jueves, junio 18, 2009

Otra sobre Sogem

Diario Milenio-Puebla (18/06/09)
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Parece ser, según deduzco de los correos electrónicos que recibí acerca de mi colaboración de la semana pasada donde me ocupo de la problemática de la Sogem, que la crisis por la que atraviesa la escuela de escritores es a nivel nacional.
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En 2004 por ejemplo, comenzó sus labores en San Luis Potosí, en la Universidad Autónoma. Tuvo –como sucedió en Puebla y en Querétaro– bastantes interesados que se inscribieron, pero el proyecto no duró mucho: fracasó. Los alumnos que ahí estaban buscaron entonces otras opciones como los talleres que ofrecía la cultura oficial (en Puebla también se cerraron muchas opciones en ese sentido), y fue así como han estado trabajando desde entonces. En el caso de San Luis Potosí los resultados están a la vista, con una colección de libros de cuento y poesía de jóvenes creadores editados por el ayuntamiento el año pasado. En Puebla, como bien se ha visto, en años no se ha editado nada en absoluto. Si alguien conoce una sola edición, que me lo diga por favor.
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Entre otros correos que recibí resumo parte de uno de Gerardo de la Torre: "Querido amigo: De acuerdo a tu nota sobre la Sogem te comento a grandes rasgos lo siguiente: desde que hace unos meses ingresé al Consejo y decidimos renovar y mejorar la escuela, que iba en picada con horarios no cubiertos y una plantilla docente compuesta en su mayor parte de exalumnos improvisados como maestros por Teodoro Villegas.
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"Desde el Consejo Directivo se lo hicimos ver a Teodoro y le pedimos que comenzara a realizar cambios. Se opuso siempre, aliándose con un grupo de opositores.
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"Comenzó entonces una andanada de calumnias y mentiras entre las que se decía que queríamos desaparecer la escuela o vendérsela a Televisa. Al fin, esta semana se decidió nombrar director a Mario González Suárez y gracias a eso hemos acabado con buena parte de aquel soez escándalo. Añado algo más. Teodoro dejó en la Escuela un terrible déficit global y jamás informó de la situación de las demás escuelas del sistema Sogem. No sabemos cuántas escuelas existen ni cómo se administran ni cómo funcionan."
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Y un exalumno de Sogem-Puebla me envía otro comentario: “si yo salí de ahí es porque simplemente no hay opciones para aprender nada: salones improvisados, maestros que no llegan, alumnos que van y no van, profesores que no se dignan a mirar y mucho menos a analizar tus trabajos. Mentira que todo esté bien acá. Se ha dicho que quienes dirigen la Sogem en Puebla no han querido aceptar que la escuela cierra sus puertas. Lo único malo es que ahora para un escritor que quiere serlo no hay opciones para acelerar el aprendizaje”. Quién sabe cuánto más pueda sostenerse la Sogem en Puebla.

miércoles, junio 17, 2009

"Filosofía en seis horas y cuarto"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 17/06/09)

A Carmen, porque tu ausencia se convierte en más amor.
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Filosofar antes de morir. Apreciar la belleza del pensamiento humano antes de finiquitar el paso por el mundo. Según Gombrowicz, la filosofía no debe ser considerada con un acto intelectual, sino como algo que nace de la sensibilidad del hombre. Postura que va sosteniendo a lo largo de una serie de pláticas que Witold sostuvo con su esposa Marie-Rita Labrosse y su joven admirador Dominique de Roux, las cuales se convertirían en el “Curso de Filosofía en seis horas y cuarto”, publicado recientemente por Tusquets dentro la serie Fábula.
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Cristina Fernández Cubas –quien prologa el libro- nos plantea a un Witold que después de vivir en Argentina, regresa a Europa donde sus complicaciones respiratorias, acrecientan, padece asma y tiene setenta y cuatro años de edad. Se acerca su fin y es cuando nace la inquietud por hablar de filosofía, una de sus mayores pasiones en la vida. No hay mejor forma de morir que disfrutando los últimos momentos. Este curso propuesto por Witold se puede ver publicado gracias a los apuntes de sus únicos alumnos.
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“Curso de filosofía en seis horas y cuarto” es un breve recorrido por algunos autores fundamentales en la filosofía, quizá no todos, pero al menos sí los más elementales para entender el siglo XX y el XXI: Kant, Schopenhauer, Hegel, Sartre, Heidegger, Marx y Nietzsche. Con absoluta pasión y familiaridad Witold da un paseo por cada uno de estos autores, no se detiene en detalles absurdos ni en pensamientos complementarios, va a lo que importa: las ideas en concreto, sin dejar a un lado las influencias y herencias que cada uno de ellos tuvo. Porque no hay idea que no esté influenciada por otra.
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Aquél que se acerque Gombrowicz podrá penetrar dos planteamientos interesantes que hace sobre Nietzsche y Marx. Del primero dice que no es nada sencillo seguirlo, pues al matar a Dios (simbólicamente), plantear al hombre como un ser que habita solo en el cosmos y debe aprender a valerse por sí mismo, sin mayor regla que la vida misma, sin fórmulas ni recetas. Quizá por eso da miedo Nietzsche. Mientras que del segundo, Witold hace un severo análisis del Marxismo que a pesar de ser una corriente de pensamiento muy sana, a la larga se convirtió en aquello contra lo que luchaba, pues en algunos aspectos sólo quedó como un acto de liberación necesario, pero carente del sustento ideológico y al final mucho de lo propuesto por el marxismo fue aprovechado por el capitalismo.
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Ameno. Completo. Corto y hasta divertido, son algunos de los calificativos que se me ocurren para este libro. Amplia recomendación para estas vacaciones venideras, pues serán seis horas y cuarto llenas de conocimiento y de vida.

