miércoles, febrero 01, 2012

Tres metáforas de una realidad-(Sexenio-Puebla 23/01/12)

Los aportes de Sergio Pitol como traductor han sido amplios y son de agradecerse cuando se trata de escritores poco o nada conocidos por los hablantes de lengua hispana.

Sergio Pitol como traductor y Rodolfo Mendoza como editor; traen al lector tres textos de Lu Hsun: Diario de un loco, La verdadera historia de Ah Q y La lámpara eterna.

El primer texto narra la historia de un personaje que después de varios de años perder el contacto con sus dos grandes amigos –ambos hermanos- lo retoma, ahí se entera que uno de sus mejores amigos, el menor, está mal y parte en busca de ellos, al conversar con el hermano mayor éste le comenta que el otro hermano se ha recuperado de la enfermedad y ha dejado una libreta con apuntes misteriosos, el hermano mayor la comparte con su amigo para lograr que entienda a ciencia plena el mal que lo aquejaba: delirio de persecución. Textos que dicho amigo pasa de forma fragmentaria con el fin de que sirva de testigo para una investigación médica. Diario de un loco es la historia de un primo que Lu Hsun tuvo.

La verdadera historia de Ah Q cuenta las andanzas de un ser sin oficio ni beneficio, un borracho que roba por comer, por sobrevivir; y que goza con la plena conciencia de que su caso es producto del gobierno feudal chino, el cual mantiene a todos en un futuro incierto, a la deriva.

El tercer y último texto La lámpara eterna es la historia de un pueblo que vive bajo un pensamiento, un orden que nunca debe cambiar porque podría significar el fin de los tiempos o del mundo como lo conciben sus habitantes; es el relato de un pueblo que tira de loco al primer tipo que llega con una idea contraria y buscan la mejor forma para quitarlo del camino.

Tres textos relativamente breves y sencillos en su estructura narrativa, pero complejos en su trama y en los significados que cada texto posee; que contextualizados -conforme señala Pitol en el prólogo- cobran mayor relevancia y valor estético y literario. Textos que en su conjunto son una gran metáfora de la realidad china en la que vivió Lu Hsun.

Lu Hsun, quizá, es uno de los tantos escritores con los cuales simpatiza ideológicamente Sergio Pitol. Ya que Lu Hsun fue miembro del Movimiento del Cuatro de Mayo, formó parte de la Liga de Escritores de Izquierdas y mantuvo una serie de ataques a la cultura china tradicional, así como tuvo la necesidad de acometer reformas profundas en la cultura y la sociedad chinas; dentro de esta pelea constante está el recurso de utilizar una lengua vernácula en lugar del chino tradicional.

martes, enero 31, 2012

Contra la calidad literaria (Diario Milenio/Opinión 31/01/12)

La literatura es el nombre que se la ha dado a una cierta forma de escritura que se publicó en papel y que se constituyó en elemento hegemónico para la formación de cánones.


Pretender discernir la así llamada calidad literaria de un texto digital utilizando las normas y rituales que emergieron históricamente para analizar textos impresos en papel es como pedirle al chico salvaje e intenso que sea tu novio, con la secreta y malévola intención de que pronto se convierta en el señor de la casa. O viceversa. Tanto forma como contenido constituyen una unidad dinámica, definida por una serie de interdependencias mutuas, de ahí que el medio o soporte en que se escribe un texto importe, y mucho. No digo nada nuevo cuando digo que ningún texto brota de la nada. Por más genial que sea su autor, la elaboración de un texto involucra la participación del cuerpo y de la serie de tecnologías —del rudimentario cincel al ordenador contemporáneo, pasando por el multifacético lápiz— que hacen posible la existencia concreta de la escritura. Esas tecnologías y esos cuerpos son ciertamente históricos, productos sin duda de contextos volátiles y jerárquicos en los que la escritura ha jugado papeles distintos. No es del todo sorpresivo que una época de cambios radicales, como la que vivimos ahora en pos de la revolución digital, ocasione ansiedad y desconfianza entre los voceros del status quo. Es la voz de esta ola de neoconservadores la que se alza cada vez que se esgrime, como si fuera esencial y no histórico, natural y no contingente, el escabroso asunto de la calidad de lo literario.


