lunes, mayo 04, 2009

Más allá del juego sucio

Diario Milenio-México (04/05/09)
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Otros tiros a gol
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Hay prestigios nacidos para tornarse estigmas. Escupir, por ejemplo. Durante los primeros años adolescentes, quienes éramos buenos en las esquivas artes del gargajo certero y substancioso la pasábamos bomba escupiendo de bicicleta a bicicleta, y hasta no pocas veces callando al enemigo con un gallo acertado a medio paladar. Gestas muy celebradas por nuestros menores, que a los diez años no podían rivalizar con la flema, el alcance y la puntería de un labregón de quince. Todo lo cual podía transformarse en vergüenza fatal si acaso una vecina de buen ver se aparecía y lo escuchaba a uno jalar el pollo desde medio esófago, práctica repugnante que en teoría debía causar náuseas a cuanta dama se preciara de serlo, amén de señalar al agresor como un pelafustán o como un niño. Esto último, lo que más se teme cuando ya se ha dejado atrás la infancia y es urgente pintar la raya divisoria. El día menos pensado, no vuelve uno a escupir, ni por supuesto a ser escupido.
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Existen incontables inmundicias que a un niño le divierten, pero a muy pocos bembos causa gracia que un adulto las ponga en escena. Ningún alumno pasará por alto que el profesor se escarbe la nariz o el ombligo cuando es objeto de la atención general. Solamente los niños se lucen eructando y gargajeando en tales circunstancias, donde hasta los peditos saben ser bienvenidos. Los niños y los punks, en todo caso. Curiosamente, apenas nos extraña si ciertos deportistas — que ya sólo por eso suelen ser objeto de toda suerte de loas edificantes— son exhibidos en el acto de entregargajearse. Hay decenas de casos documentados de futbolistas escupidores, y éstos son una muestra insignificante, iniciada a partir de que las cámaras invadieron de zoom la intimidad del juego, sugiriendo que tal vez lo importante no sea ya competir, ni ganar, sino humillar. Darle al otro hasta con la bacinica, como solía decirse. O en su defecto con la escupidera.
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Hablando de rufianes
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No había ocurrido aún el incidente del hoy famoso futbolista mexicano que en una sola noche se reveló capaz de disparar viscosos proyectiles por buzón y napias, cuando ya lamentaba uno ante la cámara lenta, víctima de una risa nacida del azoro, las escenas donde el tenista sueco Robin Soderling se oprime con el índice una fosa nasal para lanzar el moco por la otra. Dos ocasiones, una de cada lado, con sendos resultados voladores. Ya no a lo lejos, en ese territorio futbolero donde el operador de la cámara necesita la suerte de un buen ángulo, sino en extreme close-up. Tampoco hay veintidós competidores entre los cuáles elegir al de pronto estelar. Ya sea que se disponga a sacar o recibir, al menos una cámara lo toma de frente. La probabilidad de que su gesto en curso resulte transmitido, cuando menos en parte, va más allá del cincuenta por ciento. Añadamos a ello que Soderling jugaba contra Rafa Nadal, razón más que bastante para elevar el rating a niveles inalcanzables para un moco. Al menos en el ámbito del tenis, incompatible con el juego sucio.
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Se sabe que las porras futboleras conocen de muy cerca la pamba gallega, desde los tiempos de la míticabotella con agua de riñón, pero en otros deportes tales extremos son aún por fortuna inconcebibles. Se ha dado el raro caso, pero la mayoría jamás hemos visto a dos tenistas darse con la raqueta frente a su público. El radical la toma en todo caso contra los jueces, aunque no les escupe y ni siquiera llega a insultarlos. No faltaría más. En un juego estratégico donde los puntos se construyen a puro golpe de ráfaga mental, la violencia mayor consiste en distraer al oponente mediante interrupciones chapuceras que el público castiga con abucheos. Pues se comparte al fondo un sentido de justicia que las reglas del juego permiten y estimulan. Nadie quisiera ver a su favorito ganar con malas artes y peores maneras. Que es justamente lo que intentó Soderling hace casi dos años, en la cancha central de Wimbledon, también frente a Nadal. Se preparaba éste para servir el quinto juego del partido cuando unas cuantas risas le hicieron ver al frente y descubrir que aquél remedaba sus movimientos con el talante de un niño envidioso. Nada importante en otras disciplinas, barbarie inusitada en términos tenísticos.
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“Es un tipo muy raro”, declararía Nadal respecto a Robin Soderling después de eliminarlo de Wimbledon 2007, “lo he saludado varias veces y nunca me contesta”. Sería un patán, más bien. Uno con mala leche, valga la redundancia. Ya a medio 2009 —hace unos pocos días, sobre la arcilla del Abierto de Roma— Soderling ha salido a la cancha y de antemano sabe que Nadal va a ponerlo en ridículo a raquetazo limpio. Antes que eso suceda, el rufián descerraja los dos mocos de marras ante la cámara. Cuadro por cuadro se les ve caer, como los moscos del comercial. Al final del partido, el fiero escandinaco sufre un demoledor 6-1, 6-0. A ver si eso también lo puede remedar.
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La etiqueta del fuego
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A uno le gusta el tenis también por cuanto tiene de similar al duelo. Los contendientes usan armas redondas para despedazarse, sin faltarse jamás al respeto y a menudo excediendo la cortesía. Ya en la final de Roma, un juez señala falta en el servicio de Novak Djokovic, ante lo cual Nadal da unos pasos al frente, mira la marca y lo contradice, de manera que el árbitro da por bueno el servicio y el punto se repite, tal como corresponde. Luego, ya con Rafa Nadal atenazando el trofeo, Djokovic se resiste pero al fin accede a la petición de escenificar ahí mismo una de sus celebradísimas imitaciones off-court del campeón español, luego de que este acepta atestiguarla. Un detalle en extremo divertido cuando el juego no está ya de por medio y a la vida se le celebra sin complejos.
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En rigor, un duelista que juega sucio es un matón. Y uno que se distrae en sacarse los mocos sin pudor será probablemente un duelista muerto. Yo no sé si el deporte sea tan edificante como dicen, orondos, sus funcionarios, pero algunos seguimos admirando a aquellos que respetan las reglas de los duelos de pelota, quizás por ese niño que tiene una idea estricta de la justicia y aún se cree que son cosa de vida o muerte.

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