viernes, mayo 14, 2010

Taller de Poesía y Edición por Miguel Maldonado

Inicio: 1º de Junio

Martes de 5 a 7. Tres meses.

Gratuito.

Requisitos: Entregar hoja de vida y poemas en la Casa del Escritor.

5 Oriente No. 201. Col Centro. Puebla.

Tel: 2 46 33 29

Nuestra Señora, la Opinión (palabras del aforista).-Pedro Ángel Palou (Revista Poder y Negocios 03/05/10)

“En el principio era la prensa y después apareció el mundo”. —Karl Kraus
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1. Los filósofos solían partir de la evidencia, que hoy se ha refugiado entre los unicornios. Sólo nos resta la opinión, ubicua.
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2. La opinión adopta cualquier sentido, niega incluso las tesis que presenta, engulle el pensamiento.
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3. Karl Kraus lo supo muy pronto, lo dijo en su Diario sobre los Diarios (Die Fackel, 1899-1936) cuando teorizó sobre lo parásito de lo parasitario.
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4. El órgano por excelencia de la opinión, la prensa.
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5. La opinión descansa sobre el lugar común y la frase hecha. Es el refugio de los bienpensantes.
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6. Kraus, de nuevo, en su polémica contra Maximilian Harden: “Harden, que mide el periodismo con una ética relativa quiere mejorar la prensa. Yo quiero empeorarla, quiero poner trabas a sus infames intenciones, socavada de pretensiones espirituales, y considero más peligrosa a la prensa estilísticamente mejor”.
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7. El mundo, su materia, es idea platónica emanada de la prensa. Las ideas salen sólo de los periodistas. El director del periódico es el único demiurgo del siglo XXI.
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8. Kraus dixit: “¿La prensa es un mensajero? No: es el acontecimiento. ¿Palabras? No: la vida. Porque no sólo tiene la pretensión de que los verdaderos acontecimientos sean sus noticias sobre los acontecimientos”.
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9. A los animales no les interesa la ecología.
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10. Una opinión vale igual que cualquier otra, es intercambiable. La opinión es la mercancía última de la sociedad del espectáculo.
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11. “El progreso hace jamón de la piel humana”.
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12. La prensa la convierte en tocino ahumado.
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13. El escritor no puede ser opinólogo. Escritor es quien crea un camino metafísico para el pensamiento. Un miasma. La opinión es contagiosa. Es un virus que requiere de la infección inmediata. La opinión, si funciona, es una pandemia.
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14. La opinión destroza los matices del lenguaje, tiene la forma de un continuo.
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15. El lenguaje no es sino la cobertura de la opinión. Su coartada ideológica.
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16. De gustibus non disputandum, en gustos se rompen géneros, ese el código filosófico de la opinión, lo que lo justifica.
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17. Hay que romper ese código, destrozarlo. En el mundo de la información, llenar de complejidad la aparente facilidad con la que se explican todas las cosas. El opinólogo no sólo explica, simplifica. Idiotiza.
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18. Hay que poner toda esta época entre comillas.
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19. Parménides habla de la diosa Diké: “Es preciso que lo aprendas todo, tanto aquello en que el corazón no tiembla en la bella esfera de la verdad, como en la opinión de los mortales, en que no hay auténtica certeza. Pero también deberás estudiar cómo las apariencias han de afirmarse gloriosamente pasando por todo y a través de todo.
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20. Aletheia y Doxa. Ser y parecer. Opinión y apariencia.
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21. En Gorgias se dio la ruptura entre opinión y apariencia. “Al ser, por inmanifiesto, no le corresponde el aparecer. Al aparecer, por inane no le corresponde el ser”, escribe en su Fragmento 26.
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22. La opinión fue discurso sobre las apariencias y ahora es discurso de la apariencia. Aparente. Doxa, (opinión, presentada por Parménides) contra aletheia, verdad. ¿Dónde ha quedado hoy la verdad? Las palabras, en cualquier caso son insuficientes. Es el evento, en toda su magnitud, y el trauma de su presencia en nuestras vidas, un significante que deriva. Somos hijos de esa significación imposible, de ese devenir sin sentido que es la vida.

