jueves, julio 05, 2012

Los telares secretos (Diario Milenio/Opinión-03/07/12)


Me mantengo escribiendo novelas por un montón de cosas. Entre otras, prominente entre ellas, está el asunto de la porosidad y la plasticidad del género. El hecho, pues, de que en la así llamada novela se puede hacer todo lo imaginable e, incluso, tal vez sobre todo, lo inimaginable. El asunto, tal y como lo describía de manera tan suya la Marguerite Duras, de que escribir siempre resulta ser “lo que escribiríamos en caso de que escribiéramos”. Presente fenomenal. Subjuntivo eterno. En realidad escribo libros, no necesariamente novelas. Incluso cuando escribo novelas, en realidad escribo libros, no necesariamente novelas. Pero esa es otra discusión.

Digo todo esto porque hace apenas unos días estuve contestando preguntas, muchas preguntas, casi todas ellas interesantes a decir verdad, sobre mi más reciente novela El mal de la taiga. Estos días, una semana o dos, suelen aparecer tiempo después de que aconteció el duelo, ¿les pasa esto a los otros novelistas?, cuando se atestigua con algo que no se decide entre la tristeza y la euforia el proceso a través del cual un manuscrito se transforma, revisión a revisión, y repito: revisión a revisión, en mercancía. De la pantalla a las hojas sueltas. De las hojas sueltas a las hojas cosidas. Una tapa. Esto se cierra. Y se sierra. ¡Ay, dolor!

Semanas o meses después, todo depende de los tiempos de publicación de la editorial, vienen los así llamados días de la promoción. No sé si a los otros escritores de novelas les pase igual, pero para mí no es sino hasta entonces, hasta el tiempo de El Ataque de Todas las Preguntas del Mundo, como le llamo, que se me aclaran los vínculos del libro con la realidad. Los días de promoción como pequeñas sesiones extrañas de la revelación más ardua. ¿Así que de esto iba? ¿Así que esto o lo otro fue leído así? Válgame. El papel de los periodistas culturales como interlocutores y clarividentes sobre esa bola de cristal que es todavía el libro.

¿Les sobrevienen a los otros escritores de novelas súbitos ataques de timidez o de ansiedad cuando el libro sale a los estantes y da la cara y abre los brazos como quien espera el saluda alborozado del mundo? Pues a mí sí. No sólo eso. Hace bien poquito, justo al inicio de la famosa semana de promoción, casi le provoco un ataque a mi editora cuando le dije, cerrando la puerta de su oficina en signo de la Gravedad del Instante, que siempre no. Que no me parecía nada bien que El mal de la taiga anduviera por ahí, solo por el mundo, quién sabe en qué manos. Que era mío. Mío. Mío de mí. Que regresáramos el tiempo y deshiciéramos la edición y. Una editora cumple muchas funciones, eso se sabe. Una de ellas es ofrecerle una silla a la autora y, después de ordenar un café bien cargado, ponerse a hablar con toda calma del tipo de cosas que regresarán a la autora de su propio mal de la taiga directo a la realidad. Gracias por no parar las prensas, Verónica.

Durante esos días del Ataque de Todas las Preguntas del Mundo no sólo se me devela lo que se ve, sino también lo que no se ve en el libro, lo que ha quedado protegido bajo la caparazón del lenguaje, en el código de los guiños secretos, compartidos en complicidad. ¿A nadie se le ocurrió googlear, por ejemplo, las dos frases de César Vallejo que anoté en mayúsculas como parte de los mensajes que mandaba una mujer que corría frenética en pos de su propia lejanísima taiga? Los nueve monstruos, sin duda. Con un amigo que prefiere quedar en el anonimato, fragué la frase “La crueldad no es necesaria, la crueldad es”. Luego de darle la vuelta al revés y al derecho, de analizar todas sus cornisas (¿tendrías que matar lo que puedes matar?, se preguntaba alguna vez Sylvia Plath, por ejemplo), quedamos en que ambos la utilizaríamos en libros que, en aquel entonces, estaban en su etapa pre-mercancía. Tengo una gran curiosidad de ver esa frase, o una frase parecida, o su versión de esa frase, en otro libro. Me encanta la idea de verla significar algo más en otro contexto. Algo similar pasó con una frase que mi amiga Rosa Beltrán, la escritora, publicó en el TimeLine de su Twitter (RosaBeltranA) el 16 de diciembre del 2011: “Cuando decimos adiós, ¿a quién buscamos?”. Como bien lo saben las muy queridas y más admiradas Vivian Abenshushan (@zingarona) o Verónica Gerber (@ambliopia) o Mónica Lavín (@mlavinm), mi militancia tuitera incluye el tratar de convertir a cuanto ente escriba conozco a que le entren al laboratorio social y cultural de los 140. Lo hago por simple egoísmo, si he de añadirlo: las quiero leer siempre, cada día, en mi TimeLine. El caso es que, luego de haber iniciado una cuenta de tuiter y cerrarla, Rosa abrió otra que parecía tener posibilidad de continuidad. En una comida entrañable la alentaba a seguir adelante y, por eso, le cité de memoria (es decir, mal) uno de sus tuits: “Cuando decimos adiós, ¿qué es lo que saludamos en realidad?”. Le dije que la incorporaría al libro que escribía entonces. Y lo hice. Me dice Rosa que piensa usar esa frase, la suya, en una novela que viene pronto. Me da una gran curiosidad, por supuesto, ver lo que significa algo así en sus manos. Con otro amigo que prefiere también el anonimato construimos una frase que tiene que ver con una cortina y con una ventana, el aire del mar entre las dos. La sal. El saber lo que somos, o cómo. Luego aprendería que, al menos en su caso, la frase es una versión, también, de otra que leyó en un libro entrañable de un autor que, el azar siempre tan original, yo admiro mucho: DeLillo.

¿Ya ven lo que digo cuando digo que el texto no representa ni exhibe ni argumenta sino que, a final de cuentas, también encubre?

Supongo que me mantengo escribiendo libros que a veces se llaman novelas por eso también: por el sentido del juego, por la complicidad, por los vericuetos secretos que, parafraseando a la dignísima Duras, “existirían en caso de que existiéramos”.

Ya sólo para que quede claro y no se preste a confusiones: me parece requetebién que El mal de la taiga ande por ahí, en el mundo, en quién sabe qué horizontes o manos. Era mío, es cierto. Alguna vez lo fue.

Para atrás, ni soñando (Diario Milenio/Opinión -02/07/12)


México: creo en mí.
Jaime López

Y bien: llegamos al mañana. Lo imaginamos tanto que parecerá raro de cualquier manera. Sobre todo si nadie se tomó la molestia de imaginar con calma el ayer. Cree uno que lo recuerda solamente porque ya lo vivió, o porque algo leyó, o quizá le han contado. ¿Qué va a pasar si a partir de mañana —es decir, desde hoy— no hacemos mejor cosa que volver a la zona más turbia del ayer? A veces, el temor al porvenir se alimenta de la escasa confianza que cada uno tiene en sí mismo. Nada muy diferente al miedo de los años escolares, cuando aquel bravucón amenazaba con partirte la cara y no te imaginabas capaz de impedírselo.
Un par de días atrás, caí por accidente en una hemeroteca. Encima de un atril había treinta ejemplares encuadernados del hoy difunto El Heraldo de México, fechados del principio al fin de junio de 2000. Un pasado no exactamente remoto al que uno juraría recordar con total vividez, y sin embargo arcaico, a juzgar por las páginas de aquel periódico que tal vez como pocos retrata aquellos tiempos cuya vuelta hoy se teme igual que a un huracán. Un pasado, no obstante, a estas alturas inimaginable.

No recuerdo haber leído alguna vez dos líneas de El Heraldo con tamaña fruición. Solía éste ser un diario tendencioso y ultramontano, entre cuyos fervientes opinadores bien podía disputarse la medalla al Paleto del Año, y en aquellos momentos —vísperas inmediatas de la elección que echó al PRI de Los Pinos— subyacía en sus páginas la histeria galopante de quien se mira cerca de su extinción. Un frenesí, no obstante, atemperado por el servilismo en boga. Causa gran extrañeza y un poquito de horror ubicarse de vuelta en aquel pacto tácito de sometimiento, donde un gran candidato irremediable reinaba entre una gran masa de eunucos.

Cuesta trabajo creer que un editorialista empleara la palabra “mongol” para tachar de torpe a un adversario, pero eso es todavía poca cosa si se compara con los editoriales de diversos periódicos a principios de los años ochenta, cuando los escribanos competían por prodigar elogios enmielados a la hija cantante del presidente en turno, e incluso agradecían y se congratulaban de que esa voz a todas luces angelical nos regalara con aquellas canciones sin duda inmerecidas por los simples mortales. ¿Y quién sería el valiente que osara criticar sus canturreos, o siquiera la música de acompañamiento, allí donde imperaba la lambisconería preventiva, cuando no trepadora?
Hace meses que se habla de un pasado que muy pocos recuerdan o quieren recordar, de manera que es fácil deformarlo, atenuarlo o maquillarlo para que luzca tal como a uno le convenga. Basta, no obstante, un periódico viejo para advertir lo lejos que está ese México de costumbres tiránicas al que una mayoría susurrante reconocía en privado como una cleptocracia nada disimulada. Han pasado doce años desde que le partimos la cara al bravucón, ¿cuántos más deberán transcurrir antes de que acabemos de perderle el miedo?
Con odiosa frecuencia se discute si el nuevo PRI es el mismo que el antiguo, cuando lo único claro es que el país es otro; tanto así que el pasado se nos ha vuelto ya inimaginable. De hecho, los ciudadanos —que no “el pueblo”: esa entelequia siempre redituable— hemos aventajado a los partidos al extremo de hacerlos ver caducos y ridículos como sus lemas, íconos y encomios. Todo lo cual es aún más evidente si en lugar de extraviarse en futurismos hojea uno un par de periódicos viejos. ¿Cómo creen los miedosos del presente que podríamos retornar al pasado, colgarnos el cencerro y callarnos la boca, cual si tocara el turno de ser de nuevo menores de edad?
Es muy fácil decir que los otros —nunca uno— están anclados en el siglo pasado, si se trata de dar peso y substancia a un argumento por sí mismo ingrávido, porque al fin la pereza de los más garantiza su aceptación implícita. No hay juicio más seguro que aquél que todos quieren escuchar, aunque de nada sirva ya en la práctica. ¿Viene la dictadura? ¿Nos van a silenciar? ¿Y eso quién, cómo, dónde va a conseguirlo? Nunca he confiado mucho en el poder, pero al cabo uno aprende a confiar en sí mismo. Aquellos a los que antes se temía son quien hoy día nos temen, y hacen bien. Vale más que se esmeren, pues no somos iguales a ese pasado que sobrevive en las hemerotecas, por si alguien siente el morbo y quisiera enterarse.

Un invencible verano (Diario Milenio/Opinión-26/06/12)


Llovía. Era una de esos chaparrones de verano que, sin embargo, están hechos de delgados hilos de agua. La contradicción vuelta sensación histórica: la mucha agua transformada, paradójicamente, en agua mansa. Tan suave como para confundirla con una mano que, delicada, aparta, acaso sin querer, una cortina. El pasado. El futuro. Suelo relacionar esa forma de llover con la Ciudad de México. Para ser más precisos: en mi diccionario personal, esa lluvia es (nótese las itálicas) el verano de la Ciudad de México. Imposible pronunciar la palabra verano sin recordar a Camus: “En lo más profundo del invierno, finalmente aprendí que dentro de mí se encuentra un invencible verano”.

