jueves, mayo 08, 2008

Rabia


Diario Milenio-Puebla (08/05/08)
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Pobre de mi novelista admirado. Publica una ficción con ese título que me recuerda una película en blanco y negro producida en los años sesenta. La diferencia es que aquella película sí logra atrapar la atención de los espectadores, mientras que esta Rabia* no logra mantener el interés del lector más allá de dos capítulos.
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No dejo de asombrarme, más aún cuando la trayectoria de su autor es tan grande, un escritor de éxito que vende por miles todo lo que produce.
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Es más: es un autor que firma contratos con las editoriales más importantes antes de escribir una obra porque la venta está más que garantizada. Eso sólo es privilegio de unos cuantos, muy pocos. Quizá Carlos Fuentes o Monsiváis en México. En realidad muy pocos escritores pueden vivir de lo que escriben. No es nada nuevo lo que digo y quizá por eso, porque al autor de Rabia le pagan un dineral las editoriales más exitosas que le aseguran la venta, la distribución y las traducciones a casi todos los idiomas, no dejé de sentir cierta decepción al terminar la lectura.
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El mismo autor ha dejado constancia de cómo debe escribirse una novela. Primero, dice, se trabaja el borrador para después pulirlo poco a poco como si se tratara de un trabajo de orfebre. Es lo mismo que sostiene Guillermo Samperio en su libro Después apareció la nave (Ed. Alfaguara, 2002). Dice Samperio que el texto literario es —recién escrito— como un bebé al que hay que limpiar, cuidar y alimentar.
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En realidad es algo curioso porque sucede que el texto nunca se concluye. Ya editado se ven otras cosas, sólo que desde ese momento ya no es un producto del autor, sino de los lectores.
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Muy a pesar de haber dado el consejo –¡ah, mi querido novelista!— tal parece que en Rabia le falló un poco la técnica. No digo que Rabia sea una mala novela, desde luego –y definitivamente— eso no podría yo decirlo.
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Su autor es una garantía. Sin embargo, en este caso, Rabia no llega a la altura de la obra a la que nos tiene acostumbrados. Siento que Rabia fue una novela que desaprovecha los propios recursos que comienza a manejar. La tensión del inicio se vuelve nimia y sus personajes se van cayendo de la boca a la punta de los zapatos, como decía Pablo Palacio, el cuentista ecuatoriano, cuando le incomodaban o le resultaban “chatos”.
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Rabia es entonces una novela más de un autor importante que para nada opaca su enorme producción. A manera de síntesis (no quiero contar la historia) ha escrito la crítica que en Rabia hay un terror psicológico en donde se descubren los sentimientos reprimidos en un clima de tensión donde también se hallan las situaciones límite.
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Rabia es, como se apunta en la solapa, un modelo de terror psicológico con el sello (con el inconfundible sello) del autor de Carrie, El Resplandor y Cujo.
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Pero Rabia de Stephen King no tiene por desgracia la consistencia y la fuerza de otras novelas como El Cuerpo o Misery aunque no deja de ser uno de los novelistas que con más placer he leído.
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Stephen King. Rabia. Ed. Roca, 1989.

XXIX

Mientras Edna le platica a Roberto su antigua relación amorosa tan llena de lugares comunes, piensa, en sus adentros, en este siglo que le ha tocado vivir a ella, todo lleno de eternos retornos, viciosos, enfermizos. Un barroco mal hecho. Un mundo en el cual se ha perdido un poco ese encanto por la simplicidad... donde uno ya no cree tan fácilmente en nada... (aunque no sabe por qué pluraliza la debacle... si debería hablar muy en lo particular) siempre –piensa- se sospecha de una conspiración en las palabras. Entonces la comunicación se vuelve una falacia, o peor: un enigma, y la Esfinge acecha en cada pasillo, en cada página, en cada frase dicha al oído o leída en una ventana de mensajería instantánea, así, no queda más opción que volver a la base donde se hallé un lenguaje en verdad efectivo, que no mienta, pero la búsqueda es difícil, tortuosa, aun las formas primigenias de comunicación se han contaminado ya con algo de mentira. Ya no hay pureza, y si la hubiera en algún lugar recóndito, para alcanzarla se debe estar en una especie de trance: quizá un tanto ebria o intoxicada.
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Postmodernismo le llamo Roberto. ¿Perdón?, dijo Edna. Eso que dijiste sobre la comunicación y sus dilemas, se llama postmodernismo, argumentó Roberto. ¿Cómo, pensé en voz alta? Sí, y no sólo eso, también fuiste muy expresiva, me enterraste las uñas en el brazo mientras te explicabas, contestó, Roberto, con un dejo de dolor. Edna sólo atinó a pedir perdón y regresar a la narración de su pasado dolorosamente aburrido.

