lunes, mayo 04, 2009

Despedidas

Diario Milenio-México (04/05/09)
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Humbert Humbert maneja entre lágrimas por un camino polvoriento en medio de la nada. La silueta que se recorta en la puerta de la casa es la de Lolita, la que agita la mano en señal de adiós definitivo, la que no quiso vivir con él y morir con él y todo con él, la que un día fue la luz de su vida y el fuego de sus entrañas, la que un día lo atrajo nomás por su taxonomía —era una nínfula o, como sentenciara José Luis Guarner, una nínfula con ínfulas— pero que, hoy que la ha perdido, se le revela objeto de un amor verdadero, de uno que no tiene reparo en ofrendársele aun si envejecida, aun si astrosa, aun si embarazada de otro, aun si incapaz de corresponder ese amor.
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Despedida romántica (versión desesperanzada).
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La película es malísima pero contiene una de mis secuencias favoritas en toda la historia del cine. Sean Penn es un estafador de poca monta. Madonna es una misionera no demasiado adepta a la postura del misionero (a fin de cuentas es Madonna) pero sí a curar el dolor de los heridos de guerra (a fin de cuentas sale de misionera). El capricho del destino los ha llevado a cruzar sus senderos: han corrido un cúmulo de aventuras (más bien idiotas e irritantes, por cierto) en el Shangai de los años 30, en un afán compartido por hallar un cargamento de opio tan ilegal como indispensable a ambos. En el camino, parecen haberse enamorado pero no se lo han dicho. Su misión ha fracasado y tal escollo los ha llevado a carecer ahora de un pretexto para seguir juntos. Una última cena y adiós. Sean camina con Madonna por las calles desiertas de un Shangai caótico, la encamina a un taxi negro y lustroso. Sólo aquí comienza la escena. Mientras suena una melodía desolada, compuesta por George Harrison y rasgada en esa guitarra que llora gentilmente, ella —rubia y hermosísima y aterida— aborda el taxi. Él le dice unas palabras finales, pretendidamente hilarantes pero en realidad amargas. Comienza a alejarse pero se arrepiente. Precipita medio cuerpo por la ventanilla del auto pero sólo atina a golpearse el cráneo. Ella se conmueve, le hace una caricia en la cabeza, ambos ahogan una risita y, finalmente, se besan. No bien sus labios se rozan, el taxi arranca. Ella lo sigue con la mirada mientras él recorre el callejón solo, perdido su paraíso apenas entrevisto.
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Despedida romántica (versión chabacana pero entrañable).
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Como Dorothy Parker dijo una vez a su novio, que te vaya bien. Como Colón anunció cuando se supo botado, fue divino, Isabel, divino. Como Abelardo dijo a Eloísa, no te olvides de escribirme de vez en cuando. Como Julieta exclamó al oído de su Romeo, querido, ¿por qué no encarar las cosas de una buena vez? Fue sólo una de esas cosas, escribió Cole Porter, ese coleporteur (es decir contrabandista) de las emociones. Una de esas cosas locas, una de esas campanas que tañen de vez en vez, sólo una de esas cosas. Y sigue implacable: adiós, querida y amén; ojalá nos veamos de cuando en cuando. Fue una gozada, pero sólo fue una de esas cosas.
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Despedida cínica.
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Juan García Esquivel fue un genio. Un músico innovador y experimental. De lo que nadie podrá acusar a Esquivel, eso sí, es de sinceridad: su música de departamento de soltero de la era espacial es pura pirotecnia, despliegue virtuoso y ensoberbecido de humor socarrón y de elegante espectacularidad. Hay, sin embargo, una excepción a esa regla: una grabación (y una sola) en la que el maestro tamaulipeco cede a la ternura y a la tristeza para entregar a la posteridad tres minutos y catorce segundos conmovedores. La canción es unstandard del cancionero popular mexicano: “Adiós, Mariquita linda”. Comienza con una guitarra que resuena dulce, a la que pronto se suma un piano insistente y neurótico —el del propio Esquivel— y después maracas acompasadas y plañideras. Conforme avanza, sigue añadiendo elementos: una guitarra de surf melancólica, metales funestos, un silbido solitario, una marimba paroxística, un coro espectral. Aunque la versión es instrumental, creemos escuchar el lamento de ese enamorado que se aleja de su Mariquita linda, que se va porque ya no lo quiere como él la quiere a ella.
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Despedida tristísima.
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Con esta entrega, termino la etapa de mi vida en que fui colaborador semanal de MILENIO Diario. Agradezco a Carlos Marín. Agradezco a Ariel González. Agradezco a Javier García-Galiano. Agradezco al generoso lector. Y digo adiós con una disculpa por no encontrar el adjetivo preciso para calificar esta despedida.

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