jueves, septiembre 10, 2009

Patologías y personalidades

Diario Milenio-Puebla (10/09/09)
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El caso es para proponerse un estudio completo, como lo hizo Vicente Leñero en Asesinato, el móvil novelado de la atroz muerte de la familia Flores Muñoz a manos del propio nieto (entonces todo muy confuso) Gilberto Flores Alavez, ocurrido el 6 de octubre de 1978. El abuelo, Gilberto Flores Muñoz, había sido secretario de Agricultura en el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines y gobernador de Nayarit. Aspiraba a la presidencia de la República pero todo quedó en López Mateos. Su esposa, la escritora Asunción Izquierdo, amaneció muerta a machetazos en su residencia de Las Lomas de Chapultepec. El verdadero motivo siempre quedó en la oscuridad y el principal sospechoso, Gilberto Flores Alavez, ya está en libertad, creo. La obsesión lleva al crimen. Según narra Leñero en su libro, el nieto de los Flores Izquierdo estaba lleno de rencor por el poder que el abuelo había tenido. Se sentía abandonado y a veces deprimido.
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Ahora que he visto en los noticieros el caso del asesinato de José Fuentes Esperón, candidato a la diputación local de Tabasco por el PRI y de su familia completa, he quedado horrorizado ante la sangre fría con la que los homicidas hablan del hecho, como si nada los turbara. Y sigo aún más horrorizado sabiendo que el autor intelectual es un muchachito de 16 años apenas, Marcos (así se refieren a él), quien estaba obsesionado por la atracción que en él despertaba Lilián Argüelles, la esposa del candidato.
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De acuerdo a las investigaciones realizadas por la policía de Tabasco, participaron del crimen el vigilante del Fraccionamiento Tucanes de nombre Ricardo Hernández, Julio César Moreno García (a) “el Loco” y otro más que hasta ahora se encuentra prófugo.
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En Milenio del pasado 8 de septiembre se reproduce parte del interrogatorio. Sobresale la frialdad de las respuestas. Aquí sólo una pequeña parte: “Nuestra intención nunca fue matarlos, pero todo se salió de control,” dijo Ricardo Hernández para continuar: “el hijo más grande, Pepito, empezó a gritar. Lo encintamos, pero nunca le hicimos daño ni lo matamos (sic). El niño Fernando estaba con sus papás y ya fue entonces que tuve que dispararles”.
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Se sabe, a confesión de parte, que ellos ultrajaron a la esposa del candidato cuando ya había muerto de un tiro en la espalda. “el joven Marcos abusó sexualmente de ella. Yo también lo hice, pero me dio asco porque estaba llena de sangre y vomité en ese momento”, expresó el vigilante Ricardo Hernández. Lo que aún me cuesta trabajo entender es por qué, de acuerdo a la información que se ha dado, la familia de José Fuentes Esperón confiaba en ellos, tanto que conocían cada uno de sus movimientos. Inadmisible. Un caso para indagar profundamente.

miércoles, septiembre 09, 2009

"La mentira: certeza absoluta"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 09/09/09)

Querido lector, ¿alguna vez ha sentido que su vida está siendo escrita por alguien más? “Verloso. El artista de la mentira” (Mondadori, 2009), la reciente novela de Felipe Soto Viterbo gira en torno a esta premisa, otorgándole al lector una certeza absoluta: la vida y cada momento de ella es una mentira.
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Franco Verloso, protagonista de la novela, atrapa e identifica de forma de forma inmediata al lector, pues su vida es cotidiana y sencilla, como la de cualquier ciudadano de a pie. Sale de parranda con sus amigos con quienes inventa un estilo de vivir la vida, se enamora de la mujer equivocada y se siente un extraño más dentro de la ciudad que le otorga por entero el anonimato: el Distrito Federal. E inclusive es un personaje que sufre del desempleo, pero si esto no bastará para convertir a Verloso como todo escritor frustrado, y además desempleado, es un personaje romántico que no deja de soñar con el éxito literario. Un día su suerte cambia: gana un premio al escribir una obra de teatro basada en la vida de amistades. Ese reconocimiento le da la oportunidad de ser recomendado por uno de sus mejores amigos para trabajar en una empresa cinematográfica, para la cual realizará una serie de guiones y a cambio ganará sumas de dinero inimaginables. Todo transcurre con absoluta normalidad hasta que Verloso nota el símil de sus historias con la vida real.
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Con un estilo sencillo para su lectura, Soto Viterbo entrega una excelente novela que dejará al lector con un buen sabor de boca y con más preguntas que respuestas, objetivo que toda novela debe perseguir. Al final de la novela el lector se encontrará con una vuelta de tuerca sorprendente que, inclusive, podría hacerle cambiar su perspectiva ante ella.
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Como toda buena novela, “Verloso” dejará una sensación distinta a cada lector, personalmente me ha dejado la impresión de haber visto una radiografía de la realidad mexicana, y es que a pesar de estar ubicada alrededor de 1994, todo lo escrito puede aplicarse en pleno 2009. “Verloso” es una novela plasmada de frases tremendas que se impregnan en la mente como verdades punzantes.
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Felipe Soto Viterbo además de ser novelista es editor de la revista Chilango, se le puede leer en: http://pordefinir.wordpress.com
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Diván deportivo
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Sin duda el Puebla es mi equipo de corazón y a las Chivas les tengo un aprecio sentimental, pero el domingo fue lamentable ver cómo las Chivas se beneficiaron atrozmente de un arbitraje dudoso, sospechoso. Es claro que la libertad de expresión está prohibida en el fútbol, porque aparte de sancionar económicamente, también se desquitan en la cancha. ¡Qué pena por las Chivas, pues no necesitan de tales marrullerías!
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A pesar de todo, verán como el Puebla volverá a hacer una campaña tan buena como la anterior. ¡Ánimo Franja y mucho Chelis!

