viernes, abril 23, 2010

Ciudad Juárez. Con nosotros muy cabrones, con el narco maricones. El dolor de Ciudad Juárez como símbolo del país. (PODER 360°-domingo 8/04/10)

La que el propio Calderón llamó guerra contra el narcotráfico, ha demostrado su inoperancia y su costo social y político. Hoy algunos analistas –y la gente de a pie, aunque ninguno haya aportado pruebas contundentes– cree que el gobierno actual ha apoyado y protegido al Chapo Guzmán y desmantelado sistemáticamente a los otros carteles. Sicarios abundan. La nueva moda son las pandillas juveniles –y formas sucedáneas de los maras, grupos tatuados como Los Aztecas– contratadas para matar en nombre de un cártel o un grupo de narcotráfico. La liga, La Familia, Los Zetas, no importa cuáles.
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En México amanecemos hoy, todos los días, con una nueva noticia escalofriante. En una fiesta asesinan a 16 adolescentes, en un velorio matan a varios de los asistentes, con frialdad, escogiendo a las víctimas. Afuera de una fiesta infantil asesinan a tres personas ligadas al Consulado de Estados Unidos. Todo esto dentro de la ciudad más violenta de México y quizá, hoy, de todo el continente americano. Ciudad Juárez es un cáncer, un símbolo, un reto.
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Cada fin de semana al menos 20 personas, muchas de ellas civiles –como los estudiantes becados por calidad académica muertos por error en el Tec en Monterrey– son asesinadas en nuestro país, no sólo en Chihuahua. La geografía de la guerra no conoce fronteras o estados.
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El gobierno no se cansa de estigmatizar, primero: son sicarios, criminales. Muchas veces tiene que disculparse pronto porque el fuego cruzado ya nos alcanza a todos. Slavoj Zizek, el gran teórico contemporáneo, habla de la violencia sistémica, la que el gobierno se encarga de convertir en plataforma política y en prueba de su capacidad. Nosotros a ese discurso lo llamamos aquí mismo inseguirismo. Sin embargo, cuando el gobierno desata una guerra que no puede ganar los índices de popularidad se caen estrepitosamente.El gobierno de Calderón no ha sabido contarnos una historia paralela a su guerra. No ha sabido convencer. En su última conferencia de prensa en Ciudad Juárez, los distintos representantes –federales, estatales, municipales– se encargaron de repetirle a la gente que ha disminuido el crimen.
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Nadie cree esto, aunque estadísticamente sea comprobable, porque no hay una narrativa paralela a la guerra que haga coherente el esfuerzo. No hay la capacidad del gobierno de decirnos que todo esto tiene un objetivo coherente y, sobre todo, un final próximo.
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Si un día se van los militares de Ciudad Juárez, qué pasará, se pregunta la gente. A muchos que he entrevistado –desde taxistas hasta maestros universitarios, pasando por comerciantes y estudiantes– les parece que si se desmilitariza disminuirá la violencia. Es decir que la gente, para decirlo en español, ve más caro el remedio que la enfermedad. Yo no creo que a estas alturas la desmilitarización, per se, arreglará las cosas, de la misma manera que la salida de las tropas estadounidenses de Iraq no arreglará el país ni detendrá la violencia. Sería simplista pensarlo.
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Lo que urge, entonces, es una estrategia de mediano plazo que muestre la posibilidad de tener un efecto positivo. Lo que urge es que, además, la gente crea en ella y que la percepción (que los comunicólogos nos han repetido en las últimas décadas, crea la realidad) se modifique radicalmente.
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Según la demoscopista María de las Heras, seis de cada 10 personas cree que las visitas de Calderón a Ciudad Juárez obedecen sólo a la necesidad de mejorar su imagen, no a un legítimo interés por cambiar las cosas. Una madre doliente por uno de esos niños muertos en un fuego cruzado se lo dijo directamente: “No es usted bienvenido, señor Presidente”.
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¿Es un tema de percepción solamente? No lo creo. Lo que sostengo es que pasa por la percepción, pero se necesitan acciones reales, coherentes y concretas que nos convenzan a todos. Como en la Chiapas del EZLN, ahora en la Chihuahua secuestrada por la violencia el presidente reconoce que la guerra no ha dado frutos positivos y anuncia gasto social como solución. Me pregunto si ese gasto social se quedará en asistencialismo. La economía de las familias no se mejora por decreto. Hoy matar a alguien en México es fácil. Los expertos dicen que no cuesta más de 3,000 pesos el encarguito. Empleo, empleo y más empleo, pero con circulación de capital, educación y becas, suena bien pero no en una ciudad y en un país casi entero, para quien la única esperanza de futuro está en cruzar el Río Bravo.
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El FBI participa –y cinco agencias más– en el esclarecimiento de sus propios muertos. La secretaria de Estado, Hillary Clinton reconoce la responsabilidad compartida (pensemos sólo en la venta de armas de la frontera), dice que la cooperación económica se dará de manera más expedita. Todo esto son buenas intenciones, claro, pero lo que se necesita es una estrategia que funcione, insisto. Y se necesita ya.
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Por eso la mejor frase de estos tiempos es la de los jóvenes que en una de las visitas presidenciales querían protestar y fueron impedidos por el Estado Mayor. “Con nosotros muy cabrones, con el narco maricones”. Ésa es la percepción y, lamentablemente, la realidad para muchos mexicanos en el balance de la guerra idiota contra el narco.