miércoles, mayo 07, 2008

XXVIII

Estás sentado en tu lugar de costumbre esperando que los acontecimientos le vengan a la cabeza, mejor dicho, a la pluma; pero estos no llegan, la vida de tus personajes te han traicionado.
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El acto de escribir para ti siempre ha sido un ejercicio narcisista y ermitaño. Aunque también has disfrutado del acompañamiento de tus colegas de carrera. La escritura es buena compañera, pero pésima y patética solución a los problemas de tu vida. Se ha escrito en diversos libros y se ha dicho, y has escuchado, en varias oportunidades que el escritor necesita de las experiencias personales para crear, pero con el tiempo te has convencido a lo largo que llevas de vida, que ésta no sirve para nada. Al contrario corres el riesgo de plasmar todos los fantasmas y perversiones que te rodean en ese pequeño infierno dantesco imantado a tu cuerpo desde tiempos infinitesimales.
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Pero leer, leer es la mejor manera de escribir una vida. Uno es tantos libros, y tantos libros son uno, las bibliotecas, piensas, deberían tener otro nombre más acorde al narcisismo, ¿egoteca, quizá? Los escritores nacieron para retratar a los individuos de una sociedad cualquiera, ya existente o alterna.
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Estás sentando en tu lugar de costumbre esperando que los acontecimientos te vengan a la cabeza, mejor dicho, a la pluma; pero estos no llegan, la vida de ellos, tu vida te ha traicionado. Has dejado de ser escritor para volverte individuo y ser todos los personajes.

