martes, mayo 11, 2010

Perra brava (Diario Milenio/Opinión 11/05/10)

Hace no mucho, con ayuda de las declaraciones del Mayo Zambada y las noticias de la nota roja, me fue quedando claro que una buena manera de organizar a la diversidad de mujeres que participan de la vida del narcotráfico sería dividirlas en tres categorías distintas: las hijas del monte, las reinas del sur, y las bushonas. El primer grupo comprendería a las esposas fieles de los jefes, mujeres usualmente de las clases populares con las que se unen tanto civil como religiosamente y con las cuales procrean los hijos legítimos que heredarán sus puestos. Dentro del segundo apartado se contaría, en honor al título de la novela de Pérez Reverte, a las mujeres que adquieren y ejercen cierto poder ya por asociación familiar o ya por tener participación directa en los negocios de la misma. Las bushonas, por su parte, serían las mujeres jóvenes y guapas que acompañan a los hombres del narcotráfico en sus paseos por la ciudad: amantes y cómplices deslumbradas por el dinero y la autoridad que ejercen sus hombres.

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Como toda clasificación que se precie de serlo, la anterior devela ciertos aspectos de la realidad, en efecto, pero lo hace a costa de ocultar otros tantos. Las zonas grises, los puntos intermedios y, a veces, contradictorios, suelen escaparse a estas vistas panorámicas. Uno de los valores de las novelas que exploran aspectos candentes de la vida contemporánea es, precisamente y sólo cuando lo hacen bien, su capacidad para internarse en el escurridizo terreno de la singularidad que no pocas veces hace estallar en mil pedazos a las clasificaciones más férreas. Una de las cualidades de Perra brava, la primera novela de la narradora regiomontana Orfa Alarcón es precisamente esa. Así, aunque su Fernanda Salas dista mucho de ser una Hija del Monte, puesto que es una muchacha universitaria que goza de ciertos privilegios económicos, sería fácil asociar la rabiosa lealtad que le profesa a Julio, quien además de su pareja es un Jefe de Jefes local, con la de una esposa devota y honesta. No es una bushona, ciertamente, aunque sus atributos físicos no les pasan desapercibidos a varios hombres y ciertas mujeres con los que tiene contacto. Y, aunque al inicio de la novela sabe poco del negocio, resulta obvio que, hacia el final, la mujer ha tomado las riendas, si no del aspecto público y económico del narcotráfico, sí, por lo menos, de sus aspectos más psicológicos.

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Pero eso es decir poca cosa de una novela cuya primera frase es: “Supe que con una mano podría matarme”. Y que justo luego se desboca en una descripción a la vez puntual y austera de un encuentro sexual entre Fernanda y Julio. Un encuentro con sangre. Directo, el lenguaje. Conciso. Sin falsos rubores. Aún más, y todavía mejor, sin impostaciones. Cuando Fernanda quiere lamerlo completo dice: “Quiero lamerte completo”. Cuando Julio le pide que se la chupe, dice: “Chúpamela”. Quien busque grupas de encanto y carreras conjuntas al orgasmo del cielo, puede ir a otro libro o, de preferencia, a otro siglo. Aquí, quiero decir, hay putazos. Fernanda y Julio van del forcejeo a la subordinación y viceversa y, al hacerlo, descorren el velo que de otra manera suele cubrir la dinámica de poder entre los cuerpos. Entre una cosa y otra, la palabra. Para que no me vuelvas a salir con que te da asco. Para que se te quite lo fresita. ¿Qué pasó? ¿Ya no te gustó? Establecidas con destreza desde la primera página, las reglas de la novela se resumen en una: aquí hay un alma que lleva el diablo. Tal vez dos. Síguela, gandul. La fragmentación y la rápida oscilación entre el pasado y el presente emergen, seguras, en el primer capítulo para dar más tarde lugar a una narración más bien lineal que va desgajando la historia entre un hombre mamado y fuerte y varonil y despiadado y egoísta y perturbador (y esos son sólo los primeros adjetivos) y una mujer que puede sacarse las pantaletas en un concierto y aventárselas al cantante tan ágilmente como puede ponerse el vestido de marca que la distinguirá como la posesión más valorada de su hombre o fingir una estancia en otro país para comprobarse a sí misma la autonomía de su deseo. Ese hombre y esa mujer tienen familias y trabajos y amores y celos y traiciones. Ese hombre y esa mujer son parte de un país cuyas ciudades responden a nombres como Monterrey o Linares. Oyen música. Bailan. Se desdicen. Ese hombre y esa mujer se quiebran.

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Orfa Alarcón sabe muy bien que la novela no dice, muestra. También sabe muy bien que los personajes que representan algo que no sean ellos mismos se vuelven de cartón y caen pronto en el estereotipo. Por eso en lugar de contextualizar a Fernanda y a Julio o en lugar de explicar su desarrollo hasta el punto en que entran en la vida del lector, Orfa los muestra en acción. Julio no es el Narcotraficante; Julio es Julio. Él puede mandar por la cabeza del enemigo o abofetear a la mujer que se le desbalaga, pero también es capaz de decir “te traigo bien adentro, Fernanda. Bien adentro”. Fernanda está inscrita en la universidad aunque rara vez se para por ahí. Va de compras al otro lado con su amigo gay. Cuando la sensación del poder propio aumenta, es capaz de tomar una pistola y ponérsela cerca a la mujer que osa molestarla en el tráfico de la ciudad: “¡Para que aprendas a no jorobarme, pendeja!”. Y aunque no sabe “cuáles hombres son más peligrosos, si los que ladran o los que se hacen los tímidos”, puede también asegurar ser ella misma, y esto sin bochorno alguno, “un animal hostil”.

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Se me acaba el espacio. No puedo dar por terminado este comentario sin repetir lo que dije cuando leí el libro por primera vez: Orfa Alarcón es, sin duda, la narradora que he estado esperando por mucho tiempo: valiente, certera, irreverente, muy ella misma. A Orfa no le tiembla la mano ni se le agüita el temple. Oíganme bien: denle becas a esta mujer, asegúrense que tenga tiempo para escribir. Las letras mexicanas y los lectores del mundo de habla hispana se los agradecerán. Yo, por lo pronto, también la sigo en twitter: @Orfa. Y estoy esperando desde ya su siguiente libro.

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