Con la P de Puebla, los valores que nos faltan (Diario El Columnista 20/04/10)

El viernes pasado participé –involuntariamente ya que uno no elige ser nominado a un reconocimiento- en una ceremonia que, instituida por la alcadesa Blanca Alcalá busca promover ciertos valores que llama fundacionales (y por eso la premiación busca coincida con la Fundación de Puebla). Son valores, por otro lado, que no son privativos de nuestra ciudad, sino de toda comunidad digna de ese nombre. Es una noble tarea. O como decía el otro día sobre la Guadalupana la gran Chavela Vargas: “Es lindo ese cuento”. Nada más que no podemos seguir viviendo del cuento, ¡basta! Hoy me gustaría más ser el aguafiestas. Preguntarnos con seriedad a la luz de las próximas elecciones y de la reinvención justamente fundacional que el sistema político mexicano produjo y que José Emilio Pacheco llama sistema métrico sexenal, qué valores nos faltan. ¿Por qué Puebla, que alguna vez rivalizó en todo con la capital de la Nueva España no pinta, para nada que no sea el escándalo, en el escenario nacional?
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Como un mero ejercicio descriptivo, hablemos de cinco valores que nos caracterizaron alguna vez y que hoy parecemos desconocer: perseverancia, priorización, proyección, participación y pasión.
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Uno por uno, entonces. Perserverancia. ¿Dónde se nos acabó el fuelle? Yo creo que después de la guerra de Reforma (con el gran paréntesis de los Serdán), porque a partir de ese momento no fuimos capaces de vivir las dos Pueblas que siempre convivían luchando, la conservadora y la liberal. Hay un lugar común falaz, como todos los lugares comunes, que repite que Puebla es conservadora. Aquí, sin embargo, se vivieron una a una todas las gestas liberales, desde el Plan de Ayala, la misma impresión del Plan de Iguala independentista, el triunfo contra la Intervención francesa, el inicio de la Revolución, el primer reparto agrario zapatista, la Universidad de izquierda más importante de provincia y la ruptura con los FUAS (Federación Universitaria Anticomunista) que dio lugar a la escisión, la polarización y el desencuentro. Pero también dejó para siempre claro que atrás de la Puebla levítica, minoritaria del Yunque, hay la Puebla que publicó La Abeja Poblana, que fue decisiva en el Virreinato (aquí Sor Juana imprimía sus obras y estrenaba sus villancicos). ¿Qué nos pasó? ¿Por qué claudicamos?
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¿Por qué no perseveramos? El poblano actual es acusado, no sin razón, de apático. Poca Participación (nuestro segundo valor ausente) y, además, intermitente, claudicante. Cuando ha ocurrido algo que levante el clamor –la última vez en la serie de manifestaciones civiles por el caso Lidia Cacho, por ejemplo-, nunca sabemos llegar hasta las últimas consecuencias. Por alguna razón nos desinflamos en el camino. Incluso no apoyamos a las organizaciones no gubernamentales más que eventualmente. Aquí no deja de preocuparme una figura lábil, tramposa, la del ciudadano. Todos somos ciudadanos, pero tenemos que unirnos en grupo para poder participar políticamente, para construir un espacio público. Lo malo son los ciudadanos que con ese nombre en realidad buscan aspirar a puestos de elección popular o públicos, desvirtuando el mismo concepto de ciudadano independiente. Hay muchas maneras de incidir en la política local, pero definamos claramente quiénes somos ante los demás, sólo así nos tendrán confianza. Yo, por ejemplo, he decidido no volver a ser servidor público y desde hace mucho decidí no participar en campañas políticas ni postularme para ningún puesto de elección popular. Soy un ciudadano. Un escritor. Y desde ese divisadero, como decía mi maestro Luis González, es que veo y participo en el debate. Puedo desde aquí contribuir mucho mejor a una Puebla más justa, más equilibrada y más sana.