Tal como lo argumenta John Gillory en Cultural Capital: The Problem of Literary Canon Formation, la literatura en cuanto tal surgió hacia finales del siglo XVIII para darle nombre al capital cultural de la burguesía. Con el término “literario” se describía, así, una forma de escritura históricamente determinada y culturalmente significativa. Aunque a lo largo del XIX y por la mayor parte del XX la categoría de lo literario fungió como un principio organizativo dominante en la formación del canon, su poder hegemónico decayó hacia fines del XX e inicios del XXI. Son varias las razones de este declive pero Gillory enumera, al menos para el caso de Inglaterra, tres: la institucionalización del inglés vernáculo en las escuelas primarias del siglo XVIII; la polémica a favor de la nueva crítica modernista instituida en las universidades; y la aparición de una teoría del canon que suplementó el currículum literario en las escuelas de posgrado. La literatura, pues, no es un sinónimo de buena escritura o de escritura de calidad. La literatura es el nombre que se la ha dado a una cierta forma de escritura que se publicó en papel, usualmente en la forma de libros, y que se constituyó en elemento hegemónico para la formación de cánones a lo largo del periodo moderno. Si una forma de escritura no es literaria sólo quiere decir, luego entonces, que es producto de otra era histórica y de prácticas tanto sociales como tecnológicas distintas a las dominantes durante la modernidad. No quiere decir que su calidad sea mayor o menor, sino que responde a condiciones y expectativas de suyo distintas. Y, como tales, habrá que aprender a leerlas.


La calidad, definida como el conjunto de propiedades que permiten juzgar el valor de algo, no es, por otra parte, inherente al texto. No hay nada, de hecho, inherente al texto. No hay nada que venga del texto sin que esto haya sido invocado por el lector. Mejor dicho: lo único inherente al texto es su cualidad alterada. El texto no dice ni se dice; el texto se da, lo que, en este caso, significa que se da a leer. El texto se produce ahí donde se erigen el tú y el yo. El texto existe cuando es leído y es justo entonces, en esa relación dinámica y crítica, que existe su valor. Como argumentaba Charles Bernstein respecto a la tan polémica definición de lo que es o no la poesía en uno de los capítulos que componen The Attack of the Difficult Poem, “un poema es una construcción verbal designada como poema. La designación de un texto como poema incita una cierta forma de lectura pero no nos dice nada acerca de la calidad del trabajo”. Lo mismo podría argumentarse para lo literario. Sólo una visión esencialista y, por lo tanto, ahistórica, haría de lo literario un sinónimo de calidad. Sólo una visión conservadora, es decir, atada fuertemente al estado de las cosas y las jerarquías propias de esas cosas, querría la repetición incesante de sólo un modo de producir textualidad.


¿Por qué habría de pedírsele a todo texto que parezca como si hubiera sido escrito con la tecnología y los estándares de conducta de sus congéneres del XIX? Pues porque una pequeña elite temerosa de perder los cotos de poder que refrenda su estética lo sigue argumentado aquí y allá en la plaza pública. Por mi parte, sigo pensando que todo mundo tiene derecho a seguir escribiendo su versión propia del texto del XIX, ciertamente. Lo que esos neoconservadores no pueden hacer ya es esgrimir una noción de lo literario, que es histórica y contingente, como si se tratara de un estándar natural o intrínseco a toda forma de escritura. Seguiré siendo una admiradora de Dostoievsky hasta el último de mis días y, con seguridad, parte de mi trabajo seguirá produciéndose en papel, pero de la misma manera me entusiasman, y mucho, las posibilidades de acción que traen al oficio de escribir las transformaciones tecnológicas de hoy. Investigar esas posibilidades junto a una comunidad activa y vociferante que ha tomado a las plataformas digitales por asalto es uno de las alternativas más interesantes actualmente, entre otras cosas porque no hay reglas escritas, porque las estamos haciendo todos en el día a día. Si, como dijo Gertrude Stein, la única obligación del escritor es producirse como contemporáneo de su época, explorar las distintas formas de composición de una era es más una vocación crítica que una opción basada en el mero gusto personal.


