sábado, mayo 09, 2009

Así escribo. Doy parte de rescate por Xavier Velasco (Nexos-Número 377-Mayo2009)

El parapeto mide dos por uno y medio. Diría que es una celda, si no hubiera esta vista espectacular. Juraría que es un escondite, si no tuviera pinta de escaparate. Aceptaría que es sólo un balcón, si no lo empleara a diario para librar combate con monstruos y demonios. Pasado el mediodía, un poco a espaldas de la novela en curso, descargo estas palabras sobre una página vacía del cuaderno —enorme, de argollas, especial para bocetos— que uso como pizarra, o agenda, o bitácora, o casi cualquier cosa porque sus hojas gruesas y anchas son la tierra más libre que he conocido. Diría que combato para defenderla, pero hay días que actúo como su enemigo y culpo de ello a monstruos y demonios, que a todo esto me deben la vida. Somos uno y legión, no quiero imaginar qué papelón haríamos a solas.
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Peleo contra el pánico a no ser suficiente, luego de haberme dicho durante tantas lunas que lo sería de sobra, pues de noche se piensa uno capaz de cualquier cosa y ay, de día le toca demostrarlo. En la niñez, el día era un desierto abominable del que frecuentemente me redimía la tarde. Horas largas mirando las ventanas del aula donde nada asomaba sino nubes y cielo, pero ya lo demás se adivinaba lo bastante suculento para darse a inventarlo de cualquier forma. No sería un pupitre el parapeto ideal para iniciarse en los combates literarios, pero tenía dentro lápices, plumas, libretas, cuadernos: armas legales todas cuyo uso clandestino quedaría encubierto por esos cientos de columnas de garrapatas contrahechas, que para diario horror de mi madre yo osaba hacer pasar por caligrafía. ¿Cómo le iba a explicar a la inocente que la bonita letra se lleva mal con el malandrinaje?
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Aun hoy, que por fin las recorto a punta de ronquidos, las mañanas me tratan con la punta del pie. No bien abro los párpados, miro el reloj y me propongo estar en mi puesto no después de las diez. Cosa algo complicada, pues aún no hay nada propiamente puesto sobre el balcón que mira a la barranca. Falta el sillón. La música. El tapete. Los víveres. La sombrilla. La idea es no moverse del parapeto, una vez que comiencen las escaramuzas. Pero ya he dicho que éstas arrancan mal...
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Alguien adentro quisiera una coartada para quedarse el día entero holgazaneando. Imposible, le digo, de vuelta en los zapatos del capataz, asombrado de estar de pie a estas horas en que, jura mi madre, ya los perros buscan la sombra, y a mis ojos semejan aún la madrugada. Metabolismo nocturno, dicen. Por años me propuse alcanzar la espartana disciplina de aquellos novelistas admirables que hacen lo suyo desde que amanece; hoy aduzco que mis dominios íntimos se rigen por la hora del Pacífico.
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Al capataz le he dado un poder indecente. Nadie como él asume que lo que es yo no entiendo por la buena. Cada tarde, nada más terminar, planto en un calendario de pared tres pegotes en forma de dígitos, correspondientes a la última página escrita. Y como el calendario está frente a la cama, no hay manera de abrir los párpados al mundo sin reparar en ese mapa de productividad, orgullo de Dracón que consigna la entrega, o en su caso la holganza, sin otros argumentos que los cuantitativos. Sintomáticamente, de esa cifra acostumbran pender el buen humor de la tarde y la serenidad de la noche.
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No escribo la novela en el cuaderno, sino en una libreta donde no caben otros menesteres. La novela es celosa y yo le correspondo. Solamente con ella uso las hojas rayadas Maruman tamaño B5, dentro de una carpeta con veintiséis argollas de metal, así como la tinta Waterman negra que aproximadamente cada siete cuartillas devora mi Mont Blanc Julio Verne, traqueteado y querido juguetazo con la forma de un Nautilus y el peso de una daga. Es en esas recargas recurrentes que percibo el avance del proyecto y le gano terreno a la ansiedad. Voy nadando en el mar, lastrado por el peso muerto de mi historia y resuelto a salvarla contra todo pronóstico.
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Al parapeto lo rodea el rumor de los pájaros de la barranca. Una sonata múltiple que crece conforme la tarde avanza y la tinta, a su vez, fluye hasta terminarse. Bombeo el combustible y vuelvo a la carga. Limpio el punto con manos y antebrazos, me embadurno feliz de sangre color negro. Retorno a alimentar la ampolla del dedo corazón de la mano derecha que de pronto amenaza con punzar y ya ni caso le hago porque estoy combatiendo a monstruos y demonios y me he apostado entero a salvar a la historia y sobrevivirlos. Lo que importa es pelear, ha escrito Javier Cercas. Si alguien quiere pelear, entrométase ahora. Dígame dónde quiere que le encaje la pluma.
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Xavier Velasco. Escritor. Su libro más reciente es Este que ves.

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