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En Puebla hace mucho tiempo –quizá el último en hacerlo bien fue Esteban de Antuñano, aunque Alfonso Velez Pliego hizo mucho también en su campo- que no tenemos liderazgos específicos, de gente que sabe su área y trabaja allí con denuedo. Mejora, hace innovaciones, contribuye. Es decir Prioriza. Queremos ser anjonjolíes de todos los moles. Lo mismo el empresario que el político. Sólo hace falta ver los nombres de las personas que participan en los patronatos (siempre son los mismos y nunca participan económicamente, sólo se lucen, o intentan hacerlo colocando su nombre que ya no prestigia, pues se presta para todo). Hace tiempo se contaba una anécdota de Manuel Espinosa Yglesias. Se decía que quiso donar una importante suma y que reunió a los grandes empresarios poblanos. Por cada peso que ellos pusieran el pondría un dólar –lo de menos es la causa que convocó-, huelga decir que nadie dio un clavo y que, finalmente, fue la Fundación Mary Street Jenkins la única en participar económicamente en ese empeño. Los poblanos olvidamos, tristemente, vivimos del pasado pero sin memoria histórica, en plena identificación narcisista con nuestras imágenes. No hemos salido de la etapa anal o para decirlo más lacanianamente, del estadio del espejo.
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El viernes pasado me quedó claro en la ceremonia a la que aludí al principio. Seguimos hablando de poblanidad y metemos allí todo lo que no sabemos en realidad definir (la poblanidad es el adverbio de nuestro ser, es el cajón de sastre de nuestra ontología imposible).
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Por ello cada vez más no hay proyección –ni nacional ni internacional-, ya sea de nuestras personas (nuestros hombres y nuestras mujeres verdaderamente preclaros) ni de nuestras instituciones o nuestro Estado. ¿Qué significa Puebla en el contexto nacional, subcontinental o mundial? Nadie sabe. Somos ya un punto olvidado de googlemaps. Pero eso sí, nos ufanamos de ser poblanos. Y es que nos falta Pasión, eso que define verdaderamente a un grupo, a un ser humano o a una región.
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Hace tiempo que no sabemos cuál es nuestra vocación, para qué servimos (o a quién servimos, si es el caso). Damos palos de ciego en inversión, en infraestructura, en desarrollo. Nuestros políticos son albañiles preocupados de la obra pública –que es por definición inacabable- y no sabemos invertir en obra social o en obra humana.
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¿Ya valimos? ¿Cuándo se jodió Puebla?, podemos preguntarnos como hizo Vargas Llosa con el Perú en Conversación en la Catedral. Yo aventuré aquí una hipótesis: después de la Reforma. Llevamos ya siglo y medio sin saber qué carajo somos, viviendo del pasado, en una regresión infantil que nos impide madurar del todo. Vuelvo a Lacan: la tragedia de quedarse en el estadio del espejo –por otro lado una etapa fundamental para la construcción del yo- es que necesitamos la mirada del otro para existir. Lo especular necesita de la aprobación constante del otro, de su mirada que nos devuelve el rostro. Nuestro Imaginario pocas veces se contrasta con un Simbólico que no sea cliché o banalidad cursi –Barroquísimo, Poblanidad-, y menos acepta ese fantasma –sinthome-, que es lo Real.
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Bienvenidos, sin embargo, al desierto de lo Real.

miércoles, abril 21, 2010

La guerra que perdimos / II (Diario Milenio/Opinión 20/04/10)