martes, junio 16, 2009

Modos de circulación cultural

Diario Milenio-México (16/06/09)
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La famosa carta que Virginia Woolf redactara para un joven poeta en 1932 iba llena de consejos. Ahí, en ese ensayo que la escritora británica escribió para John Lehmann, editor de Penguin Mew Writing, a cargo de la serie Hogarth Letters, no sólo esbozaba una defensa puntual a favor de la poesía contemporánea sino que también, acaso por lo mismo, incluía consejos para el joven escritor de poesía. Entre otras tantas cosas, hizo ahí un llamado más bien abierto a tomar riesgos. En una prosa sin adornos pero sí con ironía, Woolf le pedía al joven escritor que aprovechara, y esto sin ambages, la feliz época que se sucede antes de publicar el primer libro. En lugar de percibir el estado de “inédito” como una maldición de la que hay que zafarse tan pronto como sea posible, la Woolf conminaba al joven escritor a alargar esta etapa. Es justo entonces, en esos productivos y gozosos años que el joven poeta puede (y debe) cometer todos los errores, seguir todas y cada una de sus intuiciones, y caer en todas las extravagancias posibles (y hasta en las imposibles). Una vez publicado, le recordaba la escritora, las cosas serían distintas. Una vez publicado, se crearán expectativas, y no sólo por parte de los lectores. El escritor esperaría entonces algo, algo específico y no todo, de sí mismo. El escritor habría entonces caído.
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El ensayo de la Woolf parecería indicar que, hacia finales del primer tercio del siglo XX, esto en la Gran Bretaña, no sólo se esperaba que los jóvenes tomaran con cierta radicalidad y otro tanto de desobediencia su vocación por las letras, sino que incluso se les exhortaba a inscribirse dentro de las tradiciones poéticas de su tiempo de formas dinámicas y, de ser posible, críticas y contestatarias. Releo la reciente traducción que de ese ensayo publicara no hace mucho la UNAM y no puedo evitar pensar, con una inconsolable nostalgia, con algo así como una rabiosa melancolía, en lo mucho que hizo falta una misiva de este tipo en el mundo poético de México hacia el último tercio del siglo XX. Luego, pasado ya el trago tristísimo ante lo que no fue, no puedo evitar pensar así mismo en algunos poetas mexicanos que, no siendo inéditos y encontrándose ya, como diría Dante, en la mitad del camino de la vida, parecen haber recibido esta feliz misiva no hace mucho. En efecto, las recientes entregas de los poetas Jorge Esquinca (Uccello), Tedi López Mills (Parafrasear) y Myriam Moscona (El que nada) me hacen pensar que ciertos patrones de circulación cultural que, en el México de finales del siglo XX han sido sin duda verticales y que generacionalmente se han transmitido de viejos a jóvenes, están cambiando. Como se ha anotado en ya más de una reseña, se trata de trabajos donde el riesgo impera y el deleite material de la escritura que desobedece (o que sólo se obedece a sí misma) es más que notorio. Son sus voces como las conocíamos, en efecto, pero esta vez vienen alteradas por el aire fresco de la experimentación, la falta de miramientos, la contestación. Algo debió haber pasado, me digo, algo importante debe estar aconteciendo en el entorno de la poesía mexicana para que estos autores se decidieran hacia inicios del siglo XXI a apuntalar su veta más experimental. Me parece que estamos ante el borgeano caso del autor que produce a su predecesor o del lector que, en su loco afán, logra crear a su escritor. Me parece que estamos ante una inversión radical de los modos de circulación cultural en México.
