejor trato
posible: un estado de derecho en el que el primer derecho sea cuestionar al
Estado y el estado de cosas imperantes.
No es necesario acudir a manuales
de radicalidad y ni siquiera leer a Miller para saber, como se decía tantas
veces en casa a la menor provocación, que nunca es una buena idea aceptar la
peor parte de lo que aparenta ser un buen trato. Mejor aún: propongamos las
bases de ese trato que es la relación en la que todos estamos juntos y a la que
llamamos, por algo ha de ser, Estado. De eso, y no de otra cosa, se trata vivir
en sociedad y tener, claro está, una relación.