Aspiraciones-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 14/05/10)

Dos fueron los felices descubrimientos que hice aquella tarde. Uno, que la trompeta podía tocarse también con la ayuda de un artefacto llamado sordina, especie de festivo sombrerito que tenía la feliz facultad de desatar en su portadora un pequeño paroxismo de asfixia temporal, traducible en nasal deliquio melódico. Otro, que ante mí se erigía no sólo una de las mujeres más hermosas que hubiera visto jamás -dueña, además, de una voz privilegiada, mitad tormenta, mitad satín- sino una que me era imposible clasificar en categoría racial alguna. Su rostro era raro -la frente despejada, los ojos almendrados (de india), la nariz finísima (de blanca), los labios carnosísimos (de negra), la piel de oro- y esa rareza lo hacía hipnótico. Cierto: el cuerpo, fino y espigado, enfundado en un vestido de un albor contrastante y casi enceguecedor, contribuía a la seductora impresión general. Cierto, que me cantara -porque, estaba seguro, era a mí que se dirigía- que era yo su azúcar, y que sólo tenía que rozar su taza, y que la endulzaba al removerla, se erigía en iniciación erótica acaso inconsciente. Y, cierto, la sordina aportaba lo suyo con los estallidos ahogados que hacía bramar a la trompeta. Pero lo verdaderamente importante era el rostro, exótica ensoñación.
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En la narración del documental -That’s Entertainment, homenaje a los años de gloria del musical de la Metro-, Elizabeth Taylor manifestaba su envidia ante aquella voz de lija y terciopelo e identificaba a su dueña con el nombre de Lena Horne. En mi esfuerzo por retener el nombre ni siquiera reparé en el que más tarde habría de identificar como su gesto característico: una tendencia a coronar cada final de canción no sólo con una sonrisa amplísima y satisfecha sino con un par de contracciones de la delicada naricita, sucesión de aspiraciones inexplicables para mí, que entonces sólo aspiraba a regodearme en su belleza e ignoraba a qué podía aspirar ella, que todo lo tenía, incluida mi atención monomaniaca.
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Con los años supe más de esa Miss Horne cuyo apellido era -qué casualidad- trompeta (horn), con la e a guisa de permanente y azorada sordina. Que era, en efecto, negra, blanca e india, pues ambas ramas de su linaje parental tenían raíces ancladas en África como en Europa y en la América indígena. Y que había sido corista en el mítico Cotton Club y vocalista con orquestas de medio pelo, con una de las cuales cantaba en Los Ángeles en ese 1941 de su descubrimiento por parte de Louis B. Mayer, mandamás de la MGM.
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Como yo, Mayer quedó prendado de Lena Horne. Como yo, no supo bien a bien identificarla con un tipo étnico determinado. A diferencia de mí, sin embargo, eso le significaba un problema aunque, pensaría entonces, también una solución. Nunca hasta entonces una gran productora hollywoodense se había permitido el lujo liberal de ofrecer un contrato estelar a una negra, lo que presagiaba dificultades de exhibición en un sur estadounidense todavía orondamente racista. Mayer tuvo una idea deshonesta: ¿por qué no presentarla al gran público como mexicana o egipcia? (La piel clara y los rasgos multiétnicos de Horne habrían sido buenos cómplices de la treta). Sólo que la debutante, orgullosa de su origen pero sobre todo orgullosa a secas, se negó al engaño y, milagro de la belleza, Mayer cedió. El resultado fue una carrera integrada por apariciones fugaces en muchas películas, a las que concurría como estrella invitada en aras de filmar una o dos secuencias exclusivamente musicales, narrativamente prescindibles y por tanto eliminadas para la exhibición en cualquier territorio lastrado por la polarización racial. Perdió el papel de Julie -la mujer derrotada por el ápice imperceptible pero certero de sangre negra que corre por sus venas- en el musical Show Boat cuando el estudio determinó que el público no aceptaría a una verdadera negra en el rol. Digna, dejó entonces el cine para embarcarse en una carrera de conciertos marcada por el orgullo racial, por la negativa a cantar en escenarios militares donde los prisioneros de guerra ocupaban mejores asientos que los negros o en hoteles donde no se le permitía alojarse en virtud de su color.
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Hoy que ha muerto -el pasado domingo, a los 93 años- y que homenajeo su hermosura pero también su integridad, recuerdo aquellas aspiraciones. Y me queda claro que eran voluntarias y que la ayudaron a elevarse por encima del odio, en las alas de la belleza pero también de la verdad.

miércoles, mayo 12, 2010

"A Salud-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 12/05/10)

Disculpe, lector, la poesía sentimentalista. Espero sea de su agrado.

Cuando te moriste sin aviso,
el miedo y el vacío me cubrieron,
ver tu cuerpo inamovible, inerte
se convirtió en la espada
que hasta la fecha luce en mis entrañas.

Los familiares lloraban y nadie
se explicaba la ausencia de mi llanto,
que apareció cuando un ejército
disparó sin discreción, a quemarropa
una ráfaga de pésames y anunciaban
paraísos y el famoso lugar ante Dios.
¿A quién se referían?

Si hay un más allá en esta vida,
te habrás percatado que con tu muerte,
se fue parte de mi esencia, de mi vida.
De unos años para acá, camino
arrastrando traumas, cadenas y reclamos
sanguíneos. La dignidad y la libertad
es algo que perdí con tu muerte.

Lo que ves es lo que resta,
soy individuo en busca de una voz
que ante tus ojos empezaba a nacer
y aún no termina de hacerlo.
Algunos han dicho que es de poeta,
otros la ven filosófica,
unos más dicen que política.
La cabra y el vino,
voces que bien conoces,
buscan que mi voz construya parlamentos
a los que controlan el oro.

Después de tu muerte, el vacío y el miedo,
no había vuelto a aparecer,
hasta que el vuelo de una colorida mariposa
se poso en mi vida.
La dignidad, la libertad quieren renacer,
para emprender el vuelo, al lado
de la colorida mariposa, pero
he olvidado cómo eran cuando vivías

martes, mayo 11, 2010

¿No es sólo la economía, estúpido?- (Diario El Columnista 11/05/10)

Desde hace unas semanas he venido analizando a los candidatos y a las campañas sin ánimo de perturbar, sino en el de abrir el debate a las ideas. Porque son ideas –luego convertidas en acción política- lo que los ciudadanos buscamos antes de ir a las urnas. ¿No entenderán los asesores de los aspirantes a gobernarnos que ya nadie cree en promesas? Calles pavimentadas, por ejemplo. ¿Cuántas faltan? ¿Alcanzará el dinero de los ciudadanos para que nuestros gobernantes sigan siendo malos albañiles? A las promesas ahora las arropan (me encanta ese verbo típicamente priísta) con la suscripción de compromisos: por la economía, por el abatimiento de la pobreza, por la calidad de la educación, y un sinfín de etcéteras. Y siguen creyendo que tomarse la foto con unos cuantos notables del ramo –empresarial, sobre todo- va a traerles votos. Ahora valdría cambiar la vieja frase del sistema: El que sale en la foto no hará nada por Puebla.

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Estoy seguro que los candidatos y sus equipos de campaña –tan costosos, tan enormes, tantas veces tan inútiles- tienen en sus diagnósticos del estado muy claras las prioridades de los votantes: seguridad, empleo, educación. En ese orden, si no me equivoco. ¿Cuánto de eso que los votantes anhela está en el verdadero margen de maniobra de un gobernador, ya no digamos de un presidente municipal o un diputado local –pocos ciudadanos saben qué demonios hace un diputado y le piden, por ejemplo, agua potable, no leyes? En el DF, por ejemplo, no hay otro eslogan desde hace tiempo en una campaña que el que tenga que ver con el combate a la inseguridad (¡O cumplo, o renuncio!, decían los pendones de un candidato delegacional, como si no fuese ese mandato por el que se jura al tomar posesión de cualquier cargo, como si dijera: ¡En este país de ineptos nadie funciona pero todos cobran! Rafael Ruiz Harrel lo resumió en una frase: exaltación de ineptitudes.). Y sin embargo vivimos presas del miedo, secuestrados por una minoría armada (del lado del poder y del lado del crimen organizado) que según cálculos no supera los ciento cincuenta mil sicarios. ¡En un país de cien millones! ¿Se puede amurallar, cercar a Puebla para que no la contamine la guerra contra el narcotrafico, el secuestro express, el robo habitacional?

