martes, abril 06, 2010

Los planetas muertos (Diario Milenio/Opinión 06/04/10)

Llegó tu novela (No tengo tiempo) y la leí y lo primero que dije al cerrar sus páginas fue: qué libro tan tremendamente triste. Ahora, meses después, me pides (Arturo Vallejo) que te explique, por escrito, la razón de ese comentario. Pueden ser miles de cosas, como bien sabes, pero señalo, al menos, las siguientes.
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1) Pocas novelas, contemporáneas o no, rondan con tanta inmisericorde exactitud el mundo del trabajo. Mejor dicho, en el caso de tu novela, el mundo del post-trabajo. Lo primero que me vino a la mente al seguir las andanzas de La Chaparra, esa empleada que fríe papas en un restaurante de comida rápida especializado en hamburguesas, fue un librito feroz que una francesa escribió allá hacia finales del siglo XX. En una prosa aguerrida y dentro de una conceptualización todavía marxista, Vivianne Forrester arremete contra lo que percibe como el principal problema de la globalización: la desaparición del trabajo. El título de su infernal libro es El horror económico. Su tesis: La ferocidad social siempre existió, pero con límites imperiosos porque el trabajo realizado por el cuerpo humano era indispensable para los poderosos [...] La supervivencia de la humanidad nunca estuvo tan amenazada.[…]hasta ahora el conjunto de la humanidad tenía una garantía: era esencial al funcionamiento del planeta”. Pero ya no.
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El mundo de La Chaparra es, precisamente, ese mundo del post-trabajo donde el cuerpo humano no es ya necesario para la producción y reproducción de lo real. La Chaparra es, en sentido estricto, un espectro o, aún mejor, una especie de piel-cáscara humana en un mundo definitivamente post-humano. Empleada de una cadena de no-trabajo, La Chaparra recorre a veces la sección de empleo en los periódicos para sólo encontrar oficios demenciales: demoedecanes, asistentes, repartidor de volantes: todas estas actividades que, en sentido estricto, se ubican en espacios liminales de la producción y reproducción social.
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2) El paisaje de tu novela, sólo escuetamente dibujado, mejor: silueteado, es un paisaje neo-apocalíptico también. Rodeados de edificios con nombres de antiguas naciones, los espectros de la novela viajan en medios de transporte colectivo que, en lugar de avanzar, se detienen. En las zonas habitacionales donde las puertas de los edificios carecen ya de las cerraduras que alguna vez ostentaron, sus habitantes observan coches que, de manera literal, se van deconstruyendo frente a sus ojos día tras día. El color a óxido. La lluvia que se antoja radioactiva sobre todo eso.
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3) No hay nombres, por supuesto, en un mundo así. Hay identificaciones efímeras. Identidades como máscaras. La Maldad. El Güero de Rancho. El Grunge.
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4) El talante emotivo de ese mundo post-humano y neo-apocalíptico se parece mucho al de Párpados Azules, la ópera prima de Ernesto Contreras. En la película se entrelazan dos personajes con vidas emotivas extrañas, aunque no nulas. El empleado en quien nadie repara y la empleada que siempre pasa desapercibida se encuentran por casualidad y, en momentos de pletórico silencio, cuando la noción misma de “expresión” ha desaparecido del entorno, se enamoran. Torpes, balbuceantes, con poca capacidad para cambiar de registro (incluso de la voz, tanto su tono como su volumen), los personajes no saben cómo aproximarse, y por eso su aproximación tiene mucho de actuación. Post-expresivos, así entonces, los personajes siguen al pie de la letra un guión ajeno (de ahí que les guste tanto ver películas) para poder encontrar puntos de articulación propios.
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5) Se debió haber llamado Almas Muertas, como la banda de rock y como el libro de Gogol. Pero claro que eso habría sido una elección burda y obvia. Aunque de eso y no de otra cosa trata este libro: las almas muertas del mundo del post-trabajo Hago trampa aquí: ya lo platicamos y, estoy de acuerdo, el verdadero título debería ser Los planetas muertos, una frase que, siendo también parte de una canción de Rockdrigo, se las arregla para retener ecos del título de Gogol.