Sexto sueño


Diario Milenio-México (06/05/08)
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El libro, que responde al nombre de Sexto sueño, anduvo un par de meses, precisamente, en el sexto sueño. Me lo había llevado conmigo de viaje hacia la costa oeste pero, entre una cosa y otra, seguramente por la fascinación que sobre mí siempre ha ejercido el Pacífico, lo perdí. Se lo comuniqué a su autora; le dije a Marta Aponte Alsina con mucho de pena y otro tanto de remordimiento que había querido escribir algunos comentarios sobre su más reciente novela pero que, por desgracia, el libro se me había ido al sexto sueño. El comentario, a ella, la hizo reír y también la hizo considerar la posibilidad de escribir un cuento (al menos eso me dijo). Yo, por mi parte, anduve pensando con mesurada testarudez en el libro, tanteando la posibilidad de escribir algo sobre ese libro alucinante sólo con base en los recuerdos que se negaban a irse, en el eco refinado de algunas de sus frases, en la estructura explícitamente piramidal del relato, pero no logré decidirme. Lo último que le dije a Marta Aponte Alsina acerca de su libro fue, sin embargo, que estaba segura de que regresaría. Algo que no se va de la cabeza, imaginé, no tiene de otra más que regresar. De una o de otra manera, en el momento menos pensado, sé que encontrará su camino de regreso. Eso dije. Pasaron los días (porque lo propio de los días es pasar) y hoy, mientras colocaba libros y otras pocas pertenencias en un par de cajas de cartón con dirección a la próxima casa, lo encontré. Porque, como bien dice Aponte Alsina del sexto sueño, “No se deja buscar, pero se encuentra”.
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En efecto, el libro salió, azul y exacto, de un sobre amarillo, tamaño carta. Salió como un recién nacido de ese lugar del vientre que es el extravío. Recordaba, por supuesto, que una de las definiciones del sexto sueño era aquel estado nebuloso, propicio para la escritura, que se encontraba después del quinto sueño (un lugar ya de por sí bastante alejado de la realidad). En la novela, esto también lo recordaba con suma claridad, una abuela acusaba a su nieta, la protagonista de nombre Violeta Cruz, de encontrarse en el quinto sueño, sólo para que la nieta retobara con flagrante complicidad y estirándose con placer que no estaba en el quinto, sino en el sexto sueño. Allá. Lo que no recordaba, no había manera, era que Marta Aponte había escrito hacia final de la novela que “Si el sexto sueño fuera un lugar sería tu casa, lector cómplice”. Heme aquí, pues.
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“Soy cortadora de hombres y compositora de boleros”, dice Violeta Cruz de sí misma en las primeras páginas de esta novela. Tan directa como mordaz, tan sucinta como punzante, la anatomista de profesión avanza en su tarea con la exactitud del escalpelo: “traer del más allá uno de los seiscientos cadáveres que disec[ó] en [su] carrera”. Elegido a través de un método tan aleatorio (una serie de números aparecidos en una sesión espiritista) como del que se había servido el ahora cadáver para seleccionar a su víctima (un niño al que asesinaría con saña en el así llamado “crimen del siglo” a inicios del XX y en Chicago), Nathan Leopold se convierte en la ausencia que convocará a las palabras para producir, paso a paso, su vida. Resucitar es un verbo atroz. Se trata, en efecto, del sonado caso de aquel hombre que, junto con Richard Loeb, por aquel entonces ambos estudiantes de la Universidad de Chicago, recibiría una condena de por vida por asesinato, más noventa y nueve años por secuestro. Se trata del mismo hombre que, después de sobrellevar 33 años de prisión, decidió trasladarse, de entre todos los lugares de los Estados Unidos, a Puerto Rico, la isla donde según confirman documentos varios se casó con una florista y cultivó la filantropía hasta el día de su muerte en 1971. El tema, que ya ha fascinado a autores de tan variada estirpe como Alfred Hitchcock o Richard Wright, se transforma en un verdadero tour de force en la prosa lúcida y feroz de la puertorriqueña Marta Alponte Alsina. En la caja china de su propio abismo, con un sentido del humor que son en realidad muchos, “[e]n el sexto sueño los muertos se pasean por el cuerpo de los vivos. O, para expresarlo en palabras demasiado claras: se siente vivir a la muerte”. Esto, francamente, es cierto.
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En el epígrafe de María Zambrano que precede a la novela, hay una referencia explícita al momento que persigue la novela: se trata del instante último, del segundo imperecedero en el que se deshace “ese nudo que une aún a las almas de los recién muertos con el aire de la vida”. Y, para contar eso, ¿se le atrapa o se le deja ir? “Una novela no se descuartiza como un cadáver”, asegura la novela de Marta Aponte Alsina. “Se construye como las pirámides, escribió Flaubert”, añade, segura de sí misma. Sólida. Pero esta novela piramidal que es en realidad un sueño que está más allá del quinto, está narrada (al menos en una de sus instancias) por alguien que corta (aunque cortar no de derecho a contar). De capítulos breves y saltos en el tiempo, con súbitos cambios entre la primera y la segunda y la tercera persona, metanarrativa a ratos, autoimprecadora en otros, la novela es un cadáver descuartizado sobre una mesa que parece una pirámide. Cómplice lector: “Los muertos son amantes caprichosos”, eso también es cierto. En algún momento de la novela, justo después de que la doctora Cruz ha conocido a un hombre muy hermoso, la novela declara que “los hombres son vasos frágiles”. La misma novela ha dicho antes lo mismo, en voz del Resucitado, acerca de las mujeres. La idea del recipiente. Y ese vaso que, de acuerdo con Rilke, se rompe, como todo, dentro de las venas. Un estrépito. Así apareció Sexto sueño desde las entrañas de un sobre amarillo, tamaño carta, todavía con el aroma del Pacífico. Así se queda.
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Maria Aponte Alsina, Sexto Sueño (Madrid: Veintisiete Letras, 2007)

