martes, diciembre 08, 2009

Ratanakkiri-(Milenio/Opinión 08/12/09)

Un poco antes de emprender el viaje que me traería a Guadalajara leí en las noticias que la mujer que había sido encontrada no mucho tiempo atrás en la selva de Ratanakkiri, a unos 600 kilómetros de la capital de Cambodia, se había puesto tan mal que fue necesario llevarla a un hospital. Uno de sus familiares, su padre si no recuerdo mal, informó que la Selvática “se negó a comer arroz durante un mes. Se ha quedado muy delgada. Aún no es capaz de hablar. Actúa como si fuera un mono. La última noche se quitó su ropa y trató de escapar por la ventana del baño”. Una de las fotografías que encontré en el ciberespacio me lo explicó todo: con la mano derecha alrededor de un poste de madera y la mirada perdida en un horizonte que se presiente lejano, la mujer de la selva añoraba.
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La Selvática había vivido una parte importante de su vida alejada de la civilización, a la intemperie. En efecto, entre los 10 y los 28 años, la mujer había vivido en Ratanakkiri.
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Ratanakkiri es otro de los nombres de la escritura.
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Porque se escribe así: en la intemperie. Porque si no es desde la intemperie no valdría la pena escribir nada. En el punto más frágil, en el más débil, desde el cual no es posible ni defender ni apegarse a nada. Se escribe para descubrir, eso se sabe. Para intentar descubrir, en todo caso, lo que se escribe. La imagen sigue siendo la misma (esto lo dije hace un par de años aquí mismo, en la FIL) (y se lo dije después a ese muchacho extranjero que me preguntaba de manera desesperada, que es como se preguntan estas cosas, sobre qué era en verdad escribir): “Uno está sobre un trampolín, mirando con fascinación hacia la alberca. La alberca es de color azul. Uno salta dos o tres veces sobre el trampolín, tres cuatro, cavilando. Luego, en el momento menos pensado (y esto es literal) uno cierra los ojos y se eleva en el aire aún sabiendo (o quizá precisamente por saber) que la alberca está vacía. El trampolín es el lenguaje. El color azul es el lenguaje. El aire que me sostiene efímeramente es el lenguaje. Todo lo es. Entonces uno se sabe protegido. Entonces uno cae.”
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Es en verdad un honor recibir de nueva cuenta un premio que responde al nombre de Sor Juana: la interdisciplinaria. La docta; la relajienta. Recibir un premio establecido desde 1993 para honrar libros escritos por mujeres me resulta particularmente importante ahora por dos circunstancias específicas. La primera es que La muerte me da, el libro por el que lo recibo esta vez, es en realidad toda una provocación. Raro, inusual, malcomportado. Independientemente de que lo escribí yo, me da gusto que el jurado de este premio haya decidido apostar por un libro que voluntaria y desparpajadamente se desmarca. Si de algo sirve, que sirva entonces para decir que no hay una literatura escrita por mujeres, sino muchas literaturas, todas distintas. Que sirva para decir, si estás frente a la pared, más vale que encuentres una puerta. La puerta es el nombre del riesgo. Si no existe, vuelve la vista hacia la ventana. Si no existe, invéntala. Que sirva para decir: tienes el lenguaje, la herramienta. Pico y pala. Derríbalo todo. Quiere bien todo eso y derríbalo después. Es más importante estar afuera. Ratanakkiri es tu nombre. Ratanikkiri es tu estrella.
