miércoles, junio 29, 2011

Los hombres de Hu (Diario Milenio/Opinión 28/06/11)

Algunos dicen en Babilonia que ciertos peces se esconden para conservar la humedad cuando el río se seca. Luego salen a la superficie para alimentarse. Caminan sobre sus aletas. Mueven la cola en signo de saludo o despedida. Todo eso dicen. Cuando se les persigue, huyen; pero siempre voltean a ver la cara del perseguidor un segundo antes de zambullirse de vuelta.

Dicen en Nuevo Laredo alrededor de la mesa de una cantina, entre el ruido de tarros que chocan, que, a pesar de las apariencias, no son delfines ni mantarrayas ni peces de dimensiones muy finas. Dicen que son hombres. Carne de su carne. Hueso.

En Amecameca, frente a una fachada que fue traída de otro lugar ladrillo por ladrillo, pieza por pieza, dicen que por esas ventanas alguna vez fue posible avizorar en todo su esplendor, en su infinita alicaída presencia, el rigor del océano sobre el que es posible imaginar las distancias más serenas.

Hay una cosa maravillosa en las veredas gélidas de Siberia. Dicen que alguien de nombre Fyodor alguna vez dijo que los hombres de Hu son reales.

En Cyrene dicen que las abejas no tienen voz y que la miel terminará por escaldarte la lengua.

Dicen en la punta del cráter de un volcán muy alto, ahí donde Juan Rulfo alguna vez encendió una pipa, que la falta de respiración es una queja muy real y muy amplia y muy sin embargo.

Dicen en los parques encantados, y esto mientras brota una mariposa de la palma de una mano y un anciano jura que está de pie porque necesita salvarle la vida a dos de ellos, que los hombres de Hu encienden hogueras pequeñísimas sobre platos muy blancos. Dicen que son pirómanos y románticos y no hay nada que se pueda o se quier hacer al respecto.

En las islas Electrides, que quedan en el golfo adriático, dicen que hay dos estatuas, una de estaño y otra de cobre, dedicadas a alguien o algo.

Algunos dicen en Coal Oil Point que lo más difícil es tomar el remo y arrojarlo contra la superficie del agua y hundirlo ahí, una y otra vez, una y otra vez, como si se tratara de un cuerpo al que se le quiere sacar las entrañas.

En Oxnard dicen que sus voces se apagan.

Dicen en Pontus que algunos pájaros se esconden durante el verano en los agujeros de ciertos troncos y que, ahí, no sienten cuando les arrancan las alas aunque sí reaccionan ante el color del fuego cuando los colocan sobre las brasas.

En Montecito dicen que los han visto salir por las mañanas —el sol sobre sus frentes, los remos en las manos, las abejas alrededor de sus hombros— y que sí tienen piernas y brazos y cuellos.

Hay otra cosa maravillosa entre los habitantes de Coal Oil Point. Dicen que, cuando la bruma entra antes de las cuatro de la tarde, especialmente si tiene un tinte amarillo o rosa, las garzas no vuelan sino que levitan sobre las aguas inmóviles del estuario. Dicen que los hombres de Hu las observan, extenuados.

Dicen los que ven el cielo que cuando avizoran los catorce míticos pelícanos que vienen de Lo Lejos algo sucederá en Tirrenia o en Matamoros o en la ciudad de México.

El moribundo que yace sobre la banqueta de Reynosa dice que hay un lugar que responde al nombre de Hu y que los hombres de Hu caminan o se deslizan o se arrastran sobre la superficie entre gris y azul del océano. Dice que recuerda o cree recordar el relato de un hombre que también caminaba sobre las aguas.

En Chipre dicen que los ratones comen hierro y que los hombres de Hu sobrevivirán, sin duda, el invierno.

Algunos de los que viven en Valencia dicen que han visto cómo se inclinan sobre extrañas máquinas negras para escuchar, y esto con devoción de obseso o fanático, los sonidos que de ahí brotan. Dicen que son caleidoscópicas ondas electromagnéticas. Dicen que ante su influjo, esos hombres de Hu mueven el cuello, las rodillas, la cadera en tenues óvalos oscilantes. Dicen que a su manera de gemir la conocen ya, incluso, como los gemidos de los hombres de Hu.