lunes, mayo 05, 2008

Mi reino por un rating



Diario Milenio-México (05/05/08)
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1 Personaje o personeja
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En la última parte de Tu rostro mañana, Javier Marías se sumerge en el que sus personajes describen como el Síndrome Kennedy-Mansfield, consistente en el horror narrativo a una muerte intempestiva y espectacular. Cree uno, lógicamente, que nadie quisiera ser recordado por los detalles sórdidos del día de su muerte, pero a veces la lógica sobra en estas cuestiones; más todavía si se toma en cuenta la poca relevancia que debería revestir a los ojos de un vivo cuanto suceda o no en este mundo no bien lo haya dejado para siempre. Ser recordado, ser pensado, ser reconocido. Por cualquier causa, con mérito o sin él. Con demérito, incluso; bochornosamente. Hay puñados de gente lista para matar o dejarse matar por eso. Que, a todo esto, es lo peor que les puede pasar. Pocos horrores narrativos parecen tan cercanos a la atmósfera reclusiva de las pesadillas como el que inspira el que marianamente se llamaría Síndrome Trevi-Tyson.
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Entre las toneladas de información chatarra que no recuerdo haber solicitado y para mi vergüenza tengo a la mano, sé que la aún famosa Gloria Trevi se ha declarado La Mejor Cantante del Mundo, aduciendo que sobre el escenario es “toda una show woman”. De entre los numerosos horrores narrativos que me provoca el caso de la Trevi —de quien no sé gran cosa, y aún así sé más de lo que habría querido— hay uno en especial espeluznante, y es justamente ese proceso de infatuación que lleva al personaje a reemplazar a la persona. ¿Cómo saber dónde quedó el primer Mike Tyson luego que el miserable peleador de barrio recibió decenas de millones de dólares y la atención bastante a nivel planetario para proclamarse El Hombre Más Duro del Mundo? ¿Qué le pasa a tamaño personaje una vez que le llega la hora de caer en desgracia? Una persona puede ser pisoteada y borrada, pero rara será la que acepte irse al limbo con todo y personaje.
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2 El clavadista estrella
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Édgar, se llama el niño. Es uno de aquellos gorditos que sufren toda suerte de burlas y bromas pesadas, de manera que basta esa inseguridad adicional para que se hagan torpes y pusilánimes. Cierto día, alguien lo filmó durante la clase de momento bochornoso en que la mala fe del burlón se combina con la torpeza del patiño, de forma que el video exhibe a Edgar parado y aterrado sobre un par de troncos, a la mitad del cruce de un riachuelo. Otro niño, que ya cruzó antes de él, se ríe de su miedo y levanta uno de los troncos, para amedrentarlo. Édgar se asusta más, se enoja, chilla, grita, insulta como puede al otro y en mala hora se aferra al tronco equivocado, que cae violentamente de las manos del otro niño, junto a Édgar que se da un golpe, resbala y va a dar hasta el agua. Luego llora e insulta una vez más, empapado y golpeado. ¿Cómo explicar que una escena tan estúpida pueda haber sido vista, según la información de YouTube, por más de ocho millones de personas?
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El niño Édgar tampoco se lo puede explicar, lo cierto es que el video de su desgracia supuso un raro giro de la fortuna, pues el gordito en un principio estigmatizado se convirtió en estrella de YouTube. Al día de hoy, hay en el sitio infinidad de videomontajes creados a partir de la vergüenza de Édgar, además de una entrevista en la televisión, donde el niño no oculta el orgullo que siente de ser famoso. Y ahora también está el comercial de galletas Gamesa donde aparece la escena del río, sólo que esta vez Édgar resulta el héroe, no porque sea más valiente que nadie, sino porque dispone de una cohorte de centuriones a su servicio que le dan trato de emperador y echan al otro niño y al camarógrafo al río. Luego de ver a Édgar tirarse solo al piso a solicitud de su entrevistador, vale dudar que YouTube le haya hecho más favor al niño clavadista que contagiarle el síndrome Trevi-Tyson.
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3 El fasto del mal gusto
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Por funestas que se revelen sus secuelas, son incontables los hijos de vecino que darían cualquier cosa por ser víctimas de un síndrome así. No en balde hoy día los argumentos de las telenovelas —que antes parecían exagerados, más que nada en el tema del mal gusto— palidecen frente a las incidencias en la vida privada de sus intérpretes. Si antiguamente los galanes telenoveleros debían esforzarse en sacar adelante el papel asignado, ahora el foro que cuenta es el de sus acciones más íntimas, sean éstas verdad o invención estratégica. ¿Para qué perder tiempo en clases de actuación o ensayos de solfeo, si el rating sube solo luego de que el galán de la televisión, ya en el gran escenario de la vida real, se le va sin pagar a la sexosierva o le planta una tunda a su mamá?
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Si pudiera, no sabría que el cantante Cristian Castro tiene un hermano que se llama Michelle —que es como ser francés y llamarse Micaela— y un hijo bautizado atrevidamente como Mikhail Zaratustra. Quiero creer que esos datos serían inverosímiles aun dentro del argumento de una telenovela, pero si abro un periódico o enciendo la tele me arriesgo a comprobar que son del todo ciertos, y eso no me conviene como espectador. Cuando niño, de noche y en la cama, jugaba a sospechar que mi vida no era más que una representación, y a mis espaldas todos estaban de acuerdo en desempeñar cada uno su papel para mí. A estas alturas, luego de tanto ver lo que los personajes son capaces de hacer con las personas que quizás antes fueron, me parece más cómodo sospechar, como entonces, que todo es pura farsa e invención. Telenovela sobre telenovela sobre telenovela, interpretadas por personajes de personajes de personajes. Gloria Tyson, Mike Trevi, Britney Castro, uno qué va a saber si ni la tele prende.