Eran otros años, en efecto. Salíamos entonces, furibundos y tiernísimos, a conquistar las calles. Había pancartas y manifiestos de muchos puntos y las manos, que puestas en lo alto, parecían sostener de alguna manera voraz el cielo. Peleábamos contra lo que había: un país hecho pedazos. Éramos los hijos de los hijos de un príismo cínico, vergonzante, paralizado por su propia corrupción. Mientras los políticos se tragaban el país, dispendiando entre ellos la riqueza originada por el hallazgo de petróleo, nuestros padres veían disminuir en dos su poder adquisitivo, el magro monto de sus ahorros, sus libertades cívicas. En el país en que yo viví mi adolescencia, no preguntábamos cuándo iba a morir Fidel Velázquez, el anciano líder de un sindicato de trabajadores vendido desde siempre al gobierno, sino si algún día iba a morir. Así de aplastante se presentaba a sí misma la verticalidad del régimen. Los que lográbamos graduarnos de la universidad —haciendo copias porque no nos alcanzaba para comprar libros, bebiendo licor barato, comiendo lo que encontrábamos a nuestro paso— caminábamos cabizbajos, con las manos en los bolsillos, sabiendo que nos esperaba lo peor: años y más años en el desempleo o, incluso peor, años y más años, tal vez toda una vida entera, en el subempleo de la burocracia o el comercio. Eran años aciagos. Lo que aprendimos en marzo de 1994, cuando como lo retrata de manera magistral la película Colosio, el candidato presidencial fue asesinado en Tijuana, no fue otra cosa sino el tamaño de nuestra ingenuidad: poco sabíamos de lo que eran capaces. Nos vimos a los ojos, eso lo recuerdo bien. Despidiéndonos. El futuro, que cerraba sus fauces alrededor de nuestros cuerpos, apretaba un poco más. A los que creíamos que habíamos tocado fondo con el dispendio y el saqueo de la nación comandado por López Portillo, todavía nos faltaba el salinismo y, luego, su forma de existencia más extrema y violenta: el calderonismo.

Salí del país, como tantos otros, empujada por las crisis económicas que organizó desde el poder el PRI. A ese partido, a sus sucesivos gobiernos que vivieron de una riqueza que nos arrebataron a todos los demás, le debo mis muchos años de vivir en las afueras. Crecí, en efecto. Me hice, de manera siempre precaria y tentativa, de una cierta estrategia de estar en tránsito entre mis dos casas. Y aunque existan razones de más peso político y estructural para no votar por el PRI la semana que viene, mi razón personal es y será siempre ésa: nunca votaría por la camarilla en el poder que me arrebató mi casa.

De la misma manera, también por razones que siendo como son profundamente personales no dejan de ser del todo sociales, no podría votar con la conciencia tranquila por el partido que, suplantando la lógica del cuidado por la lógica de la ganancia, ha propiciado la muerte de 60 mil, y acaso muchos más, de mis compatriotas. Los candidatos del PAN pueden intentar tapar el sol con un dedo, evitando mencionar el tema del que más discutimos los que participamos de la vida cotidiana de un país vuelto pura sangre y saña, pero más de uno de ellos, más de uno de esos 60 mil o más muertos, ha sido o fue el primo de alguien, el tío del cuñado de mi amigo, el hijo de la vecina que he visto caminar cabizbaja y sola, triste como una planta. Yo no los olvido. Yo no podría dormir tranquila sabiendo que mi voto puede avalar el régimen que ha puesto de luto mi calle, mi colonia, mi ciudad. Yo no podría darle mi voto a quien me ha roto, una y otra vez, 60 mil veces y más, el corazón.

El verano, lo decía al inicio, para mí siempre ha sido y será el verano de la Ciudad de México. La lluvia. Los paraguas. Los abrigos. A ese verano regreso siempre, durante los meses de verano, cuando digo que regreso a mi país. Acaso fue por eso que fue aquí, por azar o por destino, a saber, que los volví a ver. Eran los furibundos que tomaban las pantallas y las calles. Sus cuerpos, envueltos por un futuro sin mordaza, alzaban las manos de una manera que reconocí. Eran los #Yosoy132, pero eran también otros y más. Su confianza en un futuro donde cabemos todos me resultó contagiosa. No había sentido nada parecido a la esperanza desde que la guerra calderonista me arrebató la paz. Mi voto, que será por el PRD, será en realidad por ese futuro y por ese verano que, con todo y todo y a pesar de todo, sigue entero e invencible. Sigue aquí.