Cito lo que Kathy Acker dijo en “Writing, Identity, and the Copyright in the Net Age,” cuando digo que “necesitamos recobrar esa energía que la gente tiene, como escritor y como lector, cuando envía por primera vez un e-mail por internet; cuando descubre que puede escribir cualquier cosa, hasta las más personales, incluso para alguien a quien no conoce. Cuando la descubre que los que no se conocen pueden, sin embargo, comunicarse”. En eso andan, produciendo ese diálogo, desde Kenneth Goldsmith (Uncreative Writing. Managing Language in the Digital Era) hasta Vicente Luis Mora (El lectoespectador), desde Vanessa Place (Notes on Conceptualisms) hasta Damián Tabarosvsky (La literatura de izquierda). Y eso, francamente, me parece más interesante que andar midiendo qué texto se parece más al texto del XIX que el temeroso censor neoconservador guarda en su cabeza.

Turismo enmascarado (Diario Milenio/Opinión 30/01/12)

Un tema nunca pierde vigencia entre los colombianos: el vecino Hugo Chávez y sus ocurrencias. Nada como el absurdo para acabar de golpe con la discusión.

1. Agenda cartagenera

Las mujeres, se dice, suelen perderse al interior de los mapas. Y el hombre, según esto, detesta pedir señas en las calles porque encuentra una suerte de recompensa, a buen seguro emparentada con la vanidad, en llegar sin ayuda a su destino. Y aun si esto no sucede —como ahora que deambulo por Cartagena de Indias amurallada— algo de fascinante tiene que haber en esto de extraviarse durante horas por los rincones de una ciudad extraña cuyas calles serpentean, se enlazan, se parecen, y encima de todo eso cambian igual de nombre que de orientación. Sin el mínimo ánimo de desentonar, cedo asimismo a un extravío mental no menos trapacero que la ciudad que se burla de mí, como si fuera el único turista que se pierde porque le da la gana.

No sé por qué supongo que sumido en un par de ansiedades colombianas voy a disimular la facha de turista que no me deja extraviarme a placer. Esto es, pasar totalmente inadvertido: privilegio chilango no aplicable en los meandros amurallados. He intentado fingirme casual e indiferente, pero luego de dar tantos rodeos por las mismas esquinas debo de ser ya parte del paisaje folclórico de hoy. La extranjería es dura de disimular; el cuerpo habla por uno y delata manías que a gritos la confirman, aun si a ratos me siento en una banca y hojeo un ejemplar de la revista Semana, cuya portada exhibe de cuerpo completo al general Henry Rangel, desde hace pocos días Ministro de Defensa venezolano, conocido por su documentada alianza con Rodrigo Londoño Echeverri: nada menos que el mítico Timochenko, máximo gerifalte de las FARC. Un tema intensamente colombiano, digno de alguna trama de espionaje político lo bastante torcida para admitir un rango inagotable de especulaciones. ¿Será que si especulo con soltura pareceré tantito menos turista?