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La segunda circunstancia por la que este premio es doblemente apreciado (por mí, eso se entiende) es porque, felizmente, el contexto en que se produce incluye a muchas y variadas escritoras a las que leo con gusto y con regularidad y con admiración. Les cuento. Quiero leer ya los nuevos cuentos, todos ellos, de Rosa Beltrán. Los cuentos que ha escrito, como me ha dicho ya, con su mano izquierda. Me gustaría enterarme de que Paloma Villegas, otra ganadora de este premio, publica más (y digo pública, porque estoy segura de que escribe mucho). Bienvenida siempre la nueva novela de Mónica Lavín o de Ana Clavel. Hace poco decía que quería ver ya el próximo libro de Socorro Vanegas, y apenas ayer o antier la autora me hizo el favor de hacérmelo llegar aquí en la FIL. La noche será negra y blanca. Sigo con enorme placer los trabajos de Guadalupe Nettel, Brenda Lozano, Daniela Tarazona. Me muero de ganas por ver ya el nuevo libro de la poeta tamaulipeca Sara Uribe (le dicen, esto se los aviso, Rara Uribe). Admiro con pasión el trabajo que Carla Faesler y Rocio Cerón y Mónica Nepote han hecho ya por años en Motín Poeta —un colectivo de actividades interdisciplinarias que pone en cuestión la noción de autor y autoridad basada en la primera persona del singular. Quiero cada uno de los violentos, cálidos, indispensables libros de Norma Lazo. Me encanta la noción de riesgo que anima el trabajo editorial de Vivian Abenshushan. He leído con gozo y dolor los cuentos de Claudia Guillén. ¿Para cuándo el nuevo libro Mayra Luna? Y ya quiero tener entre mis manos la novela gráfica que prepara Amaranta Caballero, la monera tijuanera que me divierte el día con Mojicat, Falo Falaz, la Lira que Delira y Chayo, el Nocturno. Por cierto, ¿alguien le puede decir a Patricia Laurent Kullick que ya estamos listos para su próximo libro? Y, finalmente, espero con ansias locas todos los trabajos de Susana M. C. García Iglesias, la barwoman que rescata perros callejeros en el centro de la ciudad más grande del mundo que, entre otras cosas, se convirtió en la ganadora del primer Premio Aura Estrada. Hay más, de eso estoy segura. Y habrá todavía más. Y a veces, con un poco de suerte, lograremos ver a las Selváticas cuando, aunque sea por unos días, dejen su intemperie atrás para visitar las calles de la ciudad.
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Que sirva pues este Sor Juana para decir: hay que leer los buenos libros que se publican hoy en México, independientemente de si son libros escritos por hombres o por mujeres. Que sirva, si ha de servir, para invocar el espíritu crítico de una monja irreverente sobre el cielo que protege la escritura de Las Selváticas.

