sábado, diciembre 26, 2009

Mírame caer (Diario Milenio/Opinión 22/12/09)

No miento si digo que no hay nada sutil en los cuentos de Claudia Guillén. Otra manera de decir lo mismo es asegurarles que todo es brutal en los cuentos que Claudia decidió agrupar bajo el escueto título de Los otros. Hace apenas algunos días hacía, por otras causas y respondiendo otro tipo de preguntas, un símil entre los 18 años que una mujer de Cambodia pasó en Ratanakkiri, la selva de su país, con el proceso de escritura. Se necesita ese lugar hostil y a la intemperie, decía yo. Para escribir, para hacerlo verdaderamente, hay que vérselas con la selva de cada uno. Contrario a la historias de rescate y rápida adaptación que usualmente se cuentan en los casos de niños salvajes, la selvática original no pudo o no quiso adaptarse a la vida de la ciudad y dejó de comer, y nunca aprendió a hablar, y en más de una ocasión se quitó la ropa mientras intentaba regresar. Dije entonces también que me parecía que había llegado, por fin, la hora de las selváticas. Ahora lo digo en referencia al segundo libro de Claudia Guillén: es el libro de una selvática que, aunque a veces camina en las calles de la ciudad y come en sus restaurantes, no deja nunca de regresar a los espacios atroces y frágiles donde crecen sus oraciones (y no me refiero únicamente a las gramaticales).-Apegados a la tradición de corte realista y comulgando con el pacto de la verosimilitud, estos cuentos se proponen una exploración de esos otros que somos todos cuando conocemos el infierno. Los fracasados, silenciosos, los imaginativos, los sin-suerte, los desempleados, los infelices, los pesimistas, los alcohólicos, los huérfanos, los solos, los que persiguen perros por las calles, los que hablan con fantasmas: todos ellos encuentran no un refugio sino un abismo en las páginas de Guillén. Lejos de la denostación o de la misericordia o, incluso, la simpatía, los cuentos trazan con precisión, sin sentimentalismo alguno, un declive espectacular: la caída de la vida. La caída de todos los días. Ahí está el tropezón o el descuido que conducirá, y esto de manera inexorable, al fondo de todas las cosas. Ahí está la velocidad donde todo pierde sentido. Ahí el horror, y el humor que a fin de cuentas provoca su compañía cotidiana. Justo cuando los coloca al filo del peñasco, la autora se aproxima y susurra al oído de sus personajes: ¡aviéntate! El lector, sin duda, recibirá la misma invitación y sentirá el mismo tipo de apremio.
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La primera vez que leí los cuentos de Claudia Guillén me vino a la mente la palabra “inexorable”. Así son las palabras, se sabe, vuelan por años frente a uno hasta el día en que encuentran su peso y caen, agridulces, sobre la lengua. Una de las acepciones de lo inexorable es “que no se puede evitar”; la otra, es “que no se deja vencer por ruegos”. Cuando le dan el trago al vaso de whisky, o la mordida al alimento maligno o el beso al hombre equivocado, todos estos personajes saben que pueden, de hecho, hacer otra cosa. Todos tienen noción de que podrían evitar el exceso o el extravío o la soledad. Pero ninguno cede ni ante sus propios ruegos. Ya observando inmóviles el lento derretirse de los hielos dentro de altos vasos conocidos como de jaibol o contando muchos años después la manera inexorable en que se convirtieron en lo que llegaron a ser, los personajes guillenescos aceptan con sobriedad su derrotero (y la palabra derrotero comparte más de una letra con la palabra derrota). A final de cuentas, la definición misma del término adicción es dejarse dominar. A lo que podría agregarse: entregarse de hecho al dominio de algo ajeno, sea esto una sustancia o un cuerpo.
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Los personajes, sin embargo, lo intentan, eso, resguardarse. Algunos encuentran consuelo en la oscuridad familiar de las cantinas (como es el caso de Emilia, la recién desempleada) mientras que otros prueban, por razones distintas que tienen que ver con cuerpos que no están, la oscuridad del cine (como es el caso de Emma). Pero algunos, ya desahuciados, ni siquiera aspiran a ello. Brenda, la que sospecha que todos los hombres se dan cuenta que es una falsa delgada, una gorda verdadera que usurpa un cuerpo ajeno, mastica y deglute sin parar una cena que se antoja eterna. Yendo hacia la yugular, lejana a estereotipo alguno, Guillén pinta de pies a cabeza a la madre sin instinto materno, la Alegría que fue violada y en cuya venganza asesinó al violador “sin conmiseración alguna”, regresando una a una las estocadas que recibió en su propio cuerpo, sólo para mal soportar después el legado del semen en el cuerpo de una hija a la que también bautizó como Alegría. Los personajes saben que pueden hacer otra cosa, lo intentan incluso, pero terminan por ceder. Es el caso de la señora Victoria quien rememora su pasado indiscreto en estos términos: “Me rogó que cambiara de vida. Yo, con verdadero arrepentimiento, se lo prometí sinceramente. Pero al mes recaí. Era inevitable. Parecía que la noche formaba parte de mí como una segunda vida; me colmaba de alegría o de placer, tanto o más que el mismo Manuel”.
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El lenguaje es preciso. El lenguaje nos dice que nada tiene escapatoria. Que caeremos, eso dice. Pero mientras tanto está el placer, el alcohol, la imaginación, la memoria. Mientras tanto está, sobre todo, la escritura. Claudia Guillén, que va y viene por la selva del adentro, lo sabe.

lunes, diciembre 21, 2009

El despecho polar-(Diario Milenio-21/12/09)

Cabezas de formulario
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Sorprende que sean tantos, todavía, quienes se enorgullecen de interpretar el mundo en que viven a partir de un diccionario de sinónimos y antónimos. Exasperados ante la tozudez de quien insiste en advertir los grados, texturas y matices del asunto en cuestión, dan por obvio que cualquier cosa no puede ser sino una de dos: la misma o su contraria. Lógica vieja ésta, si buena parte de los prejuicios más necios y dañinos de que exista memoria se han incubado justo en su seno. Para que una calumnia alcance el alto rango de chisme, y en tanto eso circule profusa y deleitosamente, tiene que contener el ingrediente manipulador que pone a buen resguardo a los chismosos y deja a descubierto a los calumniados. Una vez señalados por el estigma de tantos argüendes, nada que digan o hagan merecerá confianza, y al contrario: se sumará a los rasgos de perfidia que el qué dirán ya ha dado por segura.
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“Nos informan de que Dinamarca ha invitado a países amigos, y yo me siento amigo de Dinamarca, pero no he sido invitado. No es posible que nos consideren enemigos”. Esta perla de la mentalidad binaria fue cosechada días atrás, durante la Cumbre del Clima en Copenhague, de los labios del presidente Evo Morales. Frecuentemente más ocupadas en un tablero imaginario donde todas las actitudes humanas se pueden dividir en lealtades o traiciones, las sensibilidades extremistas no distinguen un solo palmo de territorio que separe a los polos entre sí. Según el mandatario boliviano, un grupo de países amigos debería incluir a la totalidad de éstos, pues en caso contrario ya no serían amigos, y peor: su lógica de fiera despechada concluye que los que no son amigos resultan por lo tanto enemigos. ¿Es decir que si yo no invito a todos mis afectos a mi próxima reunión de amigos, es seguro que el resto se harán mis enemigos? Yo supongo que sí, pero sólo en el caso de que me haya esmerado en hacer amistades entre puros acomplejados, envidiosos y paranoicos.
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Suspicious Minds
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Somos legión quienes, un poco a nuestro pesar, coleccionamos incidentes del pasado en los que fuimos víctimas de la perversidad binaria. La gente encuentra cómodo resolver los enigmas de las vidas ajenas eligiendo sólo una de dos opciones. Quien no sea una cosa, tendrá que ser la otra. Si no me besas, es que no me quieres; si no me quieres, entonces me detestas. Tiene que ser muy grande el sentimiento de inferioridad para albergar adentro tanto protagonismo, pues sucede que el alma despechada lo cree a uno capaz de las peores infamias, menos la indiferencia. Si nos reunimos con otras personas y a ella no la invitamos, asume que lo hicimos con el solo fin de conspirar en su contra —cosa que al cabo logra luego de tanto conspirar en la nuestra—, pero incluso eso le parece más llevadero que la afrenta suprema de haberle dedicado menos pensamientos de los que cree. Que no lo inviten a uno por ser quien es puede ser entendido y tal vez disculpado, pero el olvido sí que es imperdonable. Una mentalidad binaria tiene a quienes la olvidan clasificados junto a los que le odian, y a su vez los detesta especialmente. Si no son sus aliados, deben encabezar su lista de adversarios.
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Según su propio código, que no encuentra justicia fuera de la revancha premeditada y cruda, el despechado tiene derecho a todo. Lo que en otros sería sevicia y atropello, en él es puro celo justiciero. Por excesivos y exagerados que de repente suenen, sus reproches tendrán salvoconducto por la sola razón de su ego lastimado. Podrá, si así lo quiere, aplicarnos las más arteras extorsiones, puesto que en su opinión es acreedor de una deuda impagable. ¿O es que existe una forma de resarcir a aquel acomplejado convencido de que una vez sufrió nuestro desprecio, por más que no sea cierto, ni probable, ni conveniente? Cuesta trabajo creer que semejante celo cobrador no esté al tanto de todas las ventajas alevosas que le confiere su indignación en armas. Metidos ya en el juego de mentes suspicaces, vale darse a pensar que todo ese berrinche no es más ni menos que una maquinación para hacernos cargar muertos ajenos. Una conversación polarizada, valga el contrasentido, consigue ese objetivo virtualmente sin trámites.
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La atracción de los polos
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Todos hemos jugado alguna vez a eso, o de menos caímos en el juego. ¿Cómo explicar, no obstante, al anfitrión borracho y furibundo que me voy de su casa no porque sea humilde y le falte la alberca y el campo de golfito, sino porque ya son las seis de la mañana y aunque no me lo crea tengo sueño? Imposible. El formulario exige responder sí o no a la pregunta relativa al respeto: si pese a la advertencia del anfitrión el invitado insiste en largarse, deberá colegirse que tal es una clara falta de respeto, y por tanto una muestra de desprecio, y en consecuencia una declaración de guerra, pues ya se entiende que las tres son sinónimos para quien desconoce los matices.
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Muy rara vez sabe uno quiénes son sus auténticos enemigos, ni tampoco sus mejores amigos, aunque le queda claro que ambas son minorías en el espectro humano. Por más que sigan yendo y viniendo los fantoches que afirman ser amigos de todos y amar a todo el mundo —acaso porque ciertas ambiciones ocultas les exigen abaratarse la dispensa o el favor de muchos— lo cierto es que el espacio entre amigos y enemigos es casi tan inmenso como el mismo universo. Aceptar, sin embargo, esa obviedad, privaría a los polarizadores de la opción de manipular a medio mundo sostenidos en abstracciones tan primitivas como esa vieja creencia pueblerina según la cual los polos hacen frontera en el ecuador. Por alguna razón, ninguno se da cuenta que ante el resto del mundo los polos son iguales, y sin duda pequeños. No es que nos conste, al fin, pero casi ninguno queremos ir tan lejos para averiguarlo.