Dicen en una iglesia vacía de Ciudad Juárez, la voz vuelta un puro eco o un puro alarido o un puro estertor, que de nada vale rezar o pedir o creer, pero que sí han platicado con los hombres de Hu. Dicen que tienen lenguaje y que entienden lo dicho a la perfección. Dicen que asienten.

En Armenia dicen que hay un lugar que se llama Hu y que sus hombres mascan tabaco y escupen luego sobre las plantas que sienten y desean y gozan y padecen.

Hay una cosa maravillosa entre los habitantes de Yásnaia Poliana. Dicen que nada les impide pensar al tiempo como el título de propiedad de una granja considerable, de nombre, pongamos por caso, Yásnaia Poliana. Dicen que el tiempo después de las 5:30 de la tarde es no más que una parcela dentro de esa granja de la que algunos, por razones que se desconocen o no vienen al caso o a nadie molestan, han ido tomando posesión.

En San Petesburgo dicen que, algunos de ellos, especialmente en los días posteriores al solsticio de verano, se preguntan insistentemente: ¿Así que esto se siente ser una casa de verano?

Dicen en Hu que los hombres de Hu reman, sin embargo.

[Un poco con base en “OnMarvellousThingsHeard”, atribuido a Aristóteles, en Minor Works, Englishtrans. by W. S. Hett, M.A., 1936]

martes, junio 28, 2011

Para matar al amigo (Diario Milenio/Opinión 27/06/11)

Ojos que no veían


Tu indiferencia me mata, dice el mensaje. Te ha llegado por Twitter en un lunes cualquiera, de parte de tu amigo Alfonso, mientras mirabas un partido de tenis. Piensas en revisarlo al fin del día, pero la comezón ya te domina, de modo que haces clic y esperas al video, mientras conectas y te cuelgas los audífonos. Sabes que es justo lo que no quieres ver, pero una angustia íntima no te deja parar. Ves perros enjaulados, pones pausa y apagas el aparato. ¿Cómo es que iba el partido? No logras concentrarte. Prendes el aparato. Ya no puedes parar, ni lo deseas siquiera. Te dices que eres fuerte y vas a resistirlo. Haces otra vez clic. El video habla de métodos de sacrificio canino, algo así, pero no entiendes bien porque ya la espiral del horror te atrapó y lo que miras te quita el aliento. Pones pausa de nuevo, miras en torno tuyo. Todos están abstraídos en el tenis, puedes ir adelante.


Se escucha un mazacote de música y ladridos, o será que la escena te aturde y te rebasa. Un hombre lanza al piso el cuerpo de un perrito faldero recién ejecutado, como si fuera alguna jerga húmeda, justo frente al hocico de otro más grande que espera ya en poder de su verdugo, y parece acercarse al muerto, o moribundo, como para olisquearlo, pero ya el matarife lo remoja, le conecta los dos polos del cable, da un paso atrás y aplica la descarga. Es un perro bonito, color blanco y marrón, que de pronto se tensa y se sacude, intempestivamente convertido en zalea. Varios otros aguardan detrás de un enrejado, ladrando y sollozando porque entienden muy bien lo que va a sucederles en cosa de minutos. Luego aparecen varias leyendas con cifras y estadísticas espantosas, pero ya no respondes porque de pronto el mundo se convirtió en espanto. Cuando el video termina, eres otra persona. Taciturno, extraviado, te sales del estadio, aunque no del infierno. Piensas que quien te mire te llamará lunático, pero no indiferente. No más.