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6) Alguna vez dije que Pedro Páramo era una novela urbana. No hay ahí, esto lo argumentaba muy atravancadamente, ningún talante nostálgico por el mundo rural, sino una descripción acaso realista (realismo extremo), en tiempo real en todo caso, del proceso de urbanización del país y la consecuente desaparición (más que real) del ambiente rural. Los No-Muertos de Comala son producto tanto de la imaginación de Rulfo como del ascenso de la economía industrial y dependiente por la que optó el régimen priísta hacia mediados del siglo XX. Que le hayan llamado el “milagro” económico no deja de tener su tono perverso. Si Forrester tiene razón y lo que estamos presenciando es esta horrenda transición hacia un mundo post-productivo donde el trabajo ya no cuenta, entonces tendría que decir que los espectros de No tengo tiempo son productos tanto tuyos como de esa decisión horrenda que los regímenes de la globalización han ya tomado. Reveladora en este sentido es una frase acerca de Rockdrigo muy al inicio de tu novela: está muerto, ergo seguramente tendrá mucho de qué hablar (cito de memoria).
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He ahí, en resumidas cuentas, la “tremenda tristeza” de tu libro. No es la tristeza personal y/o generacional de un puñado de jóvenes desorientados, sino la profunda horrenda horrísona tristeza que produce un mundo que, esencialmente, ya no nos necesita. Se trata de un mundo en el que la presencia humana en la tierra no se garantiza más. Es un mundo donde el cuerpo ha dejado de tener un papel relevante —tanto en términos de producción como de placer— y donde su cáscara, su cascajo, avanza o no en atestados medios de transporte que no llevan hacia ningún lado. La tristeza es tremenda porque es una tristeza de la especie toda. Y es nuestra.

Discriminación e ignorancia de Verdú-Pedro Ángel Palou (El Universal/Opinión 06/04/10)

Hace tiempo que el opinólogo de El País —venido a escritor gracias a Anagrama— Vicente Verdú se me cayó por completo. Pero este viernes al querer describir el estado de inanición de la narrativa española contemporánea ha mostrado no sólo una profunda ignorancia de lo latinoamericano —quiénes somos, de dónde venimos—, sino una gran capacidad discriminatoria. Poco le faltó para afirmar que no está seguro si los escritores latinoamericanos tenemos alma.
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Vayamos, como el descuartizador recomendaba, por partes. Primero: es cierto el diagnóstico: la novela española de estos días no goza de gran fuerza. Son contadas las obras que sobrevivirán un impasse temático y formal producto por un lado de la profesionalización del escritor gracias al periodismo y, por otra, de una endogamia impresionante. Es decir que las razones de la falta de buena novela son las mismas que tienen a Verdú como una de las plumas esenciales de El País. Su provincianismo es ombliguismo.
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Segundo: la literatura que él llama vintage, retro-narrativa (que otros llaman novela histórica por comodidad editorial) no es una plaga per se, por culpa de que los escritores “literarios” escriban para escritores, como dice Verdú. Hay una necesidad de verdad en el lector contemporáneo. La obtiene por el testimonio o por la historia. Pero decir que eso no es literatura requeriría por parte de escritor inflamado de opinionitis, definir lo literario.
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¿Para qué sirve la literatura, me pregunto hoy con insistencia? Dice Martin Amis —el novelista inglés autor de Campos de Londres— en su reciente memoria, Experiencia que antes cada hombre llevaba una novela adentro —yo acotaría, una saga siempre familiar— pero que hoy, en este mundo locuaz, verborreico, mediático, todo hombre o mujer lleva dentro una memoria, no una ficción.
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Esa memoria le parece a quienes se las cuenta auténtica, ejemplar, una verídica crisis del corazón. Nada, entonces, puede competir con la experiencia hoy en día, tan incuestionablemente individual, democrática y liberal. La experiencia es lo único que compartimos en igualdad, y todos tenemos una noción de ello.
