lunes, mayo 11, 2009

Esos libros increíbles

Diario Milenio-México (12/05/09)
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1 Intríngulis crediticios
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Tal vez el gran problema de escribir un libro —cuando menos la gran preocupación— consiste en ser creído. Lleva uno ventaja, sin duda, mas no por eso se hace fácil conservarla, pues basta una expresión inverosímil, un adjetivo fuera de lugar, una mínima inconsistencia argumental, para que los lectores quisquillosos arruguen la nariz, como quien considera ya la posibilidad de regatearle crédito a lo leído. Aun cuando se narra aquello que pasó, luego de haberlo visto o averiguado, es preciso contarlo de manera que la verdad parezca verdad, pues se sabe que en los dominios de la crónica no sólo abundan las falsedades, sino también las exageraciones. Y si la historia pertenece al reino de la ficción, donde más que narrar la realidad se la corrige y además encapsula en un proyecto estético, está por verse que sea suficiente con emular y replicar la verdad, si encima hay que dotarla de aquella intensidad vivencial sin la cual quedaría, en el caso mejor, como una triste verdad irrelevante. ¿Quién va a querer sentarse a escribir un libro para llenarlo de irrelevancias, mentiras obvias o verdades dudosas?
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Responder a la pregunta anterior es adentrarse en un género aparte. Allí donde no importa gran cosa la improbable veracidad de lo expresado, pues se escribe para sacarle raja a un momento, ya sea por las ventas automáticas o por el tema del posicionamiento. Se espera buena fe de los lectores. Complicidad, también. Todo depende de la fama del súbito autor, sin la cual no habría libro, ni historia, ni lectores. Unos porque tuvieron el poder, otros porque acabaron en la cárcel, otros más porque están o estuvieron de moda, todos quieren vendernos lo que nos dicen que es su verdad, asumiendo que muchos nos tronamos los dedos por conocerla. Total, si tantas divas se maquillan y afectan al extremo y aún así la gente jura que las conoce, qué tanto es un tantito a la hora de leer verdades corregidas y acomodadas de acuerdo a conveniencias fantasmales que el lector da por hechas de cualquier manera. Pues el chismoso al cabo se lo cree todo por deformación propia de su oficio. Qué más da si se narra la verdad; lo que cuenta es que haya algo que contar.
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2 ¿Tú lo lees? Yo tampoco
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Parientes próximas de los discursos públicos, que asimismo suelen valerse de negros oficiosos para ser redactados, las memorias al vapor deben su credibilidad casi exclusivamente a la fe del lector, que se empeña en creer incluso lo improbable por así convenir al interés, el morbo, la simpatía o lo que sea que le despierte el personaje narrador. Más que, tal como ofrecen, desnudar al autor, estos libracos fueron pergeñados para satisfacer al qué dirán. No son un ejercicio de exhibicionismo, como de ocultación. Brillan también como instrumentos de revancha, dado que sus autores intelectuales rara vez llegan a enterarse de que existe una ética al respecto, y al autor material no suele preocuparle más que cobrar su cheque y jalar la cadena.
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La presencia de un nuevo libelo es siempre sorprendente en las estanterías. “¿Y éste?”, nos extrañamos, a menudo con menos curiosidad que repelús. Da grima imaginar que ciertas mercancías consigan venderse, tanto como que exista quien se crea mentiras evidentes. A veces inclusive provoca ternura, como es el caso de ese libro cuyo título no es preciso recordar, firmado por Roberto Madrazo. Lo he visto en un estante, hace pocos días, y lo cierto es que me ha ganado la risa. ¿Quién lee eso, en caridad del Verbo? Vamos, que el mero texto de la solapa ya se antoja infumable, por increíble. Pues más allá de lo que pueda decir en su defensa, y hasta en su denuesto, todo el mundo —y esto me temo que es literal— conoce al autor por tramposo. No lo leímos, lo vimos. Levantaba los brazos al fin de un maratón cuyo trayecto sólo corrió a medias. No dudo, por supuesto, que entre sus detractores haya tramposos aún más avezados, pero es que a éste lo vi. Si alguien me ve con su libro en la mano, se va a reír con ganas a mis costillas. O quizá voy a darle ternura de la mala. Para el caso, prefiero que me atrapen con un libro de Niurka. No ha de ser muy sincera, pero al menos será más verosímil.
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3 Leer para ignorar
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Un par de días después, topéme con el libro donde Carlos Ahumada se confiesa, luego de su odisea como preso político de la esperanza. Era una pila enorme de volúmenes que subrayaban su calidad de hit, sólo que como dicen tantos perezosos, yo ya vi la película. Es decir, los videos, que extrañamente no acompañan al libro en un indispensable dvd —en cuyo caso me lo habría llevado de inmediato—. Hasta hoy casi nadie habrá olvidado las imágenes del tahúr y los gangsters que extorsionaban en nombre de los pobres, y de un día para otro se volvieron estrellas del video. No están en internet (qué pudor sospechoso) pero su huella peca de imborrable. Nada puede añadírseles, son perfectas. En ellas se demuestra la calaña de toda la camarilla, pero se corre el riesgo de tomar partido, cuando lo único claro es que no hay uno solo digno de crédito, por más papeles que consiga apilar.
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Insisto, yo no sé si me digan la verdad, pero como lector les creo poco o nada. Del maratonista milagroso al presidente legítimo —cuesta diferenciarlos, de repente— me es más fácil dar crédito al horóscopo, cuyo autor no pretende convencerme de necedades que yo mismo no crea porque me da la gana. Así el que se confiesa lograra desnudarse del alma y no falseara ni un solo relato, sospecho que creerle cualquier cosa me instala en los dominios de la superstición inducida. Como si su lectura me convirtiera en ignorante supino. O aún peor, en idólatra. Y ahora, con su permiso, me regreso al estante de ficción. Como lector ansioso, me urge que alguien me cuente algo creíble.

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