Otra manera de desmitificar la auto-agrandada imagen que el narco tiene de sí mismo es cuestionar su alianza, tanto material como cultural, con las clases más desposeídas de nuestro país. Su buscada adhesión a las clases populares se confirmó de inmediato al perfilarse como una especie ingrata de campesino contemporáneo: Zambada no sólo declaró ser un “hijo del monte”, sino que también habló, cual le corresponde, de la tierra y del cielo, con agradecimiento respeto a la primera y desconfianza en relación al segundo. De hecho, hacia el final de la entrevista aceptó que se dedicaba a “la agricultura y la ganadería”. Pero ni Zambada ni Calderón mencionan lo obvio: que estos negocios agrícolas son grandes emporios globalizados y que, a pesar de designarla como mera “tontería”, la fortuna de El Chapo sí está en las listas de Forbes. Lejos están de “la gente del monte” tanto los Jefes de Jefes como los otros miles de empresarios que ocultan sus nombres y las fortunas que han ido amasando en sus conexiones con el narcotráfico. Gente del post-monte en todo caso y, a juzgar por el golpe mediático, aguzados lectores de las formas populares de la comunicación contemporánea: el narco. Neo-campiranos. Aspirantes a dueños de la aldea, ciertamente, global. Es evidente que mientras no se despenalice el consumo de drogas, es decir, mientras haya Jefe de Jefes y Empresarios Oscuros que acumulen dinero, y mucho, con ellas, este negocio no desaparecerá.

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Cuando Zambada explicó que había escapado del Ejército en algunas ocasiones gracias a su conocimiento del terreno también hizo alianzas, metafóricas y no, con tradiciones guerrilleras campesinas que están en el corazón mismo de la historia de México, y más allá. Su crítica a las atrocidades que comete el Ejército mexicano (justo cuando el mismo ejército parece estar saliendo de Ciudad Juárez), sin duda intentaba crear una empatía con los dolientes contemporáneos. Evitó mencionar, por supuesto, las atrocidades propias delnarco, las cuales han marcado escenarios urbanos y rurales por igual en los últimos años. Y pudo evitar mencionarlo porque, por lo que se deduce de las pocas palabras que le dijo a Scherer, Zambada sigue pensando que, a diferencia del Ejército, el narco sólo ejerce la revancha o en todo caso la violencia con sus pares. Y nosotros, los que ya somos cada vez menos Nosotros, así, autoprotegidos en un pronombre con muros, sabemos bien que eso no es cierto. Las masacres contra estudiantes en Ciudad Juárez y en Monterrey son un alarmante recordatorio, entre otros tantos que se pierden en las páginas interiores de la prensa local o que no abandonan el sonido bajo del rumor, que la honorabilidad del narco, si la hubo, es cosa del pasado. No habrá que olvidar tampoco las continuas masacres dentro de los penales más diversos. Todos ellos, en las escuelas o en las prisiones, son parte de ese 23% de ejecutados que tienen menos de 23 años. Frente a sus sicarios de hoy todos somos vulnerables. Todos somos víctimas potenciales de sus atrocidades.

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Como los anónimos mensajeros que dejaron, en mayúsculas, un texto en la sección de comentarios de MILENIO de Tampico, la definición de pueblo en el discurso de Zambada va acompañada, explícita o implícitamente, de la palabra subordinación. Y en esto, como en su manera de aliarse cultural y materialmente con las muy diversas clases desposeídas, Zambada emula los mejores tiempos del PRI. Recuérdese que la incorporación de trabajadores y campesinos al aparato del Estado fue, desde el inicio, altamente selectiva: se dejó entrar a los que capitulaban, como los sindicatos que luego formaron la CTM, pero se descartaron a los independientes y a los anarquistas. Pueblo y subordinación constituyen un pleonasmo en ese léxico. En el mayúsculo texto (lo digo por el uso de las mismas así como también por su extensión), los anónimos anunciaban, por ejemplo, un toque de queda y, al mismo tiempo, prometían la protección consabida para el pueblo, y no así para la “gente que no”. ¿Cuál “gente que no”? La definición se sigue casi con naturalidad, es una frase de uso popular, al final de la oración cortada: la gente que no está con ellos. “Somos Tamaulipas”, escribieron varias veces. Insistiendo. Lo cierto fue que la gente no salió de sus casas. Lo cierto es que “la gente que no” puede ser más numerosa que “la gente que sí”. Lo cierto es que hay una posibilidad de que ellos no sean Tamaulipas.

