Llovía. Era una de esos
chaparrones de verano que, sin embargo, están hechos de delgados hilos de agua.
La contradicción vuelta sensación histórica: la mucha agua transformada,
paradójicamente, en agua mansa. Tan suave como para confundirla con una mano que,
delicada, aparta, acaso sin querer, una cortina. El pasado. El futuro. Suelo
relacionar esa forma de llover con la Ciudad de México. Para ser más precisos:
en mi diccionario personal, esa lluvia es (nótese las itálicas) el verano de la
Ciudad de México. Imposible pronunciar la palabra verano sin recordar a Camus:
“En lo más profundo del invierno, finalmente aprendí que dentro de mí se
encuentra un invencible verano”.
Eran otros años, en efecto.
Salíamos entonces, furibundos y tiernísimos, a conquistar las calles. Había
pancartas y manifiestos de muchos puntos y las manos, que puestas en lo alto,
parecían sostener de alguna manera voraz el cielo. Peleábamos contra lo que
había: un país hecho pedazos. Éramos los hijos de los hijos de un príismo
cínico, vergonzante, paralizado por su propia corrupción. Mientras los
políticos se tragaban el país, dispendiando entre ellos la riqueza originada
por el hallazgo de petróleo, nuestros padres veían disminuir en dos su poder
adquisitivo, el magro monto de sus ahorros, sus libertades cívicas. En el país
en que yo viví mi adolescencia, no preguntábamos cuándo iba a morir Fidel
Velázquez, el anciano líder de un sindicato de trabajadores vendido desde
siempre al gobierno, sino si algún día iba a morir. Así de aplastante se
presentaba a sí misma la verticalidad del régimen. Los que lográbamos
graduarnos de la universidad —haciendo copias porque no nos alcanzaba para
comprar libros, bebiendo licor barato, comiendo lo que encontrábamos a nuestro
paso— caminábamos cabizbajos, con las manos en los bolsillos, sabiendo que nos
esperaba lo peor: años y más años en el desempleo o, incluso peor, años y más
años, tal vez toda una vida entera, en el subempleo de la burocracia o el
comercio. Eran años aciagos. Lo que aprendimos en marzo de 1994, cuando como lo
retrata de manera magistral la película Colosio, el candidato presidencial fue
asesinado en Tijuana, no fue otra cosa sino el tamaño de nuestra ingenuidad:
poco sabíamos de lo que eran capaces. Nos vimos a los ojos, eso lo recuerdo
bien. Despidiéndonos. El futuro, que cerraba sus fauces alrededor de nuestros
cuerpos, apretaba un poco más. A los que creíamos que habíamos tocado fondo con
el dispendio y el saqueo de la nación comandado por López Portillo, todavía nos
faltaba el salinismo y, luego, su forma de existencia más extrema y violenta:
el calderonismo.
Salí del país, como tantos otros,
empujada por las crisis económicas que organizó desde el poder el PRI. A ese
partido, a sus sucesivos gobiernos que vivieron de una riqueza que nos
arrebataron a todos los demás, le debo mis muchos años de vivir en las afueras.
Crecí, en efecto. Me hice, de manera siempre precaria y tentativa, de una
cierta estrategia de estar en tránsito entre mis dos casas. Y aunque existan
razones de más peso político y estructural para no votar por el PRI la semana
que viene, mi razón personal es y será siempre ésa: nunca votaría por la
camarilla en el poder que me arrebató mi casa.
De la misma manera, también por
razones que siendo como son profundamente personales no dejan de ser del todo
sociales, no podría votar con la conciencia tranquila por el partido que,
suplantando la lógica del cuidado por la lógica de la ganancia, ha propiciado
la muerte de 60 mil, y acaso muchos más, de mis compatriotas. Los candidatos
del PAN pueden intentar tapar el sol con un dedo, evitando mencionar el tema
del que más discutimos los que participamos de la vida cotidiana de un país
vuelto pura sangre y saña, pero más de uno de ellos, más de uno de esos 60 mil
o más muertos, ha sido o fue el primo de alguien, el tío del cuñado de mi
amigo, el hijo de la vecina que he visto caminar cabizbaja y sola, triste como
una planta. Yo no los olvido. Yo no podría dormir tranquila sabiendo que mi
voto puede avalar el régimen que ha puesto de luto mi calle, mi colonia, mi
ciudad. Yo no podría darle mi voto a quien me ha roto, una y otra vez, 60 mil
veces y más, el corazón.
El verano, lo decía al inicio,
para mí siempre ha sido y será el verano de la Ciudad de México. La lluvia. Los
paraguas. Los abrigos. A ese verano regreso siempre, durante los meses de
verano, cuando digo que regreso a mi país. Acaso fue por eso que fue aquí, por
azar o por destino, a saber, que los volví a ver. Eran los furibundos que
tomaban las pantallas y las calles. Sus cuerpos, envueltos por un futuro sin
mordaza, alzaban las manos de una manera que reconocí. Eran los #Yosoy132, pero
eran también otros y más. Su confianza en un futuro donde cabemos todos me
resultó contagiosa. No había sentido nada parecido a la esperanza desde que la
guerra calderonista me arrebató la paz. Mi voto, que será por el PRD, será en
realidad por ese futuro y por ese verano que, con todo y todo y a pesar de todo,
sigue entero e invencible. Sigue aquí.
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