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Por otro lado el empleo y la educación requieren planes serios de atracción de inversión extranjera. No vale sólo decir que se crearán veinticinco mil empleos o que tendremos un PIB superior a la media nacional. Vale decir, primero, cuántos empleos se necesitan en Puebla, cómo se los conseguirá en seis años, con qué estrategias (la media del PIB es de por sí ridícula, hoy un mexicano gana la mitad que un brasileño). La riqueza del estado no viene por decreto ni por buenas intenciones. Se necesita una estrategia integral que no hemos escuchado aún y que no tiene que ver con los empresarios que ya hay en Puebla y que no tienen tampoco la holgura para hacernos crecer. Las universidades y los tecnológicos tienen que trabajar cercanamente a los empresarios locales y quienes puedan invertir en Puebla porque nos falta mano de obra calificada, desarrollo y transferencia tecnológica y la formación de científicos, investigadores, ingenieros especializados que nutran esas plantas posibles. Hace tiempo con mi amigo, el entonces embajador de Francia en México, Phillipe Fauré –formado en la élite europea, antiguo director mundial de una empresa de seguros, hermano del CEO de Renault-Nissan-, intentamos que el entonces secretario de desarrollo económico presentara Puebla a la posible inversión extranjera (se trataba de cuarenta empresarios y gerentes mundiales que cenarían en la Embajada de Francia en el Distrito Federal). El asunto se limitó, de verdad, a la presentación de un penoso video de Puebla que recordaba a esos clips antiguos de Demetrio Balbitúa que nos soplábamos en las salas de cine en los años setenta). Huelga decir que el resultado fue nulo. La promoción económica no puede hacerse como si se quisiera atraer a un turista a dormir dos noches en nuestra ciudad, ¡por favor!

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Philippe Fauré me dijo entonces: “El problema con ustedes es, muchas veces, su complejo de inferioridad”. No necesito agregar nada.

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Me pregunto, entonces, de qué forma recomponemos a una Puebla que se ha ido pauperizando, que ha dejado de tener liderazgo alguno –ni en lo político, ni en lo intelectual o artístico, ni en lo económico. No se hace, ya lo dije, sino con inteligencia, la que parece ausente por completo. Estoy seguro que si un candidato –cualquiera- dejara de preocuparse por el rival y se concentrara y ocupara por juntar ideas, voluntades, posibilidades de acción y las compartiera decididamente ganaría aplastantemente. ¡No se necesita un debate para eso, que será descalificatorio, ya lo estoy viendo!

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Hace tiempo que me queda claro que la patria –la nación- es fálica, patriarcal, es la Ley del No, los Nombres del Padre Lacanianos. El estado –la matria- es un superego materno irracional que no sabe ni atina a comportarse con una verdadera lógica matriarcal. Para decirlo sin sicologismos: Puebla no sabe ser frente a la República, perdió su lugar entre los “hijos bastardos” del federalismo hipócrita que es México. Lo que ocurrió aquí con nuestro malhumorado e inepto presidente el 5 de mayo es una muestra fehaciente de la falta de respeto, es cierto, pero también de nuestra incapacidad de ser independientes, de protestar, de construir nuestras vidas de manera seria y autónoma. Lo he dicho varias veces: la poblanidad como tal es una inmadurez, una eterna adolescencia que se refugia en el pasado –la casa materna- para evitar la ley del Padre, el presente de trabajo, desarrollo, madurez. En Puebla no aplica la frase de Clinton, aquí mejor digamos: No es sólo la economía, estúpido.

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Veamos, simplemente, los espectaculares. Un candidato no nos ve, mira a otro que han hecho nebuloso en photoshop. El otro candidato nos mira y sonríe; junto a él–sin interacción plástica alguna- aparece un potencial representado: una mujer, un indígena, un discapacitado. En ambas propuestas ese es el problema central que oculta, a mi juicio, uno de mayor fondo: no existe el ciudadano. Se trata de meras abstracciones –una nuca metonímica, una silla de ruedas vanamente metafórica. En las democracias modernas el ciudadano, el individuo no existe. Se hacen campañas para las masas indiferenciadas. No se trata de este votante concreto al que le hace falta un rosario completo de cosas, no. Se trata de un significante vacío al que la estrategia simplemente alude. Y es que no se trata, parece, de convencer, sino de vencer mediante la única estrategia visible: el posicionamiento mediático. Pero resulta que un candidato no es una marca, ni siquiera el partido político que representa es una marca. En Medellín, por ejemplo, Sergio Fajardo –un ejemplo de político ciudadano de verdad- fue casa por casa, a los mercados, a las tienditas. Y les dijo uno por uno, lo que pensaba hacer, para qué pensaba hacerlo. En Florida Obama y sus huestes hicieron lo mismo: convencer en una campaña de tierra. Lo que quiere decir: aterrizada. Ambos ganaron –Fajardo y Obama- aplastantemente.

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Y lo peor entonces es que votamos –democráticamente entonces- por individuos que tomarán al menos 90% de sus decisiones de gobierno de forma antidemocrática…

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Lo que me temo es que lo peor –no lo mejor- está por venir. Descalificaciones, guerra sucia, patadas de ahogado mientras se acorten los tiempos electorales. Nulas ideas, mientras tanto. Nada que ver, oír, discutir en estas ya escasas seis semanas que nos quedan por sufrir.

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Jugando con Lacan –y con Ubu Rey de Alfred Jarry, podemos decir este chiste que resume nuestra fijación narcisista y nuestra falta de propuestas: “¡Viva Puebla!, porque si no hubiera Puebla, no habría poblanos”

Perra brava (Diario Milenio/Opinión 11/05/10)

Hace no mucho, con ayuda de las declaraciones del Mayo Zambada y las noticias de la nota roja, me fue quedando claro que una buena manera de organizar a la diversidad de mujeres que participan de la vida del narcotráfico sería dividirlas en tres categorías distintas: las hijas del monte, las reinas del sur, y las bushonas. El primer grupo comprendería a las esposas fieles de los jefes, mujeres usualmente de las clases populares con las que se unen tanto civil como religiosamente y con las cuales procrean los hijos legítimos que heredarán sus puestos. Dentro del segundo apartado se contaría, en honor al título de la novela de Pérez Reverte, a las mujeres que adquieren y ejercen cierto poder ya por asociación familiar o ya por tener participación directa en los negocios de la misma. Las bushonas, por su parte, serían las mujeres jóvenes y guapas que acompañan a los hombres del narcotráfico en sus paseos por la ciudad: amantes y cómplices deslumbradas por el dinero y la autoridad que ejercen sus hombres.

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Como toda clasificación que se precie de serlo, la anterior devela ciertos aspectos de la realidad, en efecto, pero lo hace a costa de ocultar otros tantos. Las zonas grises, los puntos intermedios y, a veces, contradictorios, suelen escaparse a estas vistas panorámicas. Uno de los valores de las novelas que exploran aspectos candentes de la vida contemporánea es, precisamente y sólo cuando lo hacen bien, su capacidad para internarse en el escurridizo terreno de la singularidad que no pocas veces hace estallar en mil pedazos a las clasificaciones más férreas. Una de las cualidades de Perra brava, la primera novela de la narradora regiomontana Orfa Alarcón es precisamente esa. Así, aunque su Fernanda Salas dista mucho de ser una Hija del Monte, puesto que es una muchacha universitaria que goza de ciertos privilegios económicos, sería fácil asociar la rabiosa lealtad que le profesa a Julio, quien además de su pareja es un Jefe de Jefes local, con la de una esposa devota y honesta. No es una bushona, ciertamente, aunque sus atributos físicos no les pasan desapercibidos a varios hombres y ciertas mujeres con los que tiene contacto. Y, aunque al inicio de la novela sabe poco del negocio, resulta obvio que, hacia el final, la mujer ha tomado las riendas, si no del aspecto público y económico del narcotráfico, sí, por lo menos, de sus aspectos más psicológicos.

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Pero eso es decir poca cosa de una novela cuya primera frase es: “Supe que con una mano podría matarme”. Y que justo luego se desboca en una descripción a la vez puntual y austera de un encuentro sexual entre Fernanda y Julio. Un encuentro con sangre. Directo, el lenguaje. Conciso. Sin falsos rubores. Aún más, y todavía mejor, sin impostaciones. Cuando Fernanda quiere lamerlo completo dice: “Quiero lamerte completo”. Cuando Julio le pide que se la chupe, dice: “Chúpamela”. Quien busque grupas de encanto y carreras conjuntas al orgasmo del cielo, puede ir a otro libro o, de preferencia, a otro siglo. Aquí, quiero decir, hay putazos. Fernanda y Julio van del forcejeo a la subordinación y viceversa y, al hacerlo, descorren el velo que de otra manera suele cubrir la dinámica de poder entre los cuerpos. Entre una cosa y otra, la palabra. Para que no me vuelvas a salir con que te da asco. Para que se te quite lo fresita. ¿Qué pasó? ¿Ya no te gustó? Establecidas con destreza desde la primera página, las reglas de la novela se resumen en una: aquí hay un alma que lleva el diablo. Tal vez dos. Síguela, gandul. La fragmentación y la rápida oscilación entre el pasado y el presente emergen, seguras, en el primer capítulo para dar más tarde lugar a una narración más bien lineal que va desgajando la historia entre un hombre mamado y fuerte y varonil y despiadado y egoísta y perturbador (y esos son sólo los primeros adjetivos) y una mujer que puede sacarse las pantaletas en un concierto y aventárselas al cantante tan ágilmente como puede ponerse el vestido de marca que la distinguirá como la posesión más valorada de su hombre o fingir una estancia en otro país para comprobarse a sí misma la autonomía de su deseo. Ese hombre y esa mujer tienen familias y trabajos y amores y celos y traiciones. Ese hombre y esa mujer son parte de un país cuyas ciudades responden a nombres como Monterrey o Linares. Oyen música. Bailan. Se desdicen. Ese hombre y esa mujer se quiebran.

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Orfa Alarcón sabe muy bien que la novela no dice, muestra. También sabe muy bien que los personajes que representan algo que no sean ellos mismos se vuelven de cartón y caen pronto en el estereotipo. Por eso en lugar de contextualizar a Fernanda y a Julio o en lugar de explicar su desarrollo hasta el punto en que entran en la vida del lector, Orfa los muestra en acción. Julio no es el Narcotraficante; Julio es Julio. Él puede mandar por la cabeza del enemigo o abofetear a la mujer que se le desbalaga, pero también es capaz de decir “te traigo bien adentro, Fernanda. Bien adentro”. Fernanda está inscrita en la universidad aunque rara vez se para por ahí. Va de compras al otro lado con su amigo gay. Cuando la sensación del poder propio aumenta, es capaz de tomar una pistola y ponérsela cerca a la mujer que osa molestarla en el tráfico de la ciudad: “¡Para que aprendas a no jorobarme, pendeja!”. Y aunque no sabe “cuáles hombres son más peligrosos, si los que ladran o los que se hacen los tímidos”, puede también asegurar ser ella misma, y esto sin bochorno alguno, “un animal hostil”.

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Se me acaba el espacio. No puedo dar por terminado este comentario sin repetir lo que dije cuando leí el libro por primera vez: Orfa Alarcón es, sin duda, la narradora que he estado esperando por mucho tiempo: valiente, certera, irreverente, muy ella misma. A Orfa no le tiembla la mano ni se le agüita el temple. Oíganme bien: denle becas a esta mujer, asegúrense que tenga tiempo para escribir. Las letras mexicanas y los lectores del mundo de habla hispana se los agradecerán. Yo, por lo pronto, también la sigo en twitter: @Orfa. Y estoy esperando desde ya su siguiente libro.

lunes, mayo 10, 2010

Ponte abusado, hijo mío (Diario Milenio/Opinión 10/05/10)


La capa del señor cura

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A veces la vergüenza más insoportable sobreviene por causa de otra menos penosa que inútilmente se trató de esquivar, para sorna de propios y extraños. Sucede mucho durante la niñez y adolescencia, cuando uno teme que hasta el mínimo error es susceptible de ganarle mala fama perpetua, y así esgrime una excusa que resulta cómica, o finge sin talento la indiferencia, o simplemente tartamudea, para risa y solaz de los presentes. Pero el festejo puro e inclemente pasa cuando ya no es un menor de edad, y ni siquiera un joven, sino alguna figura de respeto la que enseña la cola al defenderse. Un festejo enfermizo, de repente, cuando sucede que el sujeto patético, para más señas un alto clérigo, está hablando de curas que abusaron de niños. Duda uno entre reír y vomitar cuando se entera de las razones de los santos barones para justificar atrocidades por las que, en mi humilde opinión, la Santa Madre Iglesia, otrora tan severa en el castigo público, tendría que empezar por cortarle esas bolas tan azules a cada uno de los infractores. Insisto, nada más para empezar.

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Debe ser difícil, cómo no, mirarse ensotanado en el papel del bueno de la historia, y en tanto eso tener que hablar en público midiendo las palabras para no cometer un costoso miscast, pero de ahí a opinar ante un micrófono que a veces son los niños quienes provocan, o que la corrupción de la sociedad —y el colmo: su raíz— es responsable de unas atrocidades inimaginables para el común de los sencillos pecadores, hay un margen tan amplio de patetismo que cuesta imaginar a una beata de bien besándole la mano de nuevo a ese señor. ¿Será que allá en el campo, donde las diversiones escasean y se le teme a Dios con celo proverbial, las ovejas y chivas son culpables de que el pastor las monte, no exactamente para desplazarse?

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Agapito y la vergüenza

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Escribe estas palabras quien de niño asistió a misa puntualmente (desde que un accidente dominical convenció a mis papás del peligro de no ir a misa el domingo). Solíamos ir al Carmen, San Jacinto, Guadalupe Inn o la Emperatriz de América —es como las recuerdo, no he regresado— hasta que mi mamá consiguió que una beata me diera un curso de catecismo, todos los lunes en la penumbra infausta de una de las alas de la parroquia de Tlacopac. En los años siguientes, ya rara vez faltamos a las misas del padre Agapito. Me gustaría decir que fui el primer sagaz en descubrir que el nombre de aquel cura lo dejaba en principio mal parado en su rol de hombre grave y ajeno a fruslerías, pero hubieron de ser dos de mis amiguitos, curiosamente aquellos inscritos en escuelas religiosas, quienes soltaron las primeras risotadas y al chico rato ya le habían colgado al párroco de marras un rosario de apodos alusivos a ese nombre de pila tan vulnerable.

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Fueron también aquellos amigos persignados pioneros en el tema de la pornografía: capaces de robarle un Playboy a su padre y mirarle las tetas a su abuelita. Pero eran mochos, eso los absolvía. Se persignaban, cierto, algo menos de lo que se pintaban violines y mocasines, pero éstos, cuando menos entre nosotros, podían contarse con los dedos de un ciempiés. Al final, conseguían pasar por niños buenos no sólo ante sus padres y mayores, sino incluso ante mí, que en misa los miraba atentos al sermón o rezando con los ojos cerrados y sentía vergüenza de mi mala entraña, pues la única verdad era que me aburría insoportablemente de la primera a la última oración. Alguna vez —recuerdo, nebulosamente— dedicó su sermón el padre Agapito a fustigar a los creyentes vergonzantes, y sentí que ese látigo me alcanzaba. Puede que lo que menos me agradara de mis amigos mochos fuera esa manía mustia de encomendarse a Dios en voz bien alta por quítame estas pajas, cuando mi relación con El Crucificado solía transcurrir en silencio y a oscuras, en ese mismo espacio vergonzante donde a los pocos años —qué casualidad— floreció la lujuria como una religión inconfesable.

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Los límites del Gólgota

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Odio ser redundante, pero el recogimiento espiritual es capaz de engendrar espectros más tangibles, persistentes, chocarreros y seductores que la pornografía, pues mientras aquél siente lascivia por sus límites y cada noche sueña con saltárselos, ésta vive acotada por sus limitaciones, nuestra credulidad la más grande de todas. Cada vez que un ministro religioso alza su voz airada para justificar unas lujurias y condenar otras, no me queda sino otorgarle el mismo crédito que a la fornicatriz Jasmin St. Claire cuando aúlla de presunto placer entre media legión de garañones. Mienten todos, sin duda, aunque en algunos casos menos piadosamente.

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Francamente no soy capaz de imaginar al padre Agapito haciendo deshonor a su nombre. Como otros de su estilo, era un cruzado amable, incluso bonachón, aunque ya algo anticuado y demasiado adulto. No sin cierta nostalgia por aquellos domingos aburridos, lo imagino morado de vergüenza de verse precisado a dar una opinión en torno a los depredadores de sotana: gente que se ha saltado muchas trancas más de las que ha de cruzar un laico depravado para llegar a ese mismo lugar. Y lo imagino así porque le da la gana a mi salud mental, y porque pasa que el exceso de cruces tiene la inconveniencia de afear el paisaje y arruinar el skyline, y porque en todo caso vamos crucificándolos de uno en uno.

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Una vez más: nadie ha dicho que sea un trabajo fácil. Olvidemos, por tanto, en un ancho desplante de piedad laica, que el violador de niños es un cura que inspira confianza y emana autoridad. Digamos que es un hombre común y corriente. ¿Volvería uno a hablarle, así fuera su amigo o su hermano o su padre? ¿Lo solaparía? ¿Lo justificaría? Devolvámosle ahora al indiciado su papel de pastor espiritual, sumemos esas trancas saltadas con el rosario en la mano. Sumemos amenazas y chantajes y horrores infinitos perpetrados en el nombre de Dios. Encendamos los cirios. Evitemos la náusea y el mareo. Subamos hasta el púlpito del inquisidor. ¿Quién, que no sea un demonio, se anima a defenderlo?