2. Chalanes de la guarda

En todo caso, he dejado el mapita del Centro Histórico sumido en lo profundo de la maleta. Una cosa es que por virtud de su género pueda uno entenderse de pronto con los mapas, y otra que esté dispuesto a abrir y examinar un mapa a media calle, que en términos estrictamente citadinos equivale a ponerse una diana en la frente y convocar a un torneo de dardos. En medio de un evento con los ecos del Hay Festival, parece inevitable que permanezca abierta la temporada de caza del turista, de modo que despliego mi ejemplar hasta quedar oculto detrás de él. Si por el modo en que paso las páginas se puede adivinar mi origen chilango, apreciarán al menos mi sincero interés. Regreso al reportaje y encuentro en un recuadro varios de los top hits entre los miles de correos electrónicos encontrados en la computadora de Raúl Reyes, mismos que certifican la amistad entusiasta del general Rangel con Timochenko, así como sus oficiosas gestiones para hacerle un lugar a la piadosa banda de narcoplagiarios en las diarias plegarias de su jefe, Hugo Chávez. Tal parece que basta con que el mandatario se pesque del rosario y pida por la suerte de un par de sus cruzados afiliados para que la noticia se transmine cuartel abajo y en cosa de minutos salgan pitando sendos comandos subrepticios a llevar portafolios, espías o misiles a los parceros que los necesiten.

“Por Fidel, por Mahmoud, por Kim”, se persigna una y otra vez el comandante Chávez, y así sus acichincles, perceptivos que son, entienden que se trata de una misión divina y se aplican a ello con premura diabólica y eficacia arcangélica. ¿Qué le costaba, entonces, persignarse también por los muchachos de Alfonso Cano, tan dóciles y atentos que con tal de obtener su padrinazgo le dieron su palabra al general Rangel de no llevar a cabo un solo secuestro en territorio venezolano? Imaginemos ahora la alegría de Timochenko nada más enterarse de que todo el Ejército de Venezuela se halla bajo la bota de su amigazo, el mismo que fue a dar a la cárcel junto a Chávez tras su fallido putsch del ’92. Mahmoud, Fidel, Kim Junior y una inabarcable lista de socios fraternales tendrá también que celebrar el nombramiento de un hombre de acción al mando de un ejército armado y entrenado con celo jihadista para elegir entre Patria y Socialismo, o Muerte. Y es un hecho que a los hombres de acción no les gusta esa vaina de las elecciones.

3. Carcinator II

La visita comienza a sentirse en su casa nada más se le invita a hablar mal del vecino. Y no es que hable con nadie, sino que recorrer calles como éstas invita a fantasear con toda suerte de intrigas de folletín. ¿Qué decir del torneo adivinatorio entre quienes compiten por estar más al tanto de los meses o años que le quedan de vida a Hugo Chávez? Una justa imposible, de cualquier forma, si el folletín es la especialidad del Padre de Todos los Bolivarianos. Contra quienes opinan que el melodrama burdo menosprecia la inteligencia del espectador, el Comandante entiende que los provocadores no razonan delante de su clientela, si lo que buscan no es abrir el debate, como desesperar al adversario con argumentos burdos y tramposos que son meros insultos a la inteligencia, respaldados por el eco agobiante de hinchas, canchanchanes y contlapaches.

Cada vez que le para los pelos a sus críticos con nuevas ocurrencias inverosímiles, el Comandante Chávez hace una exhibición de fuerza bruta. No es su agudeza, sino su audacia impune la prueba irrefutable de su poder. Tiene a medio Colombia y a todo Venezuela discutiendo sobre temas insulsos que él mismo sugirió, como esa extravagancia de los sarcomas teledirigidos, mientras allá en lo oscuro gira instrucciones al bedel Rangel para apretar las tuercas de su poder a prueba de urnas respondonas. Siento que estoy a punto de ascender al siguiente nivel de la especulación local cuando observo que allá, del otro lado de la plaza, resplandecen las puertas del hotel y las primeras luces del lobby redentor. Todavía dudando entre dos tramas insolubles —en una, un batallón de espías colombianos parte hacia Venezuela con la misión de aprender a distinguir a un soldado de un secuestrador; en la otra, un ambicioso emperador hawaiano se divierte operando los controles de un sofisticado cañón lanzatumores— vuelvo a mi condición de turista y respiro aliviado. Se acabó el extravío: necesito encontrar ese maldito mapa.