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Dominada tanto simbólica como burocráticamente por la figura del patriarca, la poesía mexicana de fines de siglo XX se convirtió (con sus raras excepciones) en un producto respetuoso, bien comportado, prematuramente cansino. Se producía, y esto hay que recordarlo con puntualidad, en un mundo literario en el que los apoyos económicos, los viajes, e incluso las traducciones de libros fundamentales dependían de las elecciones y los gustos de un pequeño y poderoso grupo central que sobrevivía amparado por estratégicas, aunque nunca lineales, conexiones con el estado. Era un mundo estructurado a través de diálogos jerárquicos, en el que todo escritor mayor de 40 solía recibir el mote de “maestro”, que usualmente se llevaban a cabo en lugares privados. Que las invitaciones no se le extendían a cualquiera queda claro en el recuento de la rabia infrarrealista de esos días, sin ir más lejos. Las bibliotecas eran cotos cerrados que se extendían detrás de mostradores altísimos desde los cuales atendía un empleado, el único autorizado para caminar entre los anaqueles y tocar los libros. Las librerías, concentradas en el centro del país y, dentro del centro del país, en ciertos barrios de la ciudad capital, vendían libros tan caros que era preciso, si uno era lector convencido y justo, expropiarlos—tarea ingrata pero no por ella menos edificante.
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Luego, tal vez secretamente entremezclados, se sucedieron dos hechos hacia finales del siglo XX: murió el patriarca y el internet se fue convirtiendo poco a poco en un modo de navegación cotidiana. De súbito (al menos esa era la apariencia) fue posible tener acceso a libros publicados y traducidos en otras latitudes del planeta sin tener que atender a los gustos y las selecciones del pequeño y poderoso grupo central. Las bibliotecas, en una especie de revolución inadvertida pero no por ello menos radical, abrieron sus anaqueles al público lector. Cualquiera que haya encontrado libros que no buscaba en esos recorridos ha experimentado en carne propia las relevantes y liberadoras consecuencias de tal decisión. Ya había unas cuantas becas en la capital del país—las del Centro Mexicano de Escritores y las pocas que otorgaba el INBA—pero también hacia fines del XX se extendió su alcance. Pocos entre los participantes de estos programas, que yo sepa, se refieren a escritores mayores de 40 con el mote de “maestro”. No son la panacea, por supuesto, pero en sus mejores momentos se ha llevado a cabo en esos programas el tipo de diálogo intra y transgeneracional que me hace pensar en los felices neo-destinatarios de la carta que Virginia Woolf le escribiera a un joven poeta en 1932.
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En fin, que lo diré: los libros experimentales recién publicados por autores como Esquinca, Moscona o López Mills, entre otros tantos que andan circulando por ahí bajo el sello de pequeñas pero muy activas editoriales independientes también dirigidas por arriesgados editores, son producto de ese aguerrido grupo de jóvenes autores y lectores que no sólo crecieron sin la sombra asfixiante del patriarca sino también con la acomedida participación en diálogos de ida y vuelta a lo largo y ancho del cielo electrónico que ha producido el internet. Con los dientes afilados de la más ardiente contemporaneidad, esa poesía (¿mexicana?) me vuelve a hablar.

lunes, junio 15, 2009

Así no juego

Diario Milenio-México (15/06/09)
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Esas palabras dúctiles
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Tenía razón Isaiah Berlin —ya varias veces citado al respecto— cuando afirmaba que la democracia no vale para tres hurras, aunque sí para dos, y eso ya debería bastar. Esperar un sistema que merezca o se arrogue los tres hurras es tanto como dejar morir a la equidad en las manos de la unanimidad. Pasa, no obstante, que la equidad no a todos les acomoda, de ahí que con frecuencia el escéptico a ultranza tenga su propia idea de lo que debería ser o cuando menos significar el término democracia. Abundan, por ejemplo, los que viven convencidos de que ésta sólo puede ser tal cuando les favorece, pues nadie mejor que ellos abandera los ideales y métodos del gobierno-del-pueblo-por-el-pueblo. No es posible, razonan, que exista un verdadero espíritu democrático allí donde ellos no detentan el mando, de preferencia en forma incontestable. Maestros naturales de la retaliación preventiva, no titubean para tachar de antidemocrático a cualquiera que contradiga sus dichos, si nada en este mundo les parece tan natural como encontrar que la democracia son ellos.
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No es difícil, para quien ha vivido bajo décadas de simulación participativa, señalar a un demócrata de pacotilla, e inclusive arriesgarse a tipificarlo. Es, al fin, gente que en esencia no sabe perder, y en tanto se comprende que la idea de jugar y competir les incomode. En todo caso aceptan intentarlo siempre y cuando sean ellos quienes pongan las reglas, y en un momento dado improvisen las excepciones. Necesitan certezas. Desde pequeños han mamado de la lógica chueca del tramposo que solamente apuesta a las cartas marcadas. ¿Hay acaso mejor antifaz para un fullero que el de fanático de la equidad? ¿Cómo dejar de lado las virtudes decorativas de la palabra democracia, de por sí acomodable al gusto del usuario? ¿Qué se hace cuando un término indispensable se pervierte en las bocas de sus malquerientes, hasta que su sentido se difumina y ya cualquier acepción le acomoda?
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Un poco de autocensura
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No somos pocos los que experimentamos cierto escozor al momento de emplear las palabras que ya trajeron y llevaron tantos simuladores de oficio; tampoco es infrecuente que se intimide uno al momento de abrir la boca para usar los vocablos previamente relativizados y estigmatizados por pastores que se dicen libertarios y rebaños que se saben obedientes. Recuerdo, no hace mucho, el salto repentino de un amigo iraní cuando se me salió el palabrón. “¿Democracia?”, respingó, con una mezcla de asco y hartazgo, un poquito esperando que me disculpara por soltar exabruptos de tal calibre a la hora de la cena. En el caso mejor, yo tenía que ser un ingenuazo, dado que tanto en su país tanto como en el mío todo ese asunto de la democracia representativa pasaba apenas de ser un simulacro desprestigiado, inmeritorio de un solo hurra. Pensé por un momento en preguntarle si la renuncia a toda aspiración democrática sería preferible, a su entender, pero la cena estaba lo bastante sabrosa para capitular en el debate incipiente. Quién me mandaba usar palabras altisonantes en un momento tan encarecido.
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Un método eficaz para restar valor a los conceptos, así como a los términos que los designan, consiste en dividirlos en bueno y malo. Inventamos la envidia “de la buena” para darnos permiso de envidiar. Dice uno que su amor es “del bueno” para que quede claro que es cierto y constructivo, a diferencia de otros que ni amor son. Juran los rebasados por el tiempo que la música nueva es lo bastante mala para ya no ser música. Se ensalza, en suma, la legitimidad de lo propio para anular la validez de lo ajeno. Se recurre al escarnio, si es preciso, para que el adversario termine de entender esa verdad de Perogrullo según la cual una cosa es una cosa y otra cosa es otra. “¡Por favor!”, clama el dueño absoluto de la verdad, y acto seguido suelta la carcajada. Así que si uno insiste en ir en contra de sus dictados y certezas, tendrá que hacerlo en el insoportable papel de hazmerreír. “¡Por favor!” es entonces el eufemismo amable para el “¡No seas imbécil!” que en realidad se expresa.
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Jugar o no jugar
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Cuando la democracia sirve de cobijo y mascarada a sus acérrimos enemigos, de manera que las opciones en competencia son en esencia antidemocráticas, participar en ella parece un ejercicio de ingenuidad o cinismo. Se siente uno, en resumen, tan imbécil como cuando, de niño, jugaba con tramposos incurables y pretendía ganarles limpiamente. ¿Quién jugaría al futbol aceptando unas reglas disparejas que ceden al contrario una portería más pequeña, o un número mayor de jugadores? Pocos juegos parecen tan aberrantes y contraproducentes como una democracia con las reglas torcidas. Luego de setenta años de jugar en desventaja contra un sistema y unos individuos que jamás han sabido perder, causa vergüenza propia y ajena mirarse limitado por los mismos sujetos, más sus clones, resueltos a ser ellos, y nadie más, quienes dicten las reglas y las interpreten. “Así no juego”, dice uno en esos casos y se retira, cuando menos en nombre del amor propio.
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Está visto que el juego democrático que se anuncia para el próximo mes no pasará de ser un vergonzoso despropósito. Educados en la cultura de la farsa, nuestros legisladores —posesivo sin duda bochornoso del que en principio preferiría excluirme— han pergeñado ya una serie de reglas aberrantes que los dejan a ellos y a los suyos por delante de todos, con el favor de un árbitro servil injertado en censor oficioso. Sólo ellos, como administradores del partidato en curso, tienen la atribución de ser votados. Si un ciudadano mexicano pretende ocupar cualquier puesto de elección, debe antes integrarse a una de esas burocracias repugnantes donde para subir es preciso doblarse ante los enemigos declarados de la democracia que juran representar. ¿Cómo evitar así la sensación de que al votar en estas condiciones está uno siendo cómplice de tamaños granujas? ¿Somos acaso idiotas, o es que lo parecemos? ¿Alguien conoce a algún imbécil “de los buenos”?