lunes, diciembre 07, 2009

Palabras y secuaces (Milenio/Opinión 07/12/09)

¿Servicial o arrogante?
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¿Escribe usted para sus lectores?, resuena la pregunta, y ya el escritor sabe que no existe respuesta segura. Cuesta trabajo creer en una página escrita y publicada completamente a espaldas del público lector: probablemente un acto de arrogancia y umblilicentrismo, amén de una contradicción intrínseca. Provoca desconfianza, por otra parte, una novela escrita previendo la opinión de los lectores, y muy probablemente buscando su favor: mera literatura clientelar. Ahora bien, habría que ver cuál de las dos posturas encierra una más alta petulancia, si al fin el narrador servicial comete ya de entrada el pecado mortal de tomar al lector por zopenco. Nadie que se respete se propone escribir para bobos y rústicos, menos aún cumplir con sus expectativas. ¿Quién querría jugar al ajedrez solo, o con un principiante que no sabe ni mover los caballos? Escribir es un juego de jaques y enroques donde al lector jamás se le derrota y no queda más triunfo que el de salir vivo.
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Los lectores son siempre el gran misterio. Mentiría si dijera que jamás he pensado en provocarlos, incomodarlos o sacarles alguna carcajada, pero lo cierto es que no alcanzo a verlos, aun a sabiendas de que están ahí. De ahí que al escribir prefiera uno representarlos en su propia persona, que también es lector y le fascina ser puesto en jaque a fuerza de palabras chocarreras. Escribimos, a veces, aquello que quisiéramos leer, no porque ya lo hayamos leído todo sino porque nos urgen las respuestas a preguntas que no sabemos formular. Cosas que se le escapan al análisis frío de las obsesiones y de pronto son sólo descifrables mediante la inmersión incondicional en la pileta de las tentaciones.
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Leer siempre es mejor cuando se hace por causa de una tentación, pero ésta sólo será satisfecha si quien ha escrito el texto lo hizo porque tampoco supo resistirse. No siempre va uno y compra cierto libro para llegar a casa y sentarse a leerlo, si buena parte de ellos se queda en el estante para engrosar la fila de las tentaciones. Se escribe, cómo no, para tentar. Por eso un buen estante no es el mejor surtido, sino el más tentador.
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Deleitosos delitos
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Rosa Montero fue quien tuvo la idea, siete años atrás en la FIL de Guadalajara, de que fueran precisamente los lectores quienes presentaran el libro de un autor. Hace unos pocos días, luego de una sesión conmovedora en la que literalmente no se cansó de escuchar las preguntas de sus lectores, José Emilio Pacheco insistía en llevárselos a otra parte donde fuera posible continuar con la charla. Pues los lectores son el gran fantasma: no solamente tienen miles de rostros, y por tanto ninguno que los represente, sino que saben siempre demasiado, o en todo caso inmensamente más de lo que quien escribe sabrá jamás de ellos. No en balde han asistido a las zonas más íntimas del autor, quien con algún candor llegó a pensarse a salvo tras la coartada de la ficción, tras lo cual son capaces de establecer conexiones e hipótesis inflamables.
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Cierto: uno se lo busca. ¿Quién que haya hecho una carta, un poema, un trozo de ficción, no ha albergado siquiera en una línea el impulso secreto de tatemarse, e inclusive de darse El Gran Quemón? Una vez cometido el flagrante atentado contra la realidad, ¿cómo no interesarse hasta el punto del sarpullido emocional por el probable efecto de la fechoría? ¿Qué tanto me he quemado, cómo, dónde?, se pregunta uno luego de mirarse exhibido por sus propios engendros y estropicios, pero al fin ya decía Neil Young que mejor chamuscado que oxidado. No es fácil dar la cara por el propio trabajo, menos si uno lo entiende como fechoría, pero el juego reserva ciertas dosis secretas de deleite para quien se aventura a la chamusquina sin otra protección que su sed de artificio. O, si se quiere, su hambre de impostura. No puede uno prever hasta dónde sabrá llegar el próximo lector, pero en el fondo espera que se cuele a los últimos recovecos, no como un detective sino en papel de cómplice; o que al menos en un punto del texto se trasluzca que fuimos compañeros de fuga.
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Fin de festín
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Regresar de la FIL es como terminar de leer una buena novela. Hay un hoyo en el centro de las horas o días que siguen al enorme festín. Se está a disgusto en la normalidad, luego de haber probado lo extraordinario. Y todavía más que eso, lo impredecible. Nunca, en lugar alguno, he visto o concebido semejante parque temático dedicado a los libros y sus devoradores. La gente se aglomera en los eventos y corre de uno a otro como un niño entre el Pulpo y la Montaña Rusa veinte minutos antes del cierre del parque. No es raro que a menudo las ponencias resulten salpicadas de gracias y desmesuras infrecuentes en otros foros, visto el estado de ánimo imperante, allí donde por una vez la generosidad y el apetito resultan una y la misma cosa.
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Me precio de haber sido, en otros años, un cazador de autógrafos de pesadilla. No puedo, pues, por menos de mirar las filas de la FIL con una suerte de simpatía secuaz. Y he aquí que una mañana, la semana pasada, de visita en una escuela Vocacional, a una alumna avispada —lectora implacable— se le ocurrió lanzarme una bola de fuego en forma de pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que pediste un autógrafo, y a quién? Luego de un titubeo balbuceante, hube de confesarle que pasó hace tres meses: en una pelota el de Rafa Nadal y en un gafete el de Roger Federer. No me iba a ir sin ellos, le expliqué, y ya muy tarde pensé en abundar: a mi modo, soy un lector asiduo del juego de quienes considero los mejores tenistas de la historia. Unas horas más tarde, me topo con David Toscana, que no tarda en mostrarme su libro recién dedicado por la pluma de Orhan Pamuk. Lo dicho: nadie sabe para quién trabaja, pero al cabo quién dijo que éste era un trabajo. Ningún trabajo envicia con la fuerza de un juego. Ni esclaviza, ni colma, ni recompensa, todo a un tiempo. Los lectores lo saben: por eso están ahí.