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Si a todo esto se le agrega la figura imponente, jovial incluso, que colocó el brazo derecho sobre el hombro cansado del viejo periodista mientras retaba, y esto no sin orgullo, a la cámara, es entendible que nosotros, todos nosotros, los nosotros en plena minúscula, hayamos perdido la guerra que nunca quisimos. La ecuación es fácil: frente a gente como Zambada, atento a los discursos públicos y el sentir popular, manipulador de nociones de masculinidad que parecen empatar a la perfección con machismos seculares, se encuentra gente como Calderón, incapaz de crear lazos, ni siquiera retóricos, con las mayorías dolientes. Encerrado en una torre de marfil de la que sólo sale, y eso a veces, para regañar la mala conducta del respetable, autista de la política (esto va con disculpa incluida para todos los autistas y los familiares de los autistas, por favor), a Calderón le ha importado más su legitimidad abstracta que su trabajo. ¿Cómo comparar a un hombre que retóricamente al menos habla de “llorar” a un hijo frente a otro que fue incapaz de escuchar, ya no digamos conmoverse, frente al dolor de una madre que acababa de perder a dos de los suyos debido a la violencia desatada por ese otro que se dice llorar por el propio? No olvidemos, por favor, a doña Luz María Dávila, Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, Chihuahua, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad. Incapaces de abrazar, y digo esto en el más amplio sentido de la palabra, tanto Calderón como su esposa defraudan y, con razón, encolerizan. Incapaces ambos de moverse de sus asientos y de salirse de protocolo. Si ya tuvieron la desfachatez de iniciar una guerra que no pedimos ni apoyamos, no estaría de más tener el valor de asumir las consecuencias de sus actos y, al menos, parpadear. Porque el narco, al menos a nivel popular, no sólo va ganando por dinero (los sueldos de los aprendices de sicarios no son tan altos como uno pudiera llegar a imaginarse), el narco va ganando también porque, como dijo la periodista Gabriel Warketin en un muy buen artículo publicado en El País, en la foto que se tomaron Scherer y Zambada todos, pero todos de verdad, nos vimos ahí. Desconcertados, cariacontecidos, tomados por sorpresa, afirmados o negados, pero todos ahí.

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Coda: este 5 de junio esperamos una decisión de la Corte sobre los culpables de la injustificada y atroz muerte de 49 niños sonorenses. Si Calderón tuviera a bien preocuparse más por su trabajo y menos por su abstracta legitimidad podría, por una vez, salirse de su torre de marfil y aceptar que estos mexicanos, estos otros en minúsculas, estamos ahí, dolientes. La justicia es, a veces, la forma del abrazo.

martes, abril 20, 2010

Las penas del puntero (Diario Milenio/Opinión 20/04/10)

