martes, marzo 16, 2010

La psiquiatrización del sexo (Diario Milenio/Opinión 16/03/10)

En la novela de Margaret Atwood, Alias Grace, Simon Jordan, un joven psiquiatra educado en Estados Unidos y Europa, entrevista a Grace Marks, una supuesta asesina canadiense cuyo diagnóstico como enferma mental ayudó a intercambiar su sentencia de muerte por una vida en prisión. Cuando el psiquiatra y la loca se reunían en celdas cerradas, mirándose uno al otro de reojo con gran suspicacia, un diálogo altamente dinámico se establecía entre ambos. Con suficiente confianza en sí mismo y armado con las teorías en boga de mediados del siglo XIX (libre asociación de ideas, degeneración, incluso hipnotismo), el doctor Jordan procede a formular preguntas. Pobre y confinada, la ex sirvienta doméstica las responde. ¿O acaso lo hace? A medida que la novela evoluciona, sin embargo, el joven psiquiatra, quien con éxito reúne información detallada acerca de la historia de vida de su paciente, se siente cada vez más inseguro y perplejo. ¿Cuánto sabe? ¿Cuán seguro puede sentirse acerca de lo que sabe? Las dudas aumentan y, al hacerlo, el doctor Jordan se siente cada vez menos convencido de saber quién es el zorro y quién es el ganso en esta historia. La falta de certeza de Jordan proviene del hecho de que, a diferencia del lector, él no tiene acceso a las palabras que Grace Marks oculta de manera tan intencional. Esto es, desde luego, ficción. No obstante lo bien documentada y bien investigada que sea, Alias Grace es sólo una novela. Sin embargo, gran parte del ambiente tenso, del inquietante interludio entre paciente y psiquiatra, de la oscuridad de forma y del giro de las frases que caracterizan a la relación entre el doctor Jordan y Grace Marks transpira con siniestra facilidad en los expedientes médicos del Manicomio General La Castañeda —al menos en los que he ido leyendo al paso de los años que son los que pertenecen a las primeras tres décadas del siglo XX.
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Los médicos que trabajaban en La Castañeda debieron haber experimentado también una inquietante sensación de desconocimiento cuando entrevistaban a las internas (entonces todavía no se les conocía como pacientes). Como en las instituciones de salud mental en Europa y Estados Unidos, los médicos observaban a las dementes a través de las lentes de los modelos normativos de feminidad que las representaban como ángeles domésticos y detectaban signos de enfermedad mental cuando las conductas femeninas se desviaban de la norma. Los psiquiatras, quienes en su mayoría habían recibido su educación en el México porfiriano, infundieron sus diagnósticos, así entonces, con nociones normativas de género y clase, y detectaron signos de enfermedad mental en casos donde la conducta humana se desviaba de los modelos aprobados por los modelos de la domesticidad femenina en un escenario modernizador. De allí se derivan sus repetitivas y de alguna manera alarmadas referencias a mujeres “caprichosas” y “sexualmente promiscuas” que, de acuerdo con algunos, “no respetaban ni obedecían a nadie”. Sin embargo, cuando las mujeres expusieron la compleja naturaleza de su condición, es decir, las causas físicas y espirituales de la misma, su evolución y su representación social, se presentaron a sí mismas como legítimas, aunque inquietas, ciudadanas de la nueva era. De hecho, las narrativas que las mujeres construyeron a medida que interactuaban con los médicos del hospital psiquiátrico revelaron su capacidad para interpretar y renombrar los mundos domésticos y sociales de los que formaban parte y, con ello, obligaron a médicos y lectores por igual a ver esos mundos a través de sus ojos.
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Ahora bien, a pesar de que los interrogatorios oficiales incluían preguntas que buscaban revelar anormalidades en los hábitos de todos los internos por igual, los médicos utilizaban diferentes métodos para formular preguntas dirigidas hacia hombres y hacia mujeres. De hecho, cuando trataban a las internas, la exploración del psiquiatra tomaba una evidente ruta sexual. Como en las cárceles mexicanas, los expertos cuestionaban con regularidad a las internas sobre su historia sexual en un intento por encontrar la verdadera fuente de desviación y desequilibrio mental. Los médicos de La Castañeda eran, en eso, implacables. Su interés por obtener conocimiento científico sobre el sexo femenino —información que legitimizaba las lentes que, en primer lugar, ellos empleaban para ver a las pacientes— los condujo a contribuir de manera importante a la producción de la categoría misma de sexo en el México revolucionario.
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La cada vez más abundante literatura médica que vinculaba al sexo con las enfermedades femeninas sin duda informaba, si no es que alentaba, los encuentros entre los médicos del hospital psiquiátrico y las pacientes. A medida que se acumulaban las preguntas, los psiquiatras demandaban revelaciones e inducían —a veces poco a poco, otras veces de forma abrupta— la confesión femenina. Atentos a los detalles, los médicos organizaban después la información recibida en ciertos diagnósticos, uno de los cuales era la locura moral. A pesar de que no eran numerosos, pues los diagnósticos de esta condición sumaban apenas alrededor de 2% de los expedientes del hospital psiquiátrico en 1910, era bastante común como factor contribuyente en otros, tales como alcoholismo, histeria y sífilis cerebral, condiciones asociadas todas ellas con un dudoso “sentido moral”. Bajo el diagnóstico de “locura moral” se escondía, pues, una sospecha y un juicio y, también, esa curiosidad entre escandalizada y morbosa que provocan las revelaciones más íntimas. Ahí estaban pues, “la mujer que hablaba mucho” y el médico que, más que nunca, se volvía todo oídos. Ahí tomaba lugar eso que me ha dado en llamar la psiquiatrización del sexo.
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1 Basado en datos de 422 expedientes del Manicomio La Castañeda, 1910. Algunos de los grupos de diagnóstico más prominentes entre las pacientes eran: epilepsia, 27.72%; imbecilidad, 12.32%; demencia precoz, 8.53%; melancolía, 3.79%; alcoholismo, 3.31%; y locura moral, 1.65%.

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