Dos muchachas sin nombre

Diario Milenio-México (09/09/09)
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Escuché el correr del agua mientras introducía la llave en el cerrojo de la puerta. Pensé que la encontraría donde, en efecto, estaba: dentro del minúsculo cuarto de baño con las manos inmóviles bajo el chorro del agua. Veía algo que yo no alcanzaba a ver a través de la ventana. Veía eso con insistencia. Sólo se dio cuenta de que estaba ahí cuando cerré la llave y coloqué a toda prisa la toalla seca sobre sus manos rojas y tibias.
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—Mira lo que has hecho —murmuré, tratando de regañarla—. Parecen pollos recién desplumados —le sonreí al final, acariciándolas. Ella me miró con sus ojos vacíos. Luego parpadeó e, inclinando la cabeza, miró sus manos. Elevó la derecha hasta la altura de sus ojos, rotándola para apreciarla mejor.
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—Las manos —dijo—. Les cortaron las manos.

—Sí —le contesté mientras la empujaba suavemente hacia su recámara. Después de apagar el aparato de la televisión, la ayudé a sentarse sobre la cama para quitarle su ropa de día, un pantalón holgado y una camiseta de algodón, y ponerle el camisón de franela con el que dormía. Ella me pidió a señas el cepillo que descansaba sobre la cómoda y, apenas lo recibió, se dedicó a pasarlo por su largo cabello gris. Parecía absorta una vez más. El cepillo se deslizaba sin dificultad desde las raíces hasta las puntas y, luego, lo hacía una vez más.
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—Esta vez también les cortaron las piernas —murmuró, viéndome de súbito.
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—Sí —le contesté—. Lo vi en los noticieros. Tendremos que poner más atención -concluí, dándole un par de palmadas en la espalda e invitándola a tomar un par de píldoras. Luego fui a la diminuta cocina y puse agua a hervir. El tiempo pasa de maneras extrañas. Cuando la tetera emitió el sonido tan agudo, ese sonido que siempre me ha parecido una señal de alarma, no supe en qué había pensado todo ese rato. Le preparé un té de azahar porque lo sabía entre sus favoritos.
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—Y les cortaron el cabello también —dijo como para sí misma cuando sorbió, con una calma inusitada, el primer trago. Volvió a verme y, al saberme vista, le sonreí. Nunca he sabido qué debe hacerse en esos casos. Cuando apagué la luz de la habitación la anciana ya estaba durmiendo bajo las mantas. La respiración acompasada. Las pestañas inmóviles.
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El edificio donde vivíamos era lúgubre, ciertamente, pero tenía la ventaja de estar bien ubicado. Se podía vivir ahí sin necesidad de poseer un auto. Cuando necesitaba llevarla al hospital para su consulta de rutina, era posible hacer el trayecto en transporte público. Había pequeños restaurantes llenos de cucarachas, pero de ahí podíamos encargar comida sin cargo adicional. Había lavanderías y una oficina de correos y una estación de policía. Todo eso se veía con claridad desde las ventanas de su cuarto piso. Las luces rojas. Los semáforos.
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Esa noche me senté un rato en su sillón favorito antes de dar por terminada mi visita. Observé a través de la ventana como la había visto hacerlo a ella con frecuencia. La ciudad, afuera, temblaba. Me dio esa impresión en todo caso. Coloqué las piernas sobre el otomano y recargué la cabeza sobre el cojincillo del respaldo. Las grietas del techo formaban un mapa o un bosque de árboles torcidos o una red donde habría de caer una presa. Cerré los ojos, como la anciana, y pensé que estaba acaso tan exhausta como ella. O tan perdida. ¿Es necesario, en verdad, vivir tantos años? Abrí los ojos y me persigné aún antes de incorporarme. En la oscuridad, el departamento parecía un pequeño museo de sí misma. Las fotografías. Las alfombras. Las cortinas. Las cucharas y los tenedores. Los floreros. El papel tapiz. Cada objeto había sido conservado con esmero. Prohibido tocar. La mesa. Las sillas. No pude evitar preguntarme quién se quedaría con todo eso al final. Recogí la bolsa de plástico en que llevaba una barra de pan y las rodajas de jamón con las que me prepararía un sándwich. Después de echar un último vistazo al departamento, salí y cerré la puerta con llave. Bajé las escaleras a paso lento hasta el segundo piso. ¿Cuánto mide en pasos la eternidad?
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En la televisión seguían dando los mismos noticiarios. Las muertas eran ahora dos muchachas sin nombre, como siempre. Evité ver las imágenes pero escuché desde la cocina el recuento de los hechos. La sirenas de la policía interrumpieron mis pensamientos. El agua hirviendo. Mientras untaba la mayonesa sobre el pan imaginé el cielo azul sobre sus cuerpos. La luz. La luz cuando choca contra los huesos. Las bocas abiertas. Caí sobre una silla. Vi hacia la pared. Todavía con el cuchillo en la mano derecha, inmóvil como la estatua que ya era, pensé que no habían tenido tiempo ni para sentirse cansadas. Pensé que, de haberse salvado, podrían sentarse ahora mismo y recargar las piernas sobre algo.

martes, septiembre 08, 2009

"Los alimentos terrenales"Jaime Mesa

"Los alimentos terrenales"-Alberto Ruy Sánchez

"Los alimentos terrenales"-María del Rosario García Estrada

"Los alimentos terrenales"-8avo programa: Víctor Toledo

"Los alimentos terrenales"-6to programa: Fritz Glockner

"Los alimentos terrenales"-5to programa: Vicente Herrasti

"Los alimentos terrenales"-4to programa: Frank Loveland

"Los alimentos terrenales"-3er programa: José Prats.

"Los alimentos terrenales" 1er programa Nacho Padilla

lunes, septiembre 07, 2009

Sonatina neoyorquina

Diario Milenio-México (07/09/09)
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Más acá de Times Square
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Los turistas frecuentemente se preguntan cómo es que los locales apenas si conocen las diversiones de su ciudad, más cuando éstas abundan y son famosas. ¿Cómo pueden los parisinos no frecuentar Montmartre, los romanos jamás entrar en el Coliseo, los neoyorquinos eludir Times Square? Por la misma razón, diría Borges, que en el Corán jamás aparece un camello. Voy atando estos cabos a media mañana, entre la calle 34 y la 42 de Manhattan, no porque me disponga a descubrir el hilo negro sino porque me gana una cierta alegría inexplicable. No tengo tiempo para hacer turismo, y ni siquiera un poco de shopping. Como tantos anónimos que van y vienen por las aceras de la Séptima Avenida —pícara, cochambrosa, vivísima— tengo trabajo y voy corriendo hacia allá. Si en otras ocasiones me sobró el tiempo para vagar sin rumbo y según yo sacarle jugo a la ciudad, ahora voy con premura de neoyorquino y de pronto me escucho canturrear.
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Seguramente en otra ciudad atraería la atención y hasta los pitorreos de los viandantes, pero si alguna garantía me ofrece Manhattan, ésta es que lo que yo haga a nadie le interesa. Puedo gritar, cantar o quitarme la ropa, que de seguro nadie se detendrá por ello. Puedo reír, berrear, blasfemar a placer y no seré sino un ínfima parte del paisaje. Todo lo cual me anima a seguir entonando cierta canción de los Flaming Lips que de pronto, llegando a Park Avenue, se transfigura en otra de Caetano Veloso. ¿Por qué es al fin tan raro que a la gente le dé por cantar por las calles? ¿Soy un freak si lo intento? ¿Tendría que buscar a un loquero y contárselo? Si he de dar mi opinión, es mucho más extraño el pueblerino que no cruza la puerta de su casa sin ampararse contra el qué dirán, y al cabo como dice la canción de Rita Lee: más loco está quien me lo dice y no es feliz.
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Cantar de vagabundos
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Llámenme imbécil, cursi, frívolo, ñoño, hueco, que de todas maneras seguiré canturreando. Tal es por el momento la única sabiduría a mi disposición. Tengo quince minutos para llegar al autobús que me llevará a Queens y no hay forma de que baje el volumen. Pienso que habrá decenas, centenares, miles de vagabundos y perturbados que cantarán también, no muy lejos de aquí, sin más móvil que el de sentirse vivos en una isla encantada sospechosa de ser centro del mundo. Una isla prodigiosa donde todo es posible y casi nada es digno de llamar la atención, entre otras cosas porque aquí desde siempre todo es llamativo. Además, ya lo dije, no tengo tiempo para distracciones. Ello me abre un espacio para albergar la fugaz ilusión de ser ahora y aquí un neoyorquino más. Alguien que no se ocupa de otra vida que la propia y va y viene dichosamente ensimismado, cantando nada más porque está vivo y libre y ésas son dos razones para celebrar.
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Hay gente que detesta verlo a uno contento. Suponen que sonríe nada más por joderlos, o porque es un idiota y un vacío y un bembo. Esperan que uno espere a tener un motivo de peso y substancia, como si ya la pura libertad de cantar por la calle no lo fuera de sobra, de repente. Todavía recuerdo el primer día que pude ir y venir por Nueva York. Tenía trece años y un enorme deseo de que mis padres me soltaran un rato para perseguir solo el hechizo de estas calles. Hablar con vendedores callejeros, comprarme un pretzel en alguna esquina, sentarme un rato al lado de un bueno-para-nada. Cosas simples que a un niño de trece años le suenan prodigiosas de por sí, pues ya el sólo intentarlas supone verse libre y soberano como todos sabemos que son los neoyorquinos. ¿Que es difícil la vida, y todavía más en la ciudad competitiva por excelencia? ¿Y qué esperaban, pues? ¿Que cayeran los mangos de los árboles y el alcalde les diera la bienvenida? No quiere uno ser libre para vivir fácil, si de quienes lo intentan están llenas las cárceles.
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El riesgo del idilio
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Da escalofríos pensar que hace apenas ocho años un amargo puñado de ignorantes se preparaba para llevar a cabo una matazón en las Torres Gemelas. Los pobres infelices y sus gurús no podían soportar la idea disolvente de que en una ciudad como Manhattan la gente pudiera ir cantando por las calles. O gritando, o saltando, o conversando a solas. Que uno pudiera darse al desenfreno si acaso se le hinchaba su libertina gana, sin que a nadie tuviese que importarle, ni escocerle, ni llamar su atención en modo alguno. Si otras ciudades juran garantizar los buenos ratos a sus visitantes, a Nueva York todo eso le viene guango. Joderse la existencia, o alegrársela, es la responsabilidad de cada uno. ¿Hay acaso motivo mejor para cantar?
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Como tantos amantes de Nueva York, desconfío de esas ciudades piadosas en teoría donde la vida propia es asunto de todos. ¡Ay, sí, qué generosos! ¿Esperan que me crea que me señalan porque quieren mi bien y por él se preocupan? ¿Quién me asegura que va a coincidir su concepto de bien con el mío? ¿Y si todo cuanto ellos juzgan positivo viene a ser, ya en los hechos, impositivo? Canto, pues, por las calles de Manhattan celebrando que nadie puede evitarlo, ni hay a quien le interese si entono o desentono. Y si bien no me atrevo a dudar que de aquí a diez minutos podré estar maldiciendo, o gruñendo, o chillando, porque al cabo Manhattan nunca podrá tener más corazón que el que yo le conceda porque así se me antoja, más tarde o más temprano me tocará entender que en el centro del mundo nada es gratis, ni siquiera el deleite de cantar porque sí. O, para ser sincero, porque en una mañana de recorrer las calles de Nueva York existe siempre el riesgo de enredarse de nuevo en el idilio y decirse que uno ama a esta ciudad igual que se ama todo lo entrañable. Sin razón, e inclusive contra toda razón. Sin dejar de cantar, cedo a los pueblerinos y su coro de beatas sin beat el monopolio entero del buen juicio.

Batallas de Nueva York

Diario Milenio-México (07/09/09)
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“En lo que viene no quiero pensar; mientras menos pienso, mejor juego.” Tras haberle servido con hacha a Thomas Berdych en la cancha del Grandstand, el chileno Fernando González todavía duda que consiga alcanzar los cuartos de final, donde podría enfrentar a Rafa Nadal. Sabe que ha hecho un gran juego, pero insiste en que la jugada más importante será siempre la próxima. Eso sí, se le ve muy sonriente. Tranquilo. Satisfecho. Como se está después de una victoria en tres sets, a menos que uno sea Federer o Nadal y tenga que enfrentar expectativas siempre demasiado grandes.
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¿Será por eso que el Matador llegó a la conferencia con los nervios de punta, tras encargarse no sin ciertos trabajos de borrar en tres sets a un Nicolás Almagro más errático que él? En todo caso, nada más que uno entre los jugadores aún vivos —Gael Monfils, verdugo fresco de José Acasuso— ha logrado salvarse de ceder algún set. Hay tanta cancha para especular que de cualquiera puede decirse que está débil o fuerte. “No quiero hablar del tema de las lesiones”, puntualiza Nadal, que ya en el tercer set ha hecho una pausa médica por molestias presuntamente abdominales, “no sé si estoy al cien, al cuarenta o al ciento diez por ciento; hay torneos que uno empieza muy mal y termina ganándolos, y otros en que sucede lo contrario; sólo sé que pasado mañana voy a estar en la cancha y espero darlo todo”.
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Todo es lo que ha entregado Venus Williams. Tras perder los seis juegos del primer set, le ha ganado a la belga Kim Clijsters siete al hilo, y al poco rato ha perdido el servicio para ya nunca más recuperarlo. Uno de esos partidos tan extraños que terminan por ser espectaculares, si luego de dos sets sin pies ni cabeza cualquier expectativa parece ya ridícula. Más todavía cuando se juega ya la cuarta ronda y hay demasiados grandes nombres afuera.
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Si anteayer aún flotaba la pregunta de cómo habría jugado Jelena Jankovic de no haberse enterado, horas antes, de la muerte de su abuela materna, hoy persiste la duda en torno a Dinara Safina, cuyo partido del sábado en la noche fue cambiado del estadio Arthur Ashe al Louis Armstrong por consideraciones entre torpes, mezquinas y quizá, gulp, sexistas. “Soy la número uno del mundo”, se ha quejado la rusa, “y a última hora me han dicho que me van a sacar de la cancha central para dar prioridad al juego entre James Blake y Tommy Robredo, sólo porque era un tres de cinco sets”. ¿Cómo saber qué tanto pudo pesar tamaño ninguneo sobre su desempeño desigual ante Petra Kvitova?
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Una vez agotada la primera semana del torneo, los duelos resultantes ganan gravedad. La tensión se condensa, la incertidumbre crece, en cada uno de los tres estadios se escenifican dramas tan intensos como la zacapela entre Vera Zvonareva y Flavia Penetta, que en la última orilla del segundo set, tras una joya de muerte súbita, resucitó para robarse el partido con números apenas creíbles: 3-6, 7-6(6), 6-0.
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Si el sábado fue el día de las grandes batallas, el domingo lo ha sido de los hondos dolores. Gilles Simon y José Acasuso se han retirado heridos con el partido a medio perder; Nadal y Almagro recibieron atención médica simultánea; Flavia Penetta debió hacer lo propio justo antes de asestarle el 6-0 final a Zvonareva, que con seguridad tardará un rato largo en recobrarse del sonoro golpazo. Puede olvidarse pronto el mal trago de una eliminación, siempre que esto no pase en un Grand Slam. Y pasa que el dolor se ha despachado con cucharón sopero.
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No es muy difícil arriesgar pronósticos para el partido Federer-Robredo, pero lo demás luce digno de pandemónium. Djokovic-Stepanek, Wozniacki-Kuznetzova, Oudin-Petrova, Soderling-Davydenko, Isner-Verdasco, Dulko-Bondarenko. Y eso es sólo una parte del octavo día, ya que para el siguiente se esperan otras tundas no menos peliagudas.
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Hace algo más de un año, a la mitad de Wimbledon 2008, el legendario comentarista Bud Collins jugaba con la idea de dos jugadores —Federer y Nadal— y ciento veintiséis invitados de función más o menos decorativa. Ya no parece el caso, por suerte para el tenis, aun si somos legión los que prendemos velas por ver la primera final americana entre los dos rivales que han hecho historia en Wimbledon, Australia y Roland Garros.
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Quién pudiera mirarse tan solo y a sus anchas como Serena Williams...