miércoles, marzo 17, 2010

"Sobre la lectura"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 17/03/10)

El pasado jueves 11 de marzo el Colegio Woodcock realizó su día del libro. Un día por demás plausible y rescatable, pues hoy en día nadie festeja al libro –ocasionalmente la Secretaria de Cultura y Profética- pero de ahí en fuera es raro ver ese tipo de celebraciones.
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Los eventos ahí realizados fueron variopintos como concursos de scrabble o maratón; pasando por un cuenta cuentos y una presentación de libro, en este caso se presentó “Maquetas del universo” del cuentista poblano Yussel Dardón. Podría calificarse que cada una de las actividades que integraron dicho evento estuvieron concurridos, algo que desde luego debe destacarse.
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Más allá del evento algo que particularmente llamó mi atención son las formas que tiene este colegio de incentivar la lectura. Son tres las modalidades: la primera consiste en darles vales con valor adquisitivo para la compra de libros en el día del libro, estos se obtienen cuando compruebas de manera fehaciente a la directora que han leído determinado número de páginas; otra actividad es pegar un papelito en una pared del colegio donde se exponga el libro leído y la calificación otorgada y por último la tercera actividad es llevar para ese día puesta una playera que esté adornada con frases que les hayan gustado del libro o libros que estuvieron leyendo.
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Me detengo particularmente en esa segunda actividad, intentando sacar un balance lo que leen los alumnos de ese colegio, observé con detenimiento la mayoría de los papeles y triste me percaté que los libros más recurrentes en cada uno de los papeles giran en torno a la saga paupérrima escrita por Stephenie Meyer, peleándose el segundo lugar los libros de Harry Potter, las sagas de C. S. Lewis y muy por debajo Tolkien. Y sin lugar a dudas los libros como “Quiubole” o los textos de Carlos Cuauhtémoc Sánchez hicieron acto de presencia. Lastimosamente esa pequeña muestra pareciera ser el tipo de lectura que la mayoría de las juventudes leen hoy en día. Pocas fueran las veces que pude leer nombres como Poe, Rulfo o Holmes. Pocos autores de nivel y muchos escritores de best-sellers era la tónica que ofrecía esa lista.
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Del Colegio Woodcock debemos tomar este modelo de impulso a la lectura, pero purificando el tipo de lectura si lo que queremos es tener calidad lectora y por ende comprensora en cada una de las generaciones que rápidamente alzan la voz y exigen su lugar.
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El problema es ¿qué dependencia gubernamental, universidad o empresa privada se animan a poner en marcha este tipo de programas y aplicarlo a nivel estatal? Algo me dice que nadie y todo seguirá como hasta ahora: obligando a los niños a leer a fuerza sin un incentivo de por medio o tomando una actitud clasista o excluyente.

martes, marzo 16, 2010

La psiquiatrización del sexo (Diario Milenio/Opinión 16/03/10)