La rabia y el suplicio


Han pasado los días y adónde vas te siguen las imágenes. Intentas eludirlas prendiendo el aparato para jugar un poco de Flight Control, pero cada vez que aterrizas un avioncito, regresan los perritos a tu cabeza. (Corrección: quien regresa es la muerte.) En lugar de ayudarte a la evasión, el juego te devuelve a las imágenes. Una noche de plano abres el Twitter y buscas el mensaje del lunes anterior. Hasta donde recuerdas, lo retwitteaste. Pero no está, seguro que metiste la pata (esta última palabra te estremece como una visión siniestra). Por fin encuentras el mensaje de Alfonso y haces clic otra vez. Vale más torturarte mirándolo con calma que dejar al cerebro reconstruir el recuerdo a su tétrico modo. Si observas bien, el perrito no trata de olisquear nada, sino que abre las patas y se queda en tensión, aguardando la descarga inminente. Una vez más, la indiferencia campechana de los matarifes te congela la sangre. Te espeluzna. Te enoja hasta las lágrimas, maldita sea. Cierto: son más humanos los condenados que ellos. Quién pudiera mostrar esa entereza para enfrentar el peor de los horrores.


¿Tendría nombre el perrito marrón y blanco? Te gustaría llamarlo Solovino, pero lo has visto irse, nunca venir. Morir solo, asustado, abandonado a la peor de las suertes, sin la menor piedad o siquiera respeto de parte de nadie. ¿Tiene nombre la gente que es responsable de tamaña atrocidad? ¿Alma, corazón, madre? ¿Cómo se atreven a llamar sacrificio a esa carnicería mecánica e inconsecuente cuyas víctimas son cada día maltratadas como trapos mojados inertes e insensibles? ¿Cuál es el sacrificio ahí donde jamás se conoció el respeto? ¿Parecería ridículo a los ojos de aquellos barbajanes que a cada condenado se le diera siquiera el privilegio mínimo del aislamiento? ¿Les parece normal que los demás perritos tengan que estar presentes en la matachina, o es que son tan imbéciles que asumen que no sufren por el doble martirio? ¿Creen los torpes burócratas que han hecho el reglamento de estos diarios horrores que sería un lujo exótico dar a los condenados la muerte apenas digna por la vía de una sobredosis de anestesia? Y a todo esto, ¿cómo es que a los cadalsos para perros y gatos se les conoce como centros antirrábicos, cuando son meros centros de exterminio? ¿Cuál de esas pobres víctimas inocentes llegó hasta allí con rabia, por el amor de Dios?


Gracias por la amargura


Odias escribir esto, pero hace una semana que no tienes opción. A veces, el deber salta a la vista. Si hubiera más espacio, escribirías el triple porque tú sí que sientes una rabia loca desde que las preguntas no te dejan en paz. ¿Deberías quejarte con tu amigo Alfonso por colmarte los días de amargura? Muy al contrario. Por extraño que suene, se lo agradeces con toda el alma porque al menos ahora no eres indiferente y hay aflicciones hondas que también cauterizan las heridas que causan. Se lo agradeces por el perrito blanco y marrón, por los demás que mueren en aquel video negro, por los que ahora mismo son masacrados de idéntica manera. Se lo agradeces porque gracias a eso te has sentido persona, y esa sola certeza te llena de vergüenza. Y al fin se lo agradeces por todos los perritos que han sido tus amigos, compinches, familiares, hermanos. Por los que te han matado, los que se han ido solos y hasta los que vendrán. Cuadrúpedos que entienden mucho más de lo que alguna vez son entendidos. Que no darías por ser así de humano.


¿Qué hacer ahora con las demás preguntas, si son tantas y urgen y sólo queda un párrafo? ¿Tienen sangre en las venas todos esos canallas irresponsables que van y compran perro como quien se hace de un objeto desechable, y al chico rato lo echan a la calle porque nunca supieron lo que hacían? ¿Es verdad esa pavorosa estadística según la cual siete de cada diez mascotas son abandonadas por sus dueños en el plazo de un año? ¿Que un perro abandonado no sobrevive por más de dos semanas en la calle? ¿Cómo llamar a aquellos mercachifles que ofrecen cachorritos a media calle como otros venden chicles y cacahuates? ¿Se imaginan el miedo que sentirán esos animalitos desdichados cuyo destino negro se resuelve en un idiota impulso irreflexivo? Hasta aquí las preguntas. Vuelves al aparato. Ahora que lo recuerdas, tienes que retwittear el mensaje de Alfonso:
http://www.youtube.com/watch?v=FbA3neYBie8&feature=youtu.be.