jueves, julio 05, 2012

Un invencible verano (Diario Milenio/Opinión-26/06/12)


Llovía. Era una de esos chaparrones de verano que, sin embargo, están hechos de delgados hilos de agua. La contradicción vuelta sensación histórica: la mucha agua transformada, paradójicamente, en agua mansa. Tan suave como para confundirla con una mano que, delicada, aparta, acaso sin querer, una cortina. El pasado. El futuro. Suelo relacionar esa forma de llover con la Ciudad de México. Para ser más precisos: en mi diccionario personal, esa lluvia es (nótese las itálicas) el verano de la Ciudad de México. Imposible pronunciar la palabra verano sin recordar a Camus: “En lo más profundo del invierno, finalmente aprendí que dentro de mí se encuentra un invencible verano”.

Eran otros años, en efecto. Salíamos entonces, furibundos y tiernísimos, a conquistar las calles. Había pancartas y manifiestos de muchos puntos y las manos, que puestas en lo alto, parecían sostener de alguna manera voraz el cielo. Peleábamos contra lo que había: un país hecho pedazos. Éramos los hijos de los hijos de un príismo cínico, vergonzante, paralizado por su propia corrupción. Mientras los políticos se tragaban el país, dispendiando entre ellos la riqueza originada por el hallazgo de petróleo, nuestros padres veían disminuir en dos su poder adquisitivo, el magro monto de sus ahorros, sus libertades cívicas. En el país en que yo viví mi adolescencia, no preguntábamos cuándo iba a morir Fidel Velázquez, el anciano líder de un sindicato de trabajadores vendido desde siempre al gobierno, sino si algún día iba a morir. Así de aplastante se presentaba a sí misma la verticalidad del régimen. Los que lográbamos graduarnos de la universidad —haciendo copias porque no nos alcanzaba para comprar libros, bebiendo licor barato, comiendo lo que encontrábamos a nuestro paso— caminábamos cabizbajos, con las manos en los bolsillos, sabiendo que nos esperaba lo peor: años y más años en el desempleo o, incluso peor, años y más años, tal vez toda una vida entera, en el subempleo de la burocracia o el comercio. Eran años aciagos. Lo que aprendimos en marzo de 1994, cuando como lo retrata de manera magistral la película Colosio, el candidato presidencial fue asesinado en Tijuana, no fue otra cosa sino el tamaño de nuestra ingenuidad: poco sabíamos de lo que eran capaces. Nos vimos a los ojos, eso lo recuerdo bien. Despidiéndonos. El futuro, que cerraba sus fauces alrededor de nuestros cuerpos, apretaba un poco más. A los que creíamos que habíamos tocado fondo con el dispendio y el saqueo de la nación comandado por López Portillo, todavía nos faltaba el salinismo y, luego, su forma de existencia más extrema y violenta: el calderonismo.

Salí del país, como tantos otros, empujada por las crisis económicas que organizó desde el poder el PRI. A ese partido, a sus sucesivos gobiernos que vivieron de una riqueza que nos arrebataron a todos los demás, le debo mis muchos años de vivir en las afueras. Crecí, en efecto. Me hice, de manera siempre precaria y tentativa, de una cierta estrategia de estar en tránsito entre mis dos casas. Y aunque existan razones de más peso político y estructural para no votar por el PRI la semana que viene, mi razón personal es y será siempre ésa: nunca votaría por la camarilla en el poder que me arrebató mi casa.

De la misma manera, también por razones que siendo como son profundamente personales no dejan de ser del todo sociales, no podría votar con la conciencia tranquila por el partido que, suplantando la lógica del cuidado por la lógica de la ganancia, ha propiciado la muerte de 60 mil, y acaso muchos más, de mis compatriotas. Los candidatos del PAN pueden intentar tapar el sol con un dedo, evitando mencionar el tema del que más discutimos los que participamos de la vida cotidiana de un país vuelto pura sangre y saña, pero más de uno de ellos, más de uno de esos 60 mil o más muertos, ha sido o fue el primo de alguien, el tío del cuñado de mi amigo, el hijo de la vecina que he visto caminar cabizbaja y sola, triste como una planta. Yo no los olvido. Yo no podría dormir tranquila sabiendo que mi voto puede avalar el régimen que ha puesto de luto mi calle, mi colonia, mi ciudad. Yo no podría darle mi voto a quien me ha roto, una y otra vez, 60 mil veces y más, el corazón.

El verano, lo decía al inicio, para mí siempre ha sido y será el verano de la Ciudad de México. La lluvia. Los paraguas. Los abrigos. A ese verano regreso siempre, durante los meses de verano, cuando digo que regreso a mi país. Acaso fue por eso que fue aquí, por azar o por destino, a saber, que los volví a ver. Eran los furibundos que tomaban las pantallas y las calles. Sus cuerpos, envueltos por un futuro sin mordaza, alzaban las manos de una manera que reconocí. Eran los #Yosoy132, pero eran también otros y más. Su confianza en un futuro donde cabemos todos me resultó contagiosa. No había sentido nada parecido a la esperanza desde que la guerra calderonista me arrebató la paz. Mi voto, que será por el PRD, será en realidad por ese futuro y por ese verano que, con todo y todo y a pesar de todo, sigue entero e invencible. Sigue aquí.

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