martes, mayo 12, 2009

La turbulenta vida de los etcéteras

Diario Milenio-México (12/05/09)
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Aparecen usualmente al final de las oraciones, pero en realidad están en todos lados: ya como signo que reemplaza lo por todos conocido, ya como puerta por donde pasa lo infinito, ya como señal del mismísimo olvido. Según la Real Academia de la Lengua, la expresión et cetera, que viene del latín, se usa “para sustituir el resto de una exposición o enumeración que se sobreentiende o que no interesa expresar. Se emplea generalmente en la abreviatura”. Reducido a su expresión mínima, ese todo lo demás me ha provocado una especie de pesar no muy hondo por mucho tiempo, esa camaradería que surge de manera casi automática ante las cosas frágiles o las causas perdidas. Siempre al final de la línea, siempre en-lugar-de, siempre en la cola del mundo sustituyendo lo de menos importancia o alargando innecesariamente una lista de referencias con frecuencia bastante inútiles, ¿cómo no sentir una ligerísima pero evidente tristeza por los Etcéteras? Me los imaginaba grises, sin lugar propio; apenas un agregado de última hora, un añadido más. Apéndice universal. Solía suponer que más de uno albergaría el denotativo deseo de dejar de ser un Etcétera para convertirse en algo específico y concreto, algo cerrado y con nombre propio. Algo con forma. Supuse, en fin, tantas cosas. Mi actitud hacia Los Etcéteras y su Extraña (o Turbulenta) Vida Secreta, sin embargo, ha cambiado. Véase si no.
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En la oración: “En X (donde X es un parque conocido) había de todo: niños y ancianos y perros y etc.”, el Etcétera juega un papel nada menor. Reducido a tres letras y a un singular acaso vergonzoso, ese Etcétera, sin embargo, deja entrar a todo lo que no es ni niños ni ancianos ni perros en el tal lugar X. Acaso podría tratarse de seres anodinos o cosas intrascendentes —aunque esto como tantas otras cosas suele depender del cristal con que se mire— pero en definitiva se incluyen ahí, en ese Etcétera súbitamente engrandecido, un número demencial y creciente de elementos más bien inