lunes, junio 15, 2009

Así no juego

Diario Milenio-México (15/06/09)
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Esas palabras dúctiles
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Tenía razón Isaiah Berlin —ya varias veces citado al respecto— cuando afirmaba que la democracia no vale para tres hurras, aunque sí para dos, y eso ya debería bastar. Esperar un sistema que merezca o se arrogue los tres hurras es tanto como dejar morir a la equidad en las manos de la unanimidad. Pasa, no obstante, que la equidad no a todos les acomoda, de ahí que con frecuencia el escéptico a ultranza tenga su propia idea de lo que debería ser o cuando menos significar el término democracia. Abundan, por ejemplo, los que viven convencidos de que ésta sólo puede ser tal cuando les favorece, pues nadie mejor que ellos abandera los ideales y métodos del gobierno-del-pueblo-por-el-pueblo. No es posible, razonan, que exista un verdadero espíritu democrático allí donde ellos no detentan el mando, de preferencia en forma incontestable. Maestros naturales de la retaliación preventiva, no titubean para tachar de antidemocrático a cualquiera que contradiga sus dichos, si nada en este mundo les parece tan natural como encontrar que la democracia son ellos.
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No es difícil, para quien ha vivido bajo décadas de simulación participativa, señalar a un demócrata de pacotilla, e inclusive arriesgarse a tipificarlo. Es, al fin, gente que en esencia no sabe perder, y en tanto se comprende que la idea de jugar y competir les incomode. En todo caso aceptan intentarlo siempre y cuando sean ellos quienes pongan las reglas, y en un momento dado improvisen las excepciones. Necesitan certezas. Desde pequeños han mamado de la lógica chueca del tramposo que solamente apuesta a las cartas marcadas. ¿Hay acaso mejor antifaz para un fullero que el de fanático de la equidad? ¿Cómo dejar de lado las virtudes decorativas de la palabra democracia, de por sí acomodable al gusto del usuario? ¿Qué se hace cuando un término indispensable se pervierte en las bocas de sus malquerientes, hasta que su sentido se difumina y ya cualquier acepción le acomoda?
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Un poco de autocensura
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No somos pocos los que experimentamos cierto escozor al momento de emplear las palabras que ya trajeron y llevaron tantos simuladores de oficio; tampoco es infrecuente que se intimide uno al momento de abrir la boca para usar los vocablos previamente relativizados y estigmatizados por pastores que se dicen libertarios y rebaños que se saben obedientes. Recuerdo, no hace mucho, el salto repentino de un amigo iraní cuando se me salió el palabrón. “¿Democracia?”, respingó, con una mezcla de asco y hartazgo, un poquito esperando que me disculpara por soltar exabruptos de tal calibre a la hora de la cena. En el caso mejor, yo tenía que ser un ingenuazo, dado que tanto en su país tanto como en el mío todo ese asunto de la democracia representativa pasaba apenas de ser un simulacro desprestigiado, inmeritorio de un solo hurra. Pensé por un momento en preguntarle si la renuncia a toda aspiración democrática sería preferible, a su entender, pero la cena estaba lo bastante sabrosa para capitular en el debate incipiente. Quién me mandaba usar palabras altisonantes en un momento tan encarecido.
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Un método eficaz para restar valor a los conceptos, así como a los términos que los designan, consiste en dividirlos en bueno y malo. Inventamos la envidia “de la buena” para darnos permiso de envidiar. Dice uno que su amor es “del bueno” para que quede claro que es cierto y constructivo, a diferencia de otros que ni amor son. Juran los rebasados por el tiempo que la música nueva es lo bastante mala para ya no ser música. Se ensalza, en suma, la legitimidad de lo propio para anular la validez de lo ajeno. Se recurre al escarnio, si es preciso, para que el adversario termine de entender esa verdad de Perogrullo según la cual una cosa es una cosa y otra cosa es otra. “¡Por favor!”, clama el dueño absoluto de la verdad, y acto seguido suelta la carcajada. Así que si uno insiste en ir en contra de sus dictados y certezas, tendrá que hacerlo en el insoportable papel de hazmerreír. “¡Por favor!” es entonces el eufemismo amable para el “¡No seas imbécil!” que en realidad se expresa.
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Jugar o no jugar
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Cuando la democracia sirve de cobijo y mascarada a sus acérrimos enemigos, de manera que las opciones en competencia son en esencia antidemocráticas, participar en ella parece un ejercicio de ingenuidad o cinismo. Se siente uno, en resumen, tan imbécil como cuando, de niño, jugaba con tramposos incurables y pretendía ganarles limpiamente. ¿Quién jugaría al futbol aceptando unas reglas disparejas que ceden al contrario una portería más pequeña, o un número mayor de jugadores? Pocos juegos parecen tan aberrantes y contraproducentes como una democracia con las reglas torcidas. Luego de setenta años de jugar en desventaja contra un sistema y unos individuos que jamás han sabido perder, causa vergüenza propia y ajena mirarse limitado por los mismos sujetos, más sus clones, resueltos a ser ellos, y nadie más, quienes dicten las reglas y las interpreten. “Así no juego”, dice uno en esos casos y se retira, cuando menos en nombre del amor propio.
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Está visto que el juego democrático que se anuncia para el próximo mes no pasará de ser un vergonzoso despropósito. Educados en la cultura de la farsa, nuestros legisladores —posesivo sin duda bochornoso del que en principio preferiría excluirme— han pergeñado ya una serie de reglas aberrantes que los dejan a ellos y a los suyos por delante de todos, con el favor de un árbitro servil injertado en censor oficioso. Sólo ellos, como administradores del partidato en curso, tienen la atribución de ser votados. Si un ciudadano mexicano pretende ocupar cualquier puesto de elección, debe antes integrarse a una de esas burocracias repugnantes donde para subir es preciso doblarse ante los enemigos declarados de la democracia que juran representar. ¿Cómo evitar así la sensación de que al votar en estas condiciones está uno siendo cómplice de tamaños granujas? ¿Somos acaso idiotas, o es que lo parecemos? ¿Alguien conoce a algún imbécil “de los buenos”?

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