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Nos rodean, entonces, casos especiales, vidas contables en una atmósfera de celebridad universal. Uno de los libros más vendidos del último tiempo, Las cenizas de Ángela de Frank McCourt, hoy tranformado en película, lo fue porque narraba el testimonio no fictivo de un hombre concreto. Justamente los lectores de hoy buscan esas historias reales, aunque descubran que son fabricados para dar la ilusión de reales —como en los talk shows a los que ya me referí o en los programas sensacionalistas tipo Primer Impacto o incluso con productores antiéticos que pagan dinero a inexistentes rateros para actuar un asalto callejero.
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Los lectores actuales, no nos podemos identificar con un héroe novelístico porque no hay heroísmo ni épica posibles actualmente. Así las cosas nadie lee novelas con inocencia ni se cree esa esencial trampa ficcional. Antes se leían novelas porque nuestro mundo era ancho y ajeno, insuficiente, hoy se leen memorias porque se considera que una vida, toda vida es autosuficiente.
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¿No estaremos glorificando la banalidad? La crudeza ha sustituido a las verdades sutiles, incontrovertibles y la experiencia individual, siempre egoísta con verdad o tintes de verdad —como en Boys don’t cry o Amores perros—ha sustituido para siempre a la experiencia colectiva, social.
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Tercero: la mejor literatura se está haciendo, curiosamente, en las series de televisión de EU que él tanto critica, como Lost (Perdidos) o The Wire, o House y tantas otras escritas por escritores como Pelecanos o el mismo Richard Price, un novelista genial.
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La frase del artículo, que más me preocupa, es la siguiente. Cito a Verdú: “A los latinoamericanos, como a los de otros continentes menos desarrollados materialmente, menos ordenados en las convenciones de la vida urbana, todavía les queda mucho por contar, sea en las páginas o en las pantallas. (…) Pero, ¿Occidente? Si cada vez aparecen más series televisivas referidas a décadas atrás, si las películas no hacen más que rebobinar revivals, las novelas, por su lado, se estrellan contra sus propios límites: o se concentran en tópicos históricos o se suicidan en el triste dogal de la literatura de la literatura. Esto, sin contar, los casos de novelas sin mayor fin que crear sudokus o sucesivos Macguffins, señuelos falsos al estilo de la serie Perdidos.”
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Alfonso Reyes se moriría. Verdú afirma, sin empacho que los latinoamericanos no somos occidentales (¿y qué seremos, si por culpa de los españoles fuimos despojados de nuestra discursividad, nuestro oro y de nuestras culturas nativas?) Los latinoamericanos somos, según Verdú, un desmadre, y por eso, por caóticos, tenemos aún muchas cosas que contar. ¡Qué miopía!, mientras en el mundo la psicología evolutiva y la genética han demostrado que contamos, narramos por empatía, como mamíferos avanzados, Verdú piensa que sólo pueden contar algo auténtico los buenos salvajes que no saben convivir y son menos desarrollados económicamente. ¡Gulp!, ¿y él puede escribir con desparpajo en un periódico progre?
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Contamos historias, pero siempre han sido también las mismas. Lost ha descubierto no nuevos temas sino nuevas formas de narrar, de presentar en la pantalla —que tanto le molesta, qué curioso si está tan desarrollado materialmente como dice— un tiempo y un espacio narrativos que sobrecogen. He seguido Lost y muchas otras con la misma pasión que leo novelas o que me sumerjo en ficciones gráficas como las de Persépolis, Maus o mucho antes Tintin, ese clásico de la literatura sólo comparable con Balzac. Y soy latinoamericano y occidental, por cierto, señor Verdú. Por cierto, la literatura es siempre plagio, pirataje, siempre es literatura de la literatura.
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Y guiso mis alimentos, los cuezo, para el estupor de usted, de Levi-Strauss y de muchos Europeos que no se han dado cuenta de que están muertos. ¡Descansen en paz!

Tim Burton, el genio de la imaginación y el misterio (Revista Poder y Negocios 22/03/10)

Nueva York es inagotable. En un mismo fin de semana puedes ver el mejor teatro –en mi caso a Scarlett Johanson en la obra de Arthur Miller La vista desde el puente–, danza –los 80 años del gran coreógrafo Paul Taylor–, un musical prácticamente perfecto –Mary Poppins–, y comer en uno de los restaurantes más innovadores del mundo, Craft, de Tom Coliccio, en Greenwich Village. Comprar un libro en su edición orginal en The Strand –Enemigos de la promesa, de Cyrill Conolly en la edición de 1943, por 10 dólares– y ver la mejor retrospectiva de arte nigeriano –en el Metropolitan–, así como contemplar el vacío del arte de Demian Hirst en la galería Gagosian (prescindible totalmente; es como ir a una tienda Louis Vuitton, pero con supuestas obras de arte; se trata de una tomadura de pelo para millonarios, me queda claro) o introducirte en el MOMA, y dejarte llevar por ese museo que es una cita obligada.
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En mi caso, con uno de los artistas que más admiro: Tim Burton. Me han encantado siempre sus películas, su mirada, el talento exquisito para plasmar las tétricas y truculentas fantasías infantiles. Amé Beetlejuice con la misma fruición que esa película casi etérea de tan perfecta, Edward Manos de Tijera. Me encantó su Batman regresa y he leído una y otra vez los cuentos del Chico Ostra.
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En mi imaginario, Burton es una referencia constante. Ahora, en el Museum of Modern Art podía ver la primera gran retrospectiva del genio de Burbank. Mi boleto –comprado por computadora, para evitar las colas–, tenía la entrada para la sección de Burton a las 12:30. Contaba, pues, con dos horas enteras antes de poder asistir a la boca de un animal, de uno de sus personajes. Decidí recorrer las otras dos exposiciones abiertas (Marina Abramovic, para mi tristeza, aún no estaba terminada, aunque una de sus instalaciones sí pude verla de reojo), la genial del artista sudafricano William Kentridge, que merecería un ensayo aparte pero que aún me ronda en la cabeza, y la cada vez más fútil de mi amigo Gabriel Orozco. He estado en todas las otras muestras de él en el MOMA y lo que antes parecía una actitud artística con contenido, conceptual, empieza a datarse en sí misma. Es como asistir a la obra de un viejo que se repite sin innovar ya.
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En algún momento Orozco deslumbraba con un balón de futbol mojado. Hoy su repetición geométrica –una de las dos salas especiales dedicadas a él estos días– parece más bien el azulejo de los baños de una de esas grandes construcciones de Pedro Ramírez Vázquez. No asombra, no compromete. Me dio mucha tristeza. La ventaja es que de allí recorrí las cinco propuestas de Kentridge, por más de una hora (regresé en la tarde sólo a ver su maqueta de La flauta mágica de Mozart, que es genial).
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Y, por fin: la hora de Tim Burton. Mi hora.
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Me deslizo dentro de la boca de un animal salido de la imaginación de Burton para entrar a un largo pasillo, lleno de gente que mira cortos animados de los Chicos de Burton, especialmente Chico Tóxico y Chico Manchas. Son hilarantes, aparentemente simples en sus líneas y sus historias, pero nos introducen en realidad en el mundo retorcido, lleno de humor negro de alguien que ha hecho de los tradicionales temas para niños algo muy serio.
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Y eso es lo primero que sorprende de la muestra, la evolución de Burton. De un joven artista sin aparente originalidad ó méritos, salvo cierta capacidad para el dibujo –que diseña los pósters para la banda de policía o para los bomberos de su natal Burbank–, pasamos al aprendiz de ilustrador de libros infantiles que le propone un libro a Disney. La respuesta es conspicua: “Pese a la falta de elementos técnicos el libro nos parece interesante, no deje de seguir empeñado en sus esfuerzos creativos”.
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¿Cómo es que ese joven se convierte en el artista dotadísimo que es? Primero, nos queda claro –como ha comprobado la actual neurociencia– que se necesitan muchos años de práctica, al menos 10, para dominar un arte. En el camino se puede lograr la técnica pero nadie nos asegura, pese a las muchas horas empeñadas, que se logrará el objetivo. La paciencia no hace genios, aunque junto con práctica, práctica y más práctica puede hacer que un artista, como el caso de Tim Burton, descubra su voz.
