Teóricamente es él quien
no me entiende. Desde muy niño escucho a los demás decir que pertenezco a la
única especie inteligente. Hay que ver, sin embargo, las que pasa mi can para
hacerme entender lo elemental. Impedido para decir, escribir o precisar sus necesidades,
menos aún sus antojos u ocurrencias, no tiene más recurso que la paciencia. Si
yo fuera él, ya habría hecho un escándalo. Gruñiría, ladraría, a saber si no
acabaría por morder a quien me hiciera lo que yo le hago a él. O en fin, lo que
no le hago.
¿Qué habría hecho hace años, por
ejemplo, si mis padres se hubieran ausentado por la mañana entera sin tener la
bondad de darme el desayuno? ¿Qué tanto diría un niño si se viera encerrado y
hambriento y no tuviera acceso al refrigerador? ¿Y un adulto? Por qué eso es lo
que es él, un adulto privado de voz y voto. Pero jamás me gruñe, y al
contrario. He regresado al fin de un desayuno largo y él me recibe con carreras
y saltos. Diría incluso que está demasiado obsequioso.
Un minuto más tarde, pongo un pie en la cocina y me topo de frente con su
opinión: un gran charco amarillo a las puertas del refri.
La paciencia de Boris merecería
un altar. Ha resistido toda suerte de coerciones destinadas a hacerlo recular
en esa mala maña de orinar la cocina. Y no es que no le importe, si ya mismo ha
corrido a esconderse para eludir probables consecuencias, pero él es firme en
ciertos gestos simbólicos. Si lo abandona uno sin dejarle su brunch, o si se
ausenta por demasiadas horas, el líquido reclamo aparece en sitio que el can ha
decidido habilitar como ventanilla de quejas.
Ya imagino su justa indignación.
“¿Cuántas veces me relamí los bigotes en tu mera cara?”, me quejaría yo si
fuera él. “¿Qué más tengo que hacer para que entiendas que me retuerzo de
hambre?”, me desesperaría. “¿Naciste así de imbécil o te fuiste esmerando en el
camino?”, me ensañaría al fin. Sólo que entonces dejaría de ser perro y
volvería a ejercer mi humana mezquindad.
Trato de razonar: si Boris
accediera a mi exigencia y dejara de autografiarnos la cocina, ¿cómo
protestaría contra los abandonos y negligencias? ¿No es verdad, así visto, que
ese gesto apestoso parece menos una mera rabieta que un principio de suyo
irrenunciable? Llámenle conveniencia, dignidad, derecho, cuestión práctica, el
punto es que no hay ser inteligente que soporte o tolere ser silenciado. En eso
sí que Boris no negocia. De hecho finge demencia. Si hablara, diría “hazle como
quieras”.
Cierto es que, si le explican,
sabe hacer excepciones. Puedo volver a casa con el alba y encontrar la cocina
perfectamente seca, si es que antes de salir me senté junto a él y le pedí que
me tuviera paciencia. Eso puede entenderlo, pero no que lo ignore o lo trate,
como suele decirse, a lo pendejo. Podría gruñir, ladrar, corretear y agredir,
como a menudo hacemos los autodenominados animales racionales. Pero entonces se buscaría
problemas, perdería mi confianza y quién sabe si incluso mi cariño. Pues si el
suyo tampoco es negociable, lo probable es que el mío peque de voluble. Uno es
toda su vida, ellos sólo son parte de la de uno. Será por eso que les toca ser
prudentes.
Sin palabras, menos aún
argumentos, Boris ha conquistado numerosos derechos, como el de un menú no sólo
nutritivo sino además sabroso, mediante numerosas huelgas de hambre express. Por no
hablar del derecho a monopolizar tres cuartas partes de la cabina del coche. O
el de ya no quedarse sin comer sólo porque el alcaide es un irresponsable. “Si
al fin lo he secuestrado de por vida”, me recrimino al tiempo que caliento el
arroz con pollito que habrá de acompañar a sus croquetas, “tendría que tratarlo
como se merece”. Y verdad es que a esta última reflexión he llegado conducido
por él, que en teoría es el cerebro débil.
Boris pesa 55 kilos y tiene el
cráneo más grande que el mío. Hoy que al fin renuncié a la prerrogativa de
reprenderlo por mearse delante del refrigerador, entiendo y doy por hecho que
tal gesto es no sólo una legítima vía de expresión, sino además demanda una
disculpa y la correspondiente reparación del daño. Si seguimos así, tal vez un
día Boris termine de educarme y me quite la maña de quejarme con gritos,
patadas o sarcasmos cuando es más que bastante con un solo mensaje, expresado
con toda civilidad. No es un proceso rápido, eso sí, pero él es muy paciente
con los que somos lentos de entendederas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario