sábado, mayo 09, 2009

Así escribo. Doy parte de rescate por Xavier Velasco (Nexos-Número 377-Mayo2009)

El parapeto mide dos por uno y medio. Diría que es una celda, si no hubiera esta vista espectacular. Juraría que es un escondite, si no tuviera pinta de escaparate. Aceptaría que es sólo un balcón, si no lo empleara a diario para librar combate con monstruos y demonios. Pasado el mediodía, un poco a espaldas de la novela en curso, descargo estas palabras sobre una página vacía del cuaderno —enorme, de argollas, especial para bocetos— que uso como pizarra, o agenda, o bitácora, o casi cualquier cosa porque sus hojas gruesas y anchas son la tierra más libre que he conocido. Diría que combato para defenderla, pero hay días que actúo como su enemigo y culpo de ello a monstruos y demonios, que a todo esto me deben la vida. Somos uno y legión, no quiero imaginar qué papelón haríamos a solas.
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Peleo contra el pánico a no ser suficiente, luego de haberme dicho durante tantas lunas que lo sería de sobra, pues de noche se piensa uno capaz de cualquier cosa y ay, de día le toca demostrarlo. En la niñez, el día era un desierto abominable del que frecuentemente me redimía la tarde. Horas largas mirando las ventanas del aula donde nada asomaba sino nubes y cielo, pero ya lo demás se adivinaba lo bastante suculento para darse a inventarlo de cualquier forma. No sería un pupitre el parapeto ideal para iniciarse en los combates literarios, pero tenía dentro lápices, plumas, libretas, cuadernos: armas legales todas cuyo uso clandestino quedaría encubierto por esos cientos de columnas de garrapatas contrahechas, que para diario horror de mi madre yo osaba hacer pasar por caligrafía. ¿Cómo le iba a explicar a la inocente que la bonita letra se lleva mal con el malandrinaje?
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Aun hoy, que por fin las recorto a punta de ronquidos, las mañanas me tratan con la punta del pie. No bien abro los párpados, miro el reloj y me propongo estar en mi puesto no después de las diez. Cosa algo complicada, pues aún no hay nada propiamente puesto sobre el balcón que mira a la barranca. Falta el sillón. La música. El tapete. Los víveres. La sombrilla. La idea es no moverse del parapeto, una vez que comiencen las escaramuzas. Pero ya he dicho que éstas arrancan mal...
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Alguien adentro quisiera una coartada para quedarse el día entero holgazaneando. Imposible, le digo, de vuelta en los zapatos del capataz, asombrado de estar de pie a estas horas en que, jura mi madre, ya los perros buscan la sombra, y a mis ojos semejan aún la madrugada. Metabolismo nocturno, dicen. Por años me propuse alcanzar la espartana disciplina de aquellos novelistas admirables que hacen lo suyo desde que amanece; hoy aduzco que mis dominios íntimos se rigen por la hora del Pacífico.
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Al capataz le he dado un poder indecente. Nadie como él asume que lo que es yo no entiendo por la buena. Cada tarde, nada más terminar, planto en un calendario de pared tres pegotes en forma de dígitos, correspondientes a la última página escrita. Y como el calendario está frente a la cama, no hay manera de abrir los párpados al mundo sin reparar en ese mapa de productividad, orgullo de Dracón que consigna la entrega, o en su caso la holganza, sin otros argumentos que los cuantitativos. Sintomáticamente, de esa cifra acostumbran pender el buen humor de la tarde y la serenidad de la noche.
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No escribo la novela en el cuaderno, sino en una libreta donde no caben otros menesteres. La novela es celosa y yo le correspondo. Solamente con ella uso las hojas rayadas Maruman tamaño B5, dentro de una carpeta con veintiséis argollas de metal, así como la tinta Waterman negra que aproximadamente cada siete cuartillas devora mi Mont Blanc Julio Verne, traqueteado y querido juguetazo con la forma de un Nautilus y el peso de una daga. Es en esas recargas recurrentes que percibo el avance del proyecto y le gano terreno a la ansiedad. Voy nadando en el mar, lastrado por el peso muerto de mi historia y resuelto a salvarla contra todo pronóstico.
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Al parapeto lo rodea el rumor de los pájaros de la barranca. Una sonata múltiple que crece conforme la tarde avanza y la tinta, a su vez, fluye hasta terminarse. Bombeo el combustible y vuelvo a la carga. Limpio el punto con manos y antebrazos, me embadurno feliz de sangre color negro. Retorno a alimentar la ampolla del dedo corazón de la mano derecha que de pronto amenaza con punzar y ya ni caso le hago porque estoy combatiendo a monstruos y demonios y me he apostado entero a salvar a la historia y sobrevivirlos. Lo que importa es pelear, ha escrito Javier Cercas. Si alguien quiere pelear, entrométase ahora. Dígame dónde quiere que le encaje la pluma.
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Xavier Velasco. Escritor. Su libro más reciente es Este que ves.

Lágrimas en el clóset. ¿Por qué el arte de conmover se cotiza a la baja en los círculos intelectuales? (Milenio-Laberinto 09/05/09)

En una comida reciente con académicos, un maestro de filosofía descalificó a Philip Roth por el tinte melodramático de sus novelas. Le respondí que, en mi opinión, a veces Roth peca de farragoso, pero su compenetración emotiva con los personajes y su talento para hurgar en los tumores del alma no me molestaban en absoluto; por el contrario, gracias a su vena melodramática yo le perdono su proclividad a la retórica. Pues de todos modos lo encuentro muy lacrimógeno, insistió el profesor. No quise enfrascarme en una discusión áspera, como lo hubiera hecho a los veinte años, pues la moderación etílica me ha condenado a escuchar sandeces y arbitrariedades en respetuoso silencio. Pero no puedo tolerar que se siga vilipendiando a un género al que debo tantas efusiones de llanto placentero, sin traicionar a mi propia naturaleza. ¿Por qué el arte de conmover se cotiza a la baja en los círculos intelectuales? ¿Quién le teme a su capacidad perturbadora? Si el intelecto llegara a predominar sobre la emoción en la literatura, el cine y el teatro, hasta erradicarla por completo, como quería Ortega y Gasset, ¿la ecuanimidad resultante sería un avance o un retroceso?
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Quien usa el adjetivo melodramático en sentido peyorativo niega implícitamente la posibilidad de que exista un buen melodrama. ¿Son despreciables Casablanca, Lo que el viento se llevó o Esplendor en la hierba? Ni el esteta más exigente puede negar que en manos de cineastas como Fassbinder, Clint Eastwood, Almodóvar, el melodrama puede alcanzar un vuelo poético extraordinario. La crítica cinematográfica, televisiva o teatral debería distinguir cuáles melodramas utilizan recursos baratos para provocar emociones y cuáles intentan elevarse por encima de la sensiblería. Pero como es más fácil poner etiquetas que hilar fino en un juicio crítico, el melodrama ha corrido la misma suerte de algunas especies zoológicas —el asno, el cerdo, la rata— cuyos nombres son insultos. Avergonzados de sus propias lágrimas, los enemigos del melodrama combaten el sentimentalismo, como si las emociones fueran un material artístico deleznable. Desearían colocarse por encima de ellas, o cuando menos, observarlas en frío desde una prudente distancia. Pero sin el alivio de la catarsis la vida sería insoportable para millones de seres, incluyendo a los intelectuales más analíticos y abstraídos.
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Cuando los odios religiosos o las disputas ideológicas niegan el valor de la vida humana, es decir, cuando las entelequias aplastan a los sentimientos, hasta la telenovela más burda puede reconciliar al hombre con sus afectos primarios, como lo ha señalado Orhan Pamuk en su estupenda novela Nieve, que narra la visita del poeta Ka a una remota ciudad de la frontera turca, donde los integristas musulmanes y los modernizadores laicos libran una guerra a muerte por imponer su ley. En ese clima de discordia civil, donde proliferan los atentados sangrientos, sólo hay una afinidad entre los bandos antagónicos: la telenovela mexicana Mariana [Los ricos también lloran], que todas las noches paraliza las actividades bélicas de la ciudad y conmueve hasta las lágrimas a los jefes de las facciones en pugna. Al observar el efecto de la telenovela sobre el ánimo colectivo, el poeta recién llegado al pueblo “se da cuenta de que el sarcasmo del intelectual, las preocupaciones políticas y las pretensiones de superioridad cultural lo habían hecho vivir una vida estéril alejado del sentimentalismo al que inducía aquella serie”. Orhan Pamuk no califica el valor artístico de la telenovela que unificó al pueblo turco (seguramente uno de los éxitos mundiales de Verónica Castro): sólo advierte que en una sociedad desangrada por el odio fanático, el melodrama contrarresta el poder manipulador de los dogmas políticos o religiosos y restablece las prioridades naturales de la existencia.
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Desde luego, es lamentable que en Turquía o en México la masa televidente no tenga opciones para distinguir un melodrama valioso de otro ramplón. En determinadas circunstancias, la telenovela puede cumplir una función civilizadora, como ha observado Pamuk, pero la repetición de fórmulas gastadas embrutece al público en vez de humanizarlo. Con una dramaturgia más creativa, y un menor apego a los cartabones de mercadotecnia, la telenovela podría ampliar los horizontes culturales de su público y darle elementos de juicio para exigir un mejor entretenimiento. Las mafias de mediocres incrustadas en las televisoras mexicanas lo saben y por eso han cerrado filas para impedir una renovación del género. No creo, sin embargo, que esa renovación debiera consistir en un alejamiento del melodrama, como creen algunos críticos de la televisión comercial. Se trataría, más bien, de conmover al auditorio sin falsear la realidad, dentro de unas coordenadas éticas y sociales que reflejaran la verdadera complejidad de la vida amorosa. Pero suponiendo que la sutileza y el decoro artesanal tuvieran cabida en la telenovela mexicana, como la tienen ya en las telenovelas de Colombia, Argentina o Brasil, que nos han arrebatado el mercado internacional: ¿habría en México libretistas y directores que supieran aprovechar esa apertura? Lo dudo, porque en las filas del cine marginal o del teatro universitario, de donde podrían salir los nuevos cuadros de la televisión mexicana, existe un fuerte prejuicio esnob contra el melodrama.
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Los jóvenes egresados del CUEC o del CCC creen a pie juntillas que los protagonistas de una historia de amor nunca deben llorar ante cámaras, y cuando tienen en sus manos a un actor de valía, le ruegan que por favor evite al máximo las gesticulaciones, es decir, que no actúe. Para colmo, muchos de ellos creen que la edición vertiginosa y la cámara al hombro los colocan a la vanguardia del cine contemporáneo, cuando en realidad están siguiendo una moda imbécil, impuesta por el videoclip. Una película con actores impávidos, en la que los tumbos de cámara marean al espectador y ninguna escena puede durar más de 30 segundos no puede conmover a nadie. Para escudriñar los movimientos del alma salen sobrando los movimientos de cámara. El melodrama requiere otro lenguaje visual y una mirada más atenta a los sentimientos de los personajes. Muchos de los recursos que utilizan los aspirantes al título de cineastas pueden servir para abrirles las puertas de algún festival, pero no para llegar al corazón del espectador. La contrapartida del menosprecio al melodrama es la sobrestimación del distanciamiento crítico. Por ese camino se puede llegar a falsear la vida sentimental, no a ponerse por encima del sentimentalismo. Pero un joven director ávido de prestigio no quiere contar historias, ni construir personajes, sino exhibir su voluntad de estilo. Pedirle fidelidad y respeto a la química de las pasiones sería tan difícil como vencer los prejuicios de un doctor en filosofía que se encierra a llorar en el clóset con la cara oculta por un tomo de Kant.
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Enrique Serna es escritor. Entre sus libros se encuentran: Las caricaturas me hacen llorar y Fruta verde.
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Las telenovelas han sido la educación sentimental de millones de personas en nuestro país, incluso entre los escritores es difícil escapar a la tentación que suponen estos ejemplos de melodrama, y prueba de ello es este sondeo que realizamos entre varios de ellos. Si bien la mayoría de los convocados aseguraron que nunca habían visto una, otro grupo reconoció su preferencia por alguna teleserie. Aquí el resultado. (Héctor González)
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Cristina Rivera Garza: Cuna de lobos.
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Mónica Lavín: Cuna de lobos.
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David Miklos: Cuna de lobos.
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Álvaro Enrigue: Mundo de juguete.
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Francisco Hinojosa: Gutierritos.
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Ana Clavel: Yesenia.
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Ignacio Padilla: La vida en el espejo.
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Élmer Mendoza: Cuna de lobos.
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Margo Glantz: Renata y Café con aroma de mujer.
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Juan Villoro: Cuna de lobos y Café con aroma de mujer.
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Pedro Ángel Palou: Alborada y Café con aroma de mujer.
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Mauricio Carrera: Amor en custodia.
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Andrés de Luna: Mirada de mujer.
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Ana García Bergua: Nada personal y la inglesa Los de arriba y los de abajo.
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Mario Bellatin: Rubí.

jueves, mayo 07, 2009

El año mil

Diario Milenio-Puebla (07/05/06)
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Apropósito de tanta calamidad que nos ha traído la vida al inicio del siglo XXI he leído, en el espléndido ensayo de Georges Duby (Gedisa, 1996) que el año mil representó para los hombres europeos un año de miedo y temor, ante ellos mismos y ante la naturaleza. La Edad Media, bautizada así por los hombres del Renacimiento y de acuerdo a Le Goff, fue una etapa difícil para el hombre en su relación con la naturaleza.
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Me llamó la atención (hoy que hablamos de epidemias) el texto que apareció en Milenio el pasado 28 de abril bajo la autoría de Francisco Báez Rodríguez, “El otro virus… los untores” y que se refiere precisamente a una creencia popular que durante la Edad Media asoló a Europa: la presencia de los untores, personas que esparcían las enfermedades untando las manijas de las puertas con la sustancia que infectaría a quien se atreviera a tocarlas. La presencia de los untores (dice bien Báez Rodríguez) son quizá meras conjeturas que desmovilizan a las sociedades. Lo cierto es que, siguiendo al historiador Duby, el año mil, los hombres de Europa vieron “Los prodigios del milenio”. Hacia el 1014, un enorme cometa se vio claramente y durante meses en el cielo durante el reinado de Roberto. Era un cometa de intenso brillo que se ocultaba con el canto del gallo. Fue una señal milagrosa que tenía la forma de una espada.
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Luego, el 29 de junio de 1033, hubo un eclipse de sol “muy tenebroso” que duró desde la sexta hora del día hasta la octava: “El sol tornó el color del zafiro y llevaba en la parte superior la imagen de la luna en su primer cuarto”.
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Duby habla también de un combate de estrellas que observó Ademar de Chabannes en 1023, cuando “las estrellas combatieron entre sí como lo hacían en ese mismo momento las potencias de la tierra”.
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Y siempre que pasaba el gran acontecimiento sobrevenía una desgracia. A la aparición del cometa siguió el incendio de muchas ciudades, castillos y monasterios italianos; luego de la lluvia de estrellas el Emperador Enrique murió sin dejar hijos, y cuando hubo pasado el eclipse “la sangre cubrió la sangre” porque se oía hablar de “fechorías desconocidas entre los pueblos”.
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El año mil también vio los desórdenes biológicos, mismos que Georges Duby divide en Monstruos, Epidemias y Hambres. La complexión del hombre –reflexiona—también está sometida al desorden y aparecen los monstruos, el hambre y las epidemias que a su vez anuncias discordias.
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Ahora que se ha incrementado el miedo en el mundo por lo que todos conocemos y un untor moderno podría ser el jugador de las Chivas Héctor Reynoso, quien escupió al chileno Sebastián Penco, rival del Everton de Viña del Mar, durante un partido contra el Guadalajara en la Copa Libertadores, lo que lo hará quedar fuera hasta que termine el torneo. Un untor chiva de corazón. Que no haya otros como él.

miércoles, mayo 06, 2009

"El gran Mankell"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla-06/05/09)

Henning Mankell (1948) nacido en Estocolmo, Suecia es un escritor por demás consagrado en el ámbito literario actual y recién lo conocí en días pasados al enfrentarme a su más reciente novela: “El Chino” publicada por Tusquets a finales del año pasado.

Mankell es conocido por desenvolverse de manera magistral en el género de la novela negra donde el protagonista estrella es un detective llamado Kurt Wallander.
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“El Chino” es un thriller sorprendente que atrapa al lector desde sus primeras líneas con la narración de un asesinato cruento y múltiple en un pueblo frio y desolado de Suecia: Hesjövallen. Un hecho sin precedentes que empieza a llamar la atención de la prensa local y nacional, a pesar de que la información empieza a ser manejada con absoluto hermetismo. La sospecha y móvil principal que manejará la policía se basa en que dicho asesinato tuvo que ser perpetuado por un demente, pero Birgitta Roslin, una jueza de avanzada edad, empieza a seguir el caso a través de la prensa y a interesarse por tal suceso, pues se percata que entre las víctimas se encuentra la familia adoptiva de su madre. Este interés la lleva a buscar un acercamiento con las investigaciones y es a través de un amigo personal que es presentada con Vivi Sundberg, una de las principales encargadas de la investigación de tan brutal asesinato. Gracias al acercamiento con Vivi Sundberg podrá tener acceso a la casa donde vivió la familia adoptiva de su madre y obtener un diario de alguno de los parientes donde narra sus experiencias al frente de la construcción de un ferrocarril. Al mismo tiempo la jueza Birgitta irá sacando sus teorías y conclusiones, basadas en la única pista: una cinta de seda roja. A la par que se va narrando esa trama se presenta la historia de los hermanos Wu, San y Guo Si, que quienes irán viviendo un sinfín de peripecias que los conducirán al sufrimiento y la muerte, no sin antes dejar testimonio a través de un diario que cobra mayor intensidad cuando narra el sufrimiento que en 1860 miles de chinos padecieron al construir un ferrocarril en la costa oeste de los Estados Unidos. Pero la búsqueda de Birgitta, que no sólo tiene tintes policiacos, sino también políticos la llevarán a interrumpir tal, cuando siente que su vida está en peligro.
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Este tipo de novelas es de las que deben agradecerse en épocas como esta donde la imagen está por encima de todo. Mankell logra que uno se lleve al sueño esta novela, un sinfín de veces soñé con las escenas. Son cuatrocientas setenta y un páginas que se leen de forma amena. Una novela que además es una visión crítica a la eficacia policiaca para resolver casos delicados, a esa izquierda europea que es se quedó en un idealismo romántico, a esa China evolucionada, pero que no respeta los derechos primordiales del humano.
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Descubrir a Mankell ha sido algo maravilloso, quien se anime, se llevará una grata sorpresa.

El hombre es un ser lleno de ritos. No se explica su vida sin ellos.

¿Y qué hacer cuando un acto que causa placer y proviene del deseo, se convierte en rito?, ¿cómo lo devolvemos a su condición primaria?

Ernesto Guevara, dijo alguna vez que para matar una idea no basta con matar a un hombre, se necesita más. Probablemente nunca lo entenderemos. Aún existen muchos Imperios, Emporios, Caciques, Idealistas, Religiosos, Políticos, Brujos, Fanáticos, Estudiantes, Alumnos, Masones, Yunquistas, Opus deis, Iluminatis, Templarios, Deportistas, Modelos, Ejemplos a seguir, Ejemplos a no seguir, Ídolos, Dioses, etc.

¿Y los humanos?

¿Qué se hace cuando las palabras abandonan al hombre y con ello toda expresión ya sentimental, ya intelectual, ya banal?

No sé, no tengo alguna palabra para ello, pero quizá, sí, una idea: la guerra.

martes, mayo 05, 2009

¿De qué sirven los recesos rutinarios si la escritura sigue de huelga y el cansancio trabaja más de doce horas?

Radiografías violentas

Diario Milenio-México (05/05/09)
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Como si se trataran de violentas radiografías, los desastres naturales tienden a poner de manifiesto males que la vida cotidiana vuelve —con sus prisas y sinsabores, con sus encuentros y rutinas— transparentes. Se requiere una cierta cantidad de olvido y una que otra estrategia de distracción, después de todo, para soportar una realidad no sólo imperfecta —ese sería, de hecho, el menor de los males— sino esencialmente injusta y mezquina, en resumen: insoportable. Así, aunque todos vivamos al tanto de los juegos sucios que componen no pocos de nuestros rituales, y aunque participemos ya pasiva o activamente en muchos de ellos, es más común hacerse el desentendido que poner una atención ya estética o ética no sólo a lo que nos rodea, sino también a las bases mismas de eso que nos rodea y, por rodearnos, nos funda. Pocos eventos, pues, nos obligan a desarrollar una conciencia del entorno de manera más rápida y puntual como los fenómenos que, fuera de nuestro control, nos avasallan, provocando muertes masivas. El temblor de 1985, por ejemplo, dejó al descubierto la serie de corruptelas públicas que debilitaron las trabes de los edificios que terminaron destrozando los cuerpos y las vidas de miles de víctimas. El huracán Katrina obligó a muchos norteamericanos a constatar la vergonzante falta de cuidado y protección que el gobierno de Estados Unidos brinda a los más frágiles de sus ciudadanos. Por eso no es de extrañar que la epidemia de influenza que ha azotado a la ciudad de México durante las últimas semanas de abril haya también levantado el velo de normalidad que ha encubierto, entre otra cosas, los defectos congénitos del sistema de salud pública en México, dejándonos ver lo que ya sabíamos: hospitales mal equipados, escasez de medicamentos, pobre infraestructura. Pero en la radiografía apareció también algo con lo que se contaba ya al menos desde 1985: una sociedad civil que, amasando una masiva voluntad de millones ha podido cuidar de sí y de una también masiva ciudad de México.
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La epidemia también ha puesto frente a nuestros ojos lo que ha estado frente a nuestros ojos por tanto tiempo: la intromisión constante de transnacionales que, aprovechando el costo de la mano de obra local y los acuerdos que logran establecer con autoridades locales, muestran poca preocupación por el medio ambiente y las condiciones sanitarias de las comunidades circundantes. La teoría de la dependencia y sus acólitos pueden haber perdido la popularidad de la que gozaron hacia el segundo tercio del siglo XX frente al embate de las nuevas historias sociales que, al pensar en la agencia de los elementos internos de un sistema, cuestionaron el peso real de las estructuras externas sobre las economías y sociedades latinoamericanas, pero la presencia de transnacionales con poco sentido de responsabilidad comunitaria es tan real ahora como entonces
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La facilidad con la que sale a flote el lenguaje coercitivo de la orden y la restricción es tal vez uno de los daños colaterales más obvios del paso de la epidemia. Sin necesidad del diminutivo ni las verdades a medias, con el justificado afán de contener el contagio y disminuir, así, el número de muertos, el lenguaje más uniforme de la imposición brota a la menor provocación. Lávese las manos. No salude. Cúbrase la boca al estornudar o al toser. No se aproxime. Vivimos justo entre las páginas de un manual gigantesco que está siendo leído en voz alta —y con ayuda de un micrófono— por aquellos que viven encerrados dentro de las oficinas del poder.
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Pocas cosas como el A/H1N1 dejan ver de manera más clara la suspicacia y la tensión que genera la presencia de los mexicanos en Estados Unidos. Acostumbrados como están a darle la espalda a la vecindad que tienen con México tanto desde sus orillas como desde dentro, los Estados Unidos ahora tienen que ver lo que ya saben que verán: la creciente presencia de trabajadores mexicanos sobre cuyos hombros descansa su sistema de vida. Como es bien sabido, el primero de mayo no es festejado en Estados Unidos excepto por trabajadores mexicanos que, exportando tradiciones de lucha, marchan por ciertas avenidas. Que frente a esos contingentes algunos hayan abogado por denominar al A/H1N1 como la influenza mexicana, mientras que otros hicieron un llamado incluso para cerrar las fronteras, no es más que la manifestación más virulenta de la falta de diálogo y la falta de conocimiento que producen ansiedad y miedo, especialmente en zonas donde, de acuerdo con el censo oficial, el número de mexicanos es cada vez mayor y el uso de una de sus lenguas —el español— no sólo es cada vez más obvio sino también más inevitable.
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Las teorías de la conspiración que se han expandido casi con tanta o más virulencia que el A/H1N1 han dejado en claro también aquella vieja verdad que dice que los ciudadanos mexicanos no sólo no confían en sus políticos sino que gozan de una envidiable capacidad narrativa y argumentativa. Éstas últimas, por cierto, no deberían pasarles desapercibidas a aquellos a cargo de promover prácticas de escritura tanto en la ciudad capital como en el país entero.
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Si pongo atención a los que dicen los amigos, y los amigos de los amigos, el paso del A/H1N1 también ha dejado al descubierto una extraña belleza en los espacios públicos de la Ciudad de México. Vacías acaso por primera vez, las calles y plazas que aparecen en las fotografías de la capital sugieren paisajes después de la batalla —esa melancolía, esa desesperanza, ese abatimiento—. Todo parece indicar que, de manera paradójica, algunos de los que están frente a esas calles, viendo pasar el aire y el silencio a través de las ventanas, han tenido la oportunidad de componer una forma inmediata de recogimiento. Algo, finalmente, de serenidad.

lunes, mayo 04, 2009

Lunes gris

Diario Milenio-Puebla (30/04/09)
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El lunes pasado, los habitantes de Puebla amanecieron reflexivos y tristes. Se veía a la gente un tanto temerosa por las calles. El día anterior, el domingo, se dijo que el estado entraría en estado de contingencia debido para evitar el contagio de la así conocida fiebre (o influenza) porcina: un virus nuevo que ataca al humano y que parece de muy fácil propagación.
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La historia es harto conocida, basta sintonizar el radio o ver la televisión para estar informados. No sé hasta qué punto llegue a ser creíble lo que los medios electrónicos han manejado. Las cifras son alarmantes.
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La ciudad lucía gris. A mediodía, las autoridades decretaron la suspensión de las clases en todos los niveles educativos. Luego, un poco después, se sintió un temblor que hizo crecer el miedo. Y en la tarde llovió. Desde muy temprana hora se agotaron los cubrebocas y todo tipo de gel antibacteriano. Hasta el momento no los hay. En el Centro Histórico los restaurantes y comercios lucían vacíos; y en los bancos, a la gente que se le ocurría estornudar delante de la fila se le veía con malos ojos.
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Se suspendieron las actividades educativas y culturales (como el programa Barroquísimo), pero las personas abarrotan los autobuses. Muchas van protegidas y llevan a la práctica las recomendaciones de la SSA: no saludar de mano ni de beso y lavarse las manos todas las veces que sea posible. Si te quiero, te lo demuestro alejándome.
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Algunos tenemos miedo, otros andan como si no pasara nada. De acuerdo a lo declarado por el doctor Roberto Calva, director de la Atención a la Salud de la Secretaría de Salubridad, en Puebla no se ha registrado un solo caso de influenza porcina.
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Lunes gris. Las calles se van vaciando poco a poco. El ruido que producen los autos se percibe en la lejanía, tímido. Los turistas van al zócalo con sus protectores nasales. Se anunció ese mismo lunes que los desfiles del trabajo y del 5 de Mayo serían definitivamente suspendidos. He seguido de cerca lo que ocurre en Puebla. Las entrevistas a los secretarios de Salud de todos los estados no paran: aparece más y más información, se actualiza.
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Estamos en la antesala del pánico. Se refleja el miedo en los rostros. Y de repente llueve sobre el centro.
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El terror de un lunes gris en Puebla.

Más allá del juego sucio

Diario Milenio-México (04/05/09)
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Otros tiros a gol
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Hay prestigios nacidos para tornarse estigmas. Escupir, por ejemplo. Durante los primeros años adolescentes, quienes éramos buenos en las esquivas artes del gargajo certero y substancioso la pasábamos bomba escupiendo de bicicleta a bicicleta, y hasta no pocas veces callando al enemigo con un gallo acertado a medio paladar. Gestas muy celebradas por nuestros menores, que a los diez años no podían rivalizar con la flema, el alcance y la puntería de un labregón de quince. Todo lo cual podía transformarse en vergüenza fatal si acaso una vecina de buen ver se aparecía y lo escuchaba a uno jalar el pollo desde medio esófago, práctica repugnante que en teoría debía causar náuseas a cuanta dama se preciara de serlo, amén de señalar al agresor como un pelafustán o como un niño. Esto último, lo que más se teme cuando ya se ha dejado atrás la infancia y es urgente pintar la raya divisoria. El día menos pensado, no vuelve uno a escupir, ni por supuesto a ser escupido.
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Existen incontables inmundicias que a un niño le divierten, pero a muy pocos bembos causa gracia que un adulto las ponga en escena. Ningún alumno pasará por alto que el profesor se escarbe la nariz o el ombligo cuando es objeto de la atención general. Solamente los niños se lucen eructando y gargajeando en tales circunstancias, donde hasta los peditos saben ser bienvenidos. Los niños y los punks, en todo caso. Curiosamente, apenas nos extraña si ciertos deportistas — que ya sólo por eso suelen ser objeto de toda suerte de loas edificantes— son exhibidos en el acto de entregargajearse. Hay decenas de casos documentados de futbolistas escupidores, y éstos son una muestra insignificante, iniciada a partir de que las cámaras invadieron de zoom la intimidad del juego, sugiriendo que tal vez lo importante no sea ya competir, ni ganar, sino humillar. Darle al otro hasta con la bacinica, como solía decirse. O en su defecto con la escupidera.
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Hablando de rufianes
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No había ocurrido aún el incidente del hoy famoso futbolista mexicano que en una sola noche se reveló capaz de disparar viscosos proyectiles por buzón y napias, cuando ya lamentaba uno ante la cámara lenta, víctima de una risa nacida del azoro, las escenas donde el tenista sueco Robin Soderling se oprime con el índice una fosa nasal para lanzar el moco por la otra. Dos ocasiones, una de cada lado, con sendos resultados voladores. Ya no a lo lejos, en ese territorio futbolero donde el operador de la cámara necesita la suerte de un buen ángulo, sino en extreme close-up. Tampoco hay veintidós competidores entre los cuáles elegir al de pronto estelar. Ya sea que se disponga a sacar o recibir, al menos una cámara lo toma de frente. La probabilidad de que su gesto en curso resulte transmitido, cuando menos en parte, va más allá del cincuenta por ciento. Añadamos a ello que Soderling jugaba contra Rafa Nadal, razón más que bastante para elevar el rating a niveles inalcanzables para un moco. Al menos en el ámbito del tenis, incompatible con el juego sucio.
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Se sabe que las porras futboleras conocen de muy cerca la pamba gallega, desde los tiempos de la míticabotella con agua de riñón, pero en otros deportes tales extremos son aún por fortuna inconcebibles. Se ha dado el raro caso, pero la mayoría jamás hemos visto a dos tenistas darse con la raqueta frente a su público. El radical la toma en todo caso contra los jueces, aunque no les escupe y ni siquiera llega a insultarlos. No faltaría más. En un juego estratégico donde los puntos se construyen a puro golpe de ráfaga mental, la violencia mayor consiste en distraer al oponente mediante interrupciones chapuceras que el público castiga con abucheos. Pues se comparte al fondo un sentido de justicia que las reglas del juego permiten y estimulan. Nadie quisiera ver a su favorito ganar con malas artes y peores maneras. Que es justamente lo que intentó Soderling hace casi dos años, en la cancha central de Wimbledon, también frente a Nadal. Se preparaba éste para servir el quinto juego del partido cuando unas cuantas risas le hicieron ver al frente y descubrir que aquél remedaba sus movimientos con el talante de un niño envidioso. Nada importante en otras disciplinas, barbarie inusitada en términos tenísticos.
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“Es un tipo muy raro”, declararía Nadal respecto a Robin Soderling después de eliminarlo de Wimbledon 2007, “lo he saludado varias veces y nunca me contesta”. Sería un patán, más bien. Uno con mala leche, valga la redundancia. Ya a medio 2009 —hace unos pocos días, sobre la arcilla del Abierto de Roma— Soderling ha salido a la cancha y de antemano sabe que Nadal va a ponerlo en ridículo a raquetazo limpio. Antes que eso suceda, el rufián descerraja los dos mocos de marras ante la cámara. Cuadro por cuadro se les ve caer, como los moscos del comercial. Al final del partido, el fiero escandinaco sufre un demoledor 6-1, 6-0. A ver si eso también lo puede remedar.
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La etiqueta del fuego
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A uno le gusta el tenis también por cuanto tiene de similar al duelo. Los contendientes usan armas redondas para despedazarse, sin faltarse jamás al respeto y a menudo excediendo la cortesía. Ya en la final de Roma, un juez señala falta en el servicio de Novak Djokovic, ante lo cual Nadal da unos pasos al frente, mira la marca y lo contradice, de manera que el árbitro da por bueno el servicio y el punto se repite, tal como corresponde. Luego, ya con Rafa Nadal atenazando el trofeo, Djokovic se resiste pero al fin accede a la petición de escenificar ahí mismo una de sus celebradísimas imitaciones off-court del campeón español, luego de que este acepta atestiguarla. Un detalle en extremo divertido cuando el juego no está ya de por medio y a la vida se le celebra sin complejos.
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En rigor, un duelista que juega sucio es un matón. Y uno que se distrae en sacarse los mocos sin pudor será probablemente un duelista muerto. Yo no sé si el deporte sea tan edificante como dicen, orondos, sus funcionarios, pero algunos seguimos admirando a aquellos que respetan las reglas de los duelos de pelota, quizás por ese niño que tiene una idea estricta de la justicia y aún se cree que son cosa de vida o muerte.

Despedidas

Diario Milenio-México (04/05/09)
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Humbert Humbert maneja entre lágrimas por un camino polvoriento en medio de la nada. La silueta que se recorta en la puerta de la casa es la de Lolita, la que agita la mano en señal de adiós definitivo, la que no quiso vivir con él y morir con él y todo con él, la que un día fue la luz de su vida y el fuego de sus entrañas, la que un día lo atrajo nomás por su taxonomía —era una nínfula o, como sentenciara José Luis Guarner, una nínfula con ínfulas— pero que, hoy que la ha perdido, se le revela objeto de un amor verdadero, de uno que no tiene reparo en ofrendársele aun si envejecida, aun si astrosa, aun si embarazada de otro, aun si incapaz de corresponder ese amor.
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Despedida romántica (versión desesperanzada).
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La película es malísima pero contiene una de mis secuencias favoritas en toda la historia del cine. Sean Penn es un estafador de poca monta. Madonna es una misionera no demasiado adepta a la postura del misionero (a fin de cuentas es Madonna) pero sí a curar el dolor de los heridos de guerra (a fin de cuentas sale de misionera). El capricho del destino los ha llevado a cruzar sus senderos: han corrido un cúmulo de aventuras (más bien idiotas e irritantes, por cierto) en el Shangai de los años 30, en un afán compartido por hallar un cargamento de opio tan ilegal como indispensable a ambos. En el camino, parecen haberse enamorado pero no se lo han dicho. Su misión ha fracasado y tal escollo los ha llevado a carecer ahora de un pretexto para seguir juntos. Una última cena y adiós. Sean camina con Madonna por las calles desiertas de un Shangai caótico, la encamina a un taxi negro y lustroso. Sólo aquí comienza la escena. Mientras suena una melodía desolada, compuesta por George Harrison y rasgada en esa guitarra que llora gentilmente, ella —rubia y hermosísima y aterida— aborda el taxi. Él le dice unas palabras finales, pretendidamente hilarantes pero en realidad amargas. Comienza a alejarse pero se arrepiente. Precipita medio cuerpo por la ventanilla del auto pero sólo atina a golpearse el cráneo. Ella se conmueve, le hace una caricia en la cabeza, ambos ahogan una risita y, finalmente, se besan. No bien sus labios se rozan, el taxi arranca. Ella lo sigue con la mirada mientras él recorre el callejón solo, perdido su paraíso apenas entrevisto.
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Despedida romántica (versión chabacana pero entrañable).
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Como Dorothy Parker dijo una vez a su novio, que te vaya bien. Como Colón anunció cuando se supo botado, fue divino, Isabel, divino. Como Abelardo dijo a Eloísa, no te olvides de escribirme de vez en cuando. Como Julieta exclamó al oído de su Romeo, querido, ¿por qué no encarar las cosas de una buena vez? Fue sólo una de esas cosas, escribió Cole Porter, ese coleporteur (es decir contrabandista) de las emociones. Una de esas cosas locas, una de esas campanas que tañen de vez en vez, sólo una de esas cosas. Y sigue implacable: adiós, querida y amén; ojalá nos veamos de cuando en cuando. Fue una gozada, pero sólo fue una de esas cosas.
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Despedida cínica.
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Juan García Esquivel fue un genio. Un músico innovador y experimental. De lo que nadie podrá acusar a Esquivel, eso sí, es de sinceridad: su música de departamento de soltero de la era espacial es pura pirotecnia, despliegue virtuoso y ensoberbecido de humor socarrón y de elegante espectacularidad. Hay, sin embargo, una excepción a esa regla: una grabación (y una sola) en la que el maestro tamaulipeco cede a la ternura y a la tristeza para entregar a la posteridad tres minutos y catorce segundos conmovedores. La canción es unstandard del cancionero popular mexicano: “Adiós, Mariquita linda”. Comienza con una guitarra que resuena dulce, a la que pronto se suma un piano insistente y neurótico —el del propio Esquivel— y después maracas acompasadas y plañideras. Conforme avanza, sigue añadiendo elementos: una guitarra de surf melancólica, metales funestos, un silbido solitario, una marimba paroxística, un coro espectral. Aunque la versión es instrumental, creemos escuchar el lamento de ese enamorado que se aleja de su Mariquita linda, que se va porque ya no lo quiere como él la quiere a ella.
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Despedida tristísima.
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Con esta entrega, termino la etapa de mi vida en que fui colaborador semanal de MILENIO Diario. Agradezco a Carlos Marín. Agradezco a Ariel González. Agradezco a Javier García-Galiano. Agradezco al generoso lector. Y digo adiós con una disculpa por no encontrar el adjetivo preciso para calificar esta despedida.