En la novela de Margaret Atwood, Alias Grace, Simon Jordan, un joven psiquiatra educado en Estados Unidos y Europa, entrevista a Grace Marks, una supuesta asesina canadiense cuyo diagnóstico como enferma mental ayudó a intercambiar su sentencia de muerte por una vida en prisión. Cuando el psiquiatra y la loca se reunían en celdas cerradas, mirándose uno al otro de reojo con gran suspicacia, un diálogo altamente dinámico se establecía entre ambos. Con suficiente confianza en sí mismo y armado con las teorías en boga de mediados del siglo XIX (libre asociación de ideas, degeneración, incluso hipnotismo), el doctor Jordan procede a formular preguntas. Pobre y confinada, la ex sirvienta doméstica las responde. ¿O acaso lo hace? A medida que la novela evoluciona, sin embargo, el joven psiquiatra, quien con éxito reúne información detallada acerca de la historia de vida de su paciente, se siente cada vez más inseguro y perplejo. ¿Cuánto sabe? ¿Cuán seguro puede sentirse acerca de lo que sabe? Las dudas aumentan y, al hacerlo, el doctor Jordan se siente cada vez menos convencido de saber quién es el zorro y quién es el ganso en esta historia. La falta de certeza de Jordan proviene del hecho de que, a diferencia del lector, él no tiene acceso a las palabras que Grace Marks oculta de manera tan intencional. Esto es, desde luego, ficción. No obstante lo bien documentada y bien investigada que sea, Alias Grace es sólo una novela. Sin embargo, gran parte del ambiente tenso, del inquietante interludio entre paciente y psiquiatra, de la oscuridad de forma y del giro de las frases que caracterizan a la relación entre el doctor Jordan y Grace Marks transpira con siniestra facilidad en los expedientes médicos del Manicomio General La Castañeda —al menos en los que he ido leyendo al paso de los años que son los que pertenecen a las primeras tres décadas del siglo XX.
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Los médicos que trabajaban en La Castañeda debieron haber experimentado también una inquietante sensación de desconocimiento cuando entrevistaban a las internas (entonces todavía no se les conocía como pacientes). Como en las instituciones de salud mental en Europa y Estados Unidos, los médicos observaban a las dementes a través de las lentes de los modelos normativos de feminidad que las representaban como ángeles domésticos y detectaban signos de enfermedad mental cuando las conductas femeninas se desviaban de la norma. Los psiquiatras, quienes en su mayoría habían recibido su educación en el México porfiriano, infundieron sus diagnósticos, así entonces, con nociones normativas de género y clase, y detectaron signos de enfermedad mental en casos donde la conducta humana se desviaba de los modelos aprobados por los modelos de la domesticidad femenina en un escenario modernizador. De allí se derivan sus repetitivas y de alguna manera alarmadas referencias a mujeres “caprichosas” y “sexualmente promiscuas” que, de acuerdo con algunos, “no respetaban ni obedecían a nadie”. Sin embargo, cuando las mujeres expusieron la compleja naturaleza de su condición, es decir, las causas físicas y espirituales de la misma, su evolución y su representación social, se presentaron a sí mismas como legítimas, aunque inquietas, ciudadanas de la nueva era. De hecho, las narrativas que las mujeres construyeron a medida que interactuaban con los médicos del hospital psiquiátrico revelaron su capacidad para interpretar y renombrar los mundos domésticos y sociales de los que formaban parte y, con ello, obligaron a médicos y lectores por igual a ver esos mundos a través de sus ojos.
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Ahora bien, a pesar de que los interrogatorios oficiales incluían preguntas que buscaban revelar anormalidades en los hábitos de todos los internos por igual, los médicos utilizaban diferentes métodos para formular preguntas dirigidas hacia hombres y hacia mujeres. De hecho, cuando trataban a las internas, la exploración del psiquiatra tomaba una evidente ruta sexual. Como en las cárceles mexicanas, los expertos cuestionaban con regularidad a las internas sobre su historia sexual en un intento por encontrar la verdadera fuente de desviación y desequilibrio mental. Los médicos de La Castañeda eran, en eso, implacables. Su interés por obtener conocimiento científico sobre el sexo femenino —información que legitimizaba las lentes que, en primer lugar, ellos empleaban para ver a las pacientes— los condujo a contribuir de manera importante a la producción de la categoría misma de sexo en el México revolucionario.
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La cada vez más abundante literatura médica que vinculaba al sexo con las enfermedades femeninas sin duda informaba, si no es que alentaba, los encuentros entre los médicos del hospital psiquiátrico y las pacientes. A medida que se acumulaban las preguntas, los psiquiatras demandaban revelaciones e inducían —a veces poco a poco, otras veces de forma abrupta— la confesión femenina. Atentos a los detalles, los médicos organizaban después la información recibida en ciertos diagnósticos, uno de los cuales era la locura moral. A pesar de que no eran numerosos, pues los diagnósticos de esta condición sumaban apenas alrededor de 2% de los expedientes del hospital psiquiátrico en 1910, era bastante común como factor contribuyente en otros, tales como alcoholismo, histeria y sífilis cerebral, condiciones asociadas todas ellas con un dudoso “sentido moral”. Bajo el diagnóstico de “locura moral” se escondía, pues, una sospecha y un juicio y, también, esa curiosidad entre escandalizada y morbosa que provocan las revelaciones más íntimas. Ahí estaban pues, “la mujer que hablaba mucho” y el médico que, más que nunca, se volvía todo oídos. Ahí tomaba lugar eso que me ha dado en llamar la psiquiatrización del sexo.
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1 Basado en datos de 422 expedientes del Manicomio La Castañeda, 1910. Algunos de los grupos de diagnóstico más prominentes entre las pacientes eran: epilepsia, 27.72%; imbecilidad, 12.32%; demencia precoz, 8.53%; melancolía, 3.79%; alcoholismo, 3.31%; y locura moral, 1.65%.

Sálvese quien mienta (Diario Milenio/Opinión 15/03/10)

La verdad quisquillosa
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La escena es familiar: el señor N. cruza apresurado las puertas de la papelería de autoservicio. Trae bajo el brazo más de doscientas hojas tamaño carta, que tras cuatro semanas de trabajo obsesivo y perfeccionista están listas para el engargolado. Le queda poco tiempo para entregarlas, pero al cabo lo más difícil ya está hecho, calcula con un dejo de alivio prematuro. Además, no hay clientes en la zona de copias. El empleado le alcanza un muestrario de pastas y el señor N. escoge las transparentes. Iba a decirle que viene con prisa, pero lo piensa y no se lo aconseja. Cuánto puede tardarse un engargolado.
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No es normal que el trabajo de perforar y engargolar doscientas hojas tome más de cinco, siete minutos, se dice el señor N. no bien advierte que pasó un cuarto de hora y el empleado no vuelve con su trabajo. Se le ve al fondo, muy entretenido, y hasta por un momento el señor N. se pregunta si no se tratará de otro perfeccionista quisquilloso, como él. Ya tentado a llamarlo y preguntar qué pasa con su engargolado, lo ve por fin venir con el volumen. Mira el reloj: diecinueve minutos. Unos metros detrás del mostrador, el empleado se mueve hacia la caja. “¿Va a querer una bolsa?”, le pregunta y él asiente nervioso, no sólo porque es tarde sino porque ya quiere cuando menos tener entre las manos el trabajo que tantos desvelos le costó. Mira el paquete mientras saca la cartera, espera que el empleado se lo acerque al tiempo que le toma el billete de veinte. “Son diecinueve pesos”, le repite, y el señor N. dice que está muy bien, pero antes necesita ver su engargolado. El empleado toma el paquete y se lo entrega, con la mirada fija en la registradora, o quizás en el piso. El señor N. vacía de inmediato la bolsa, abre el volumen, lo vuelve a cerrar, lo mueve, lo examina y frunce el ceño.
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—¡Qué pasó aquí! —se extraña, se incomoda, se malquista porque resulta que el encuadernador ha dejado veinte hojas un centímetro más angostas, de modo que se advierte un hueco sin sentido a la mitad del tomo: seña de que el empleado perforó mal y tuvo que cortarlas.
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—¡Nada! ¡Así venían ya las hojas cortadas! —levanta al fin la vista el empleado, como quien desenvaina un arma oculta.
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El odio tiene miedo
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La escena es enfadosa: delante del empleado y el subgerente, el señor N. está que escupe bilis porque ya se hizo tarde y el empleado se empeña en salvarse mintiendo. Es decir, calumniando. “¿Cómo cree usted que voy a cortar yo mismo las hojas que les traigo a engargolar? ¡Pero si ahorita mismo vengo de imprimirlas, son hojas carta estándar!”, se esmera el señor N. en exponer su caso al subgerente, pero éste ya ha tomado partido por su subalterno. “¡Más respeto!”, le insiste, con el talante de un prefecto escolar, y desde luego no cree pertinente que lo llame cobarde cada vez que el empleado lo encara y niega contundentemente su error. Él jamás cortó nada, las hojas ya venían así. “¿Qué ganaría el muchacho con echarle a perder su trabajo?”, comenta el subgerente y el señor N. se apresta a subrayar la estupidez flagrante de la pregunta. “La mala fe, señor, no está en el hecho, sino en su negación”, argumenta, temblando de indignación, pero ya el subgerente lo interrumpe: “¡Los dos tienen razón! Todo es según el punto de vista de cada uno”.
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Si el señor N. tuviera la calma para analizar la burrada que acaba de oír, detendría aquí mismo la discusión. La gente también dice estupideces para que sea uno quien se salga de sus casillas y no quede lugar para la discusión civilizada. Si el subgerente mereciera su puesto, le pediría a otro empleado que emparejara las demás hojas y asunto arreglado. Si el señor N. no padeciera la neurosis de los perfeccionistas, tampoco escucharía tantas necedades. Si el engargolador no fuese un principiante, él mismo habría apagado el incendio a tiempo. Debe de estar bastante asustado, tanto que ve al cliente directo hacia los ojos, como si se aprestara a acuchillarlo. “¡Y además de cobarde se planta y me amenaza!”, se queja el señor N., sin que nadie lo escuche ni el empleado detenga el desafío.
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Antes calumniador que torpe
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La escena es un calambre en la memoria: tuvieron que pasar algunos días para que el señor N. terminara de asimilar el incidente. Lo de menos, al fin, fue que al cabo el trabajo lo entregara con un día de retardo; lo inquietante era el odio en los ojos del empleado miedoso. Una de esas miradas que se quedan por días en la memoria: la de quien considera que la vida debe algo y se niega a pagárselo; la de quien cree que tiene la razón especialmente cuando no la tiene, pues hay una razón superior que en caso de conflicto le asiste y justifica; la de quien está listo para enfrentarlo todo menos la humillación de aceptar que cometió un error.
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En un sentido, la madurez consiste en enseñarse a sacarle provecho a los errores, toda vez que sin ellos no hay perfección posible. El señor N. recordaría los ojos retadores del engargolador como uno de esos sueños donde el mundo se mueve sólo por intermedio de reglas estrambóticas e intempestivas, igual que en ciertos juegos infantiles. Tras aquella mirada de cinismo inquebrantable, cree recordar ahora, se agazapaba un niño bravucón, aterrado y resuelto a morirse en la raya antes que dar por hecho que cometió un error. Pero quién va a gastarse reconociendo yerros cuando aquí lo que rifa es negar la evidencia airadamente. Indignarse, antes que justificarse. Asumirse acreedor, por si las moscas. Mentir con una enjundia comparable a la del ciudadano recién estafado. Calumniar a los ojos, acusar sin temor. Salir del paso así, como los niños, para que al cabo todo quede siempre como una mera escena familiar.