La cruz del de adelante
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Para quienes, de niños, solíamos perder en casi todos los juegos, la experiencia de verse rebasado no era ni con mucho traumática. Por el contrario, uno aprendía de eso a ganar otras cosas, como resignación, paciencia y una ambición oculta, por ridícula, de pronto confundible con ensoñación: la de un día vencer ya no tanto al contrario como a sí mismo; conquistarse, atreverse, ir más allá de lo que nadie espera. ¿Qué es lo que pierde uno cuando en vez de perder se habitúa a ganar? Al menos en el ámbito de las competiciones —y hay quienes piensan que éstas lo abarcan todo— sólo una desventura supera la del siempre perdedor, y ésta es la del perpetuo ganador: ese infeliz secreto que a cambio de la gloria fugaz de los aplausos se obliga a ser mañana quien fue ayer, so pena de caer del penthouse hasta el sótano en un solo tropiezo. Nadie en su sano juicio y buena leche aconsejaría al perpetuo ganador que se creyera cuanto elogio escucha, o asumiera que todo seguirá siempre así, o tomara distancia de quienes aún se atreven a increparle, pero quien se acostumbra a dar por hecho el triunfo difícilmente aceptará otro consejo que los rendidos a su monomanía.
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Es, por cierto, verdad de Perogrullo que en cualquier situación todos quieren ganar y ninguno perder, pero bien poco aprende quien se habitúa a no tener a nadie por delante, y en tanto eso vivir dando la espalda al resto de los competidores. Qué monserga intrincada tiene que ser no convertirse en un perfecto papanatas cuando hay que dar la cara por tantas hazañas, que sin embargo no parecen bastantes porque el mañana sigue comprometido a extender los aplausos del ayer y ya nada parece pesar más que esas ansias. Semejante hipoteca del espíritu suele llevar a algunos a opinar —no sin envidia, las más de las veces— que el mortal en cuestión pactó con el demonio, y lo cierto es que son contratos tan afines que hay que ser un experto para diferenciarlos entre sí.
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Gracias por la derrota
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Hará un año que los cronistas deportivos coincidían en ver a Tiger Woods y Rafa Nadal como los deportistas más competitivos del planeta. Poco tiempo después, le tomó a éste un solo partido —el de Robin Söderling en Roland Garros, retransmitido hasta la náusea cual si fuese la ejecución de Luis XVI redivivo— y a aquél un zipizape conyugal caer del pedestal de palabras donde los habían puesto. “He visto a Rafael estrellar en el piso el control de la PlayStation, pero jamás una raqueta en la cancha”, dice orgulloso el tío Tony, que además de entrenarlo se encarga de afirmarle los pies en el piso, al extremo de no aceptarle sueldo alguno y prohibirle el acceso a “privilegios que luego duele perder”. Lejos de refugiarse en presuntas mansiones de Mónaco o Dubai, el entonces aún número uno del mundo volvió del escenario del regicidio al domicilio familiar, donde el abuelo sigue escandalizado “porque a un chaval de esa edad le den toda esa pasta”. Ya habría querido alguien como Mike Tyson tener el diez por ciento de esa protección.
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Once meses después de haber sucumbido al saldo del desgaste propio de jugar cada punto como si fuera el último, tras superar lesiones físicas y anímicas —éstas menos notorias, en principio— y desde entonces ganar y perder calibrando el valor de la experiencia, antes que el resultado, el Matador Nadal ha mordisqueado al fin un nuevo trofeo, luego de hacer puré a Fernando Verdasco y darse a sollozar sobre la toalla (nadie como él sabrá la cantidad de diablos contra los que ha peleado para salir con esa fuerza a la cancha). No debería ser tan sorprendente que Verdasco, al tomar el micrófono, haya empezado por dar las gracias a su contrincante, no sólo por cuanto hizo en este torneo, como por las seis copas consecutivas que se ha llevado ya de Monte Carlo. ¿Pues cómo, sino yendo tras las huellas de una bestia salvaje puede uno enseñarse a afilar las garritas, y eventualmente hacerle algún rasguño? ¿Y cómo no apreciar la lección del amigo-fenómeno que te borra del campo de juego sin trampas ni rabietas ni desplantes?
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Tigre al agua
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Poco antes de que el aura de Tiger Woods rodara lecho conyugal abajo hasta los precipicios de la ignominia, recibí una propuesta inaceptable: escribir un artículo comparando a Tiger Woods con Roger Federer. Sabía demasiado sobre uno y muy poco del otro. Cierto que había visto a Woods hacerse con trofeos acá y allá, y alzar el puño ante el público en pie luego de un nuevo eagle milagroso, e inclusive silbar la tonada de Eye of The Tiger en un comercial, pero hasta entonces nunca lo vi caer, cuantimenos llorar, cual era el caso del tenista legendario.
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Francamente no me imagino a Roger Federer escenificando un papelón como el de Tiger Woods a la hora de pedir público perdón por sus deslices. Un montaje evidente, espeluznante, donde sólo faltaron humos de hielo seco, dedicado a esas almas pudibundas que aún pierden el sueño de saber que su Tigre es, amén de campeón, un pitoloco. Si alguna vez el hoyo 19 había estado en todas partes, no lo estaría ya más allá del Hogar. Una vez autoabsuelto, Woods volvió a competir en la edición reciente del Masters de Augusta, donde alcanzó un notable cuarto lugar, tomando en cuenta el medio año de ausencia. No obstante, entrevistado tras el último hoyo, un Woods con las facciones tiesas por el enfado se declaró del todo insatisfecho. “Si yo voy a un torneo, es para ganarlo”, subrayó, diríase que empeñado en demostrar que poco o nada ha aprendido de su paseo por el purgatorio. Dos momentos más tarde, el vencedor Phil Mickelson abrazaba a su esposa, que había ido a esperarlo al hoyo 18, todavía débil por su pelea vigente contra el cáncer. Un escenón, sin más efectos especiales. Volví un poco hacia atrás la grabación y apareció de nuevo Tiger Woods, sinodal y hagiógrafo de sí mismo, solo con su disgusto de triunfador perpetuo en stand-by. Moralejas aparte, no sé si alguna vez vi a un campeón con tan mala puntería.