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Y he aquí lo más notable. El dibujante que entregó un cuento de un gigante en una isla a la Maurice Sendak, de pronto decide ser él mismo. Encuentra en su universo, un universo que es único, y en su infancia, los elementos para poblar sus fantasías, construir sus dibujos y mejorar su arte.
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¿Qué descubre, además, mientras encuentra su voz? Descubre, creo yo, que es un contador de historias que utiliza el dibujo y el cine para sus propósitos, pero que antes que cineasta o artista plástico es un contador de historias que, además, ha decidido quedarse en dos territorios apenas diferenciables, el de la infancia y el de la curiosa, compleja y ambigua adolescencia.
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Y decide, además, no edulcorar su empresa. Decide que las fantasías serán como él las ve: oscuras, llenas de humor, tétricas muchas veces. Así tenemos en la muestra del MOMA un momento muy especial, su versión japonesa de Hansel y Gretel. Está llena la salita en la que la proyecta, pero encuentro un lugar para sentarme y ver el corto. Sólo niños a mi lado. La madrastra es un hombre, disfrazado de geisha, el padre una especie de samurái urbano. Pocos elementos. Mucha crueldad. Mucha soledad. Esos dos son en realidad los temas de Burton, ahora lo sé de cierto: la cruel soledad.
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Y en ese estado del alma que él ha captado tan bien, el horror tiene siempre lugar, el miedo, la esperanza psicodélica, el humor. Un humor que me he empeñado en describir aquí como el único que vale en arte, el humor empático, no autoritario, que no erige al que lo asume como superior al objeto de la burla. Todo es tocado, trastocado por el humor que se convierte en una manera distanciada de ver y aceptar las cosas del mundo.
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Está claro (voy ya a la mitad de la muestra, donde están las esculturas de Charlie o la fábrica de Chocolate), que para los grandes artistas lo más importante ocurre en la infancia. Para Burton, lo esencial, ocurrió entre los dos y los seis años. A partir de allí la experiencia de la vida, ha sido redibujada por esa realidad. Como si lo ocurrido fuera un recuerdo proyectado en el futuro de lo que fue en la infancia, la dueña de nuestros sueños y por supuesto, estamos en el universo de Tim Burton, de nuestras pesadillas.
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Y de la pesadilla es que surge Beetlejuice, o el personaje del Pingüino en el Batman regresa de Burton, encarnado maravillosamente por Dani De Vito. Los bocetos de cada disfraz, de todas las películas ocupan la siguiente sala, la más impresionante. Y están allí –no podía ser de otra manera– las cartas a Johnny Deep, el actor icónico de Burton.
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Líneas sugeridas, ideas ocurridas en el último momento antes de filmar. Como esa carta maravillosa en la que le dice: “Johnny, se me ocurrió una línea para tu Charlie. Tienes que decir: Todos somos comestibles, pero si lo hiciéramos seríamos caníbales. Muy sabrosos”.Allí están los trajes de Batman, de Edward Manos de Tijera, de la hermosa Gatubela interpretada por Michell Pfeifter. Y más y más bocetos, aparentemente simples con los que Burton “encarna” sus fantasías.
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El mejor contador de historias es aquel que no sólo cuenta, performa, actúa, actualiza esa historia y la renueva al volver a decirla. Es un acto de habla, un performance, en el mejor sentido de la palabra. Por eso ocupa un lugar tan importante en el museo más moderno de Nueva York. Y lo ocupa con todas las de la ley.
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El mejor homenaje para hacerle a ese Burton que me ha dejado boquiabierto es entrar a su nueva película en tercera dimensión, la Alicia en el país de las maravillas que recién se ha estrenado. Los estudios han invertido –pensemos en Avatar– sumas extraordinarias en la nueva tecnología participativa de la renovada tercera dimensión con la esperanza de regresar al espectador a la sala de cine en medio de un mundo en el que todo nos llega por delivery, a la comodidad del hogar. Las dos películas más taquilleras de la historia ya son, obviamente, la citada Avatar y la nueva Alicia.
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La primera Alicia de Disney –que siempre me pareció psicodélica, como un viaje con LSD–, se hizo en 1951. Ahora, casi 60 años después, Burton retoma la historia con una Alicia adolescente que no está dispuesta a jugar los juegos del mundo adulto, que decide regresar al sueño, o a lo que cree que es un sueño, que es el mundo dentro del agujero, del otro lado, el país de las maravillas. Al principio no la reconocen, la piensan como la falsa Alicia y ella misma tiene que descubrir si es la verdadera heroína de la historia. El mundo visual de Burton está aquí llevado a la quintaesencia etética y el cineasta ha logrado su mejor obra en Alicia.
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Pero también gracias a su actor favorito, Johnny Deep, quien interpreta a un genial Sombrerero Loco. O a la actuación perfecta de Helena Bonham Carter como la Reina Roja. Y a la especialmente lejana, bella, aparentemente fría, casi congelada actriz australiana de origen polaco Mia Wasikowska, quien tiene que derrotar a un dragón que es en sí mismo un riddle, una adivinanza. En eso Burton y Carrol comparten otra pasión. Y es que Lewis Carrol es un antiguo Tim Burton o Tim Burton es un moderno Lewis Carrol. Los dos escriben/dibujan del mundo infantil, no para el mundo infantil, lo que hace universales sus historias.
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Y esto me lleva a un comentario final. En la reciente entrega de los Oscar, la Academia reaccionó a favor de los actores, no de los robots y de las criaturas creadas por computadora. Votó por The Hurt Locker, no por Avatar. La tercera dimensión de Burton incluye muchísimos personajes, excepcionales, hechos por computadora pero también basa buena parte de su efecto duradero en el espectador en las excepcionales actuaciones, no sólo de los dos que he mencionado sino, por ejemplo, de la glacial y carismática Anne Hathaway como la reina blanca. El mundo siniestro de Burton se sirve de la computadora para producir los soldados de la reina de corazones o los tétricos hermanos gemelos, pero utiliza el talento interpretativo de seres humanos para recrear una obra que le hubiese encantado, estoy seguro, a ese raro matemático de Cambridge, Charles L. Doggson quien firmó siempre como Lewis Carroll.
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Y le hubiese tomado muchas fotografías en blanco y negro a la talentosa Mia Wasikowska.Larga vida al joven Tim Burton, un artista que sí sabe renovarse. Tanto que afuera del cine me sigo riendo ya no con Alicia, sino con el Chico Tóxico tragándose el líquido destapacaños sin poder morir nunca, el suicida impenitente a quien la vida siempre le juega una broma pesada. Y por eso, como su creador, sobrevive.

lunes, abril 05, 2010

Allá la llaman meth (Diario Milenio/Opinón 05/04/10)

El malandro autodidacta
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Hasta antes de saberse víctima de un enfisema pulmonar, Walter White era un simple profesor de química. Casado, con un hijo adolescente y una niña en camino, Walter se deja acongojar por la virtual certeza de que los dejará desamparados, pero ya le da vuelta a una idea en apariencia desquiciada, no bien se entera por su cuñado —agente de la DEA— de las escandalosas utilidades obtenidas por ciertos productores de drogas. Concretamente, metanfetaminas: un compuesto cuya fabricación no es un secreto para un profesor de química, ni quizás un exceso para quien ya se mira desahuciado y encuentra que la otra opción disponible consiste en desahuciar el futuro de su familia. Por lo demás, y esto lo sabrá Walter nada más arrancar con el negocio, la sola idea de ir contra la ley y endurecerse para plantarle cara a los más duros es de por sí rejuvenecedora. No menos refrescante resulta la elección del cómplice propicio: Jesse Pinkman, ex alumno suyo, muy afecto al consumo e iniciado en la producción de los tan cotizados cristales.
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No es el Dúo Dinámico, pero funciona. Los mismos traficantes y matones, a la vista de la pinta académica de Walt, le auguran desastrosos resultados en los dominios del crimen organizado. No tiene la madera, observan, socarrones, como dando por hecho que a ser duro y malvado se aprende tempranito o ya jamás. O puede que inclusive considerando circunstancias genéticas y tendencias innatas que en la gente de bien serían impensables. Pero ello no es sino un escudo formidable para quien tiene pinta de persona de bien y ha decidido convertirse en crápula. Que es el caso de Walt, un envenenador con causa que compensa su escaso callo criminal con audacia científica y rigor analítico, pero a la hora de enseñar el músculo tiene igual que matar y desmembrar cadáveres, entre otras disciplinas afines al negocio del caramelo ilícito.
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Micronarcoempresarios
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Breaking Bad, es el nombre de la serie. Literalmente, “Volviéndose malo”. No es la historia de un capo todopoderoso, ni la de un asesino compulsivo, sino la de un buenazo echado a perder, tanto así que la trama cuelga entera de su transformación. Para sobrevivir a la segunda vida que ha elegido, y de paso cuidar el equilibrio frágil de la primera, el profesor y padre de familia necesita asimismo calificarse como criminal de alta escuela. Si la protagonista de Weeds —madre de familia, viuda de un agente de la DEA— lo puede todo por obra y gracia de la licencia humorística, el profesor de Breaking Bad es tan convincente como los tres cuartos de millón de dólares que ha planeado heredar a su familia: un futuro improbable sin metanfetaminas. Lo más extraño, pues, no es que a alguien se le ocurra desarrollar una historia de aprendices de gángster a partir de un alumno y su profesor, sino que esta resulte verosímil, y hasta obvia. ¿Cómo más iba a hacerse rico en semanas un profesor de química, sino a costillas de los viciosos locales?
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Cierto es que a uno, que es por supuesto gente de bien, ya como espectador le estorba la virtud, y hasta a menudo se descubre en secreto metido en los zapatos del villano. Sólo que en este caso, igual que en Weeds, los villanos son sólo las pandillas rivales. Nuestro héroe, no olvidemos, es un tipazo al que la vida —la muerte, en realidad— puso en el mal camino. Ya en el curso de la tercera temporada de Breaking Bad vemos que el enemigo llega del sur, apersonado en dos sicarios mexicanos devotos de la Santa Muerte. Y eso a uno lo ilusiona, porque ya ve venir al esposo amantísimo, padre ejemplar y educador preclaro dispuesto a encabezar una carnicería al interior de su segundo gremio. ¿Quién no se metería en un problema así por cuidar el futuro de su familia?, podría preguntarse la gente de bien, con esa habilidad poco menos que innata para eludir el tema del dinero. Pero es mucho dinero: la cultura del dólar propulsada por la cultura del narcótico, a su vez consagrada por la persecución policial. No es al cabo el primer ni el último negocio donde el oficio exige ahorrar escrúpulos.
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La magia verde
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Una serie excesiva como Breaking Bad parece verosímil porque trata sobre un negocio fantástico. Basta ver esas bolsas repletas de billetes enrollados para caer en una hechicería similar a la que seduce a los narcoempresarios cuando llega la hora de hacer corte de caja. ¿Cómo es posible todo este dinero?, tiene que preguntarse el recién millonario, tal vez enloquecido por lo que ya de origen era locura. ¿Qué más pueden querer los guionistas, sino un tema vigente, auspicioso y afín a los excesos, toda vez que se trata del negocio más grande del mundo? Poco o nada sabemos de los daños colaterales de las drogas, pero sin duda estamos al tanto de sus estratosféricos márgenes de ganancia, así como los presupuestos billonarios dedicados a medio hacer valer las leyes que hasta hoy hacen posible ese negocio irreal y estrambótico, acaso incomprensible para generaciones futuras.
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Ignoro qué tan rudo sea para un agente de narcóticos enfrentar en la vida real una guerra que ya ha perdido en la televisión, donde sólo aparece lo verosímil, que al poco rato es lo más ordinario. Lo cierto es que he aprendido, por ejemplo, que una molécula de metanfetamina contiene 15 átomos de hidrógeno, 10 de carbón y uno de nitrógeno, pero voy a seguir sin entender cómo es que esas moléculas pueden reconstituirse en bonanza estratosférica, con certeza aún más gratificante y comprometedora que su mero consumo. ¿Cuánto dinero toma hacerse malo? Con frecuencia, algo más de lo que uno cree o teme valer. Mientras haya quien pague 10 veces ese precio, a ver quién está a salvo de hacerse Walter White.

domingo, abril 04, 2010

Viva la gente-Nicolas Álvarado (El Universal/Opinión 04/04/10)

No que la haya donde quiera que vas pero sí, desde 1965, en Argentina y, a partir de 2007, en México. Gente –o Gente y la Actualidad, que tal es su nombre completo–, publicación cuya mezcla de jet set, farándula y una pizca de periodismo duro viene reportándole éxito desde hace décadas en su país de origen, arribó a nuestro país de la mano de la editorial Mundo Ejecutivo, especializada en revistas de negocios, que firmara una alianza estratégica con la argentina Editorial Atlántida para la edición mexicana de tal publicación.
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Eran tiempos en que Quién, de Grupo Editorial Expansión, aparecía ya posicionada como la revista de sociales líder en el mercado mexicano y en que Caras, otra franquicia argentina –de Editorial Perfil, importada a nuestro país por Editorial Televisa–, comenzaba a hacerle sombra, erigiéndose en competencia primero respetable, más tarde amenazadora. Gente pretendió aprovechar la apertura de tal segmento del mercado para dar la pelea y fracasó. Dotada de menos presupuesto, limitada por su inserción en una empresa menos poderosa y lastrada por su tardía llegada a la lucha por lectores y anunciantes, parecía condenada a la marginalidad.
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Inesperado revés: en 2009, Editorial Televisa completa su proceso de compra de Editorial Atlántida y se encuentra, de súbito, con Gente en su cartera de publicaciones; así, se descubre en la necesidad de editar una revista que, si bien no puede soñar siquiera con competir con su Caras, parece compartir la misma agenda editorial y el mismo público objetivo.
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¿Qué hacer? En un principio, nada: refrendar su estatuto de patito feo, ahora con toda deliberación. La situación no podía durar y, de hecho, no duró: para enero de 2010, la edición mexicana de Gente era objeto de un reposicionamiento casi total, concebido para dotarla de una personalidad propia y una propuesta original.
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La decisión harto afortunada consistió en abjurar casi totalmente del legado de la revista –nota rosa, glamour y, en la edición argentina, un cierto sesgo ideológico hacia el conservadurismo– para replantearla como una que contara historias, justamente, de gente. Así lo muestra la edición actualmente en circulación, donde conviven un perfil de portada de la cantante Natalia Lafourcade y una entrevista a la actriz Danny Perea –que, si bien salen en la tele, no son figuras de la tele– con reportajes sobre el turismo alternativo promovido por comunidades indígenas autogestivas, las series de televisión recientemente producidas en México, un proyecto de la NASA para la exploración de Marte (en el que trabaja –entre otros– un científico mexicano) y lo preparados (o no) que estamos los mexicanos para encarar un nuevo terremoto. Además, columnas de buenas plumas (Ana María Salazar, Julio Patán y –único prietito en el arroz– un servidor) y una sección de breves dinámica y socarrona que incluye una reseña mensual de cuentas de Twitter (con todo y señalamiento de faltas de ortografía), una hábil parodia de Facebook a guisa de crítica sociopolítica y una numeralia que funciona como denuncia (en este caso de la situación de Ciudad Juárez).
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Por su carácter de revista “de historias” parecería competir con Gatopardo. Sólo que, mientras la revista de Editorial Mapas se dirige a las capas más prósperas de la población, Gente parece interesada en hablar a las clases medias. Buenas noticias para un público que se antoja urgentemente necesitado de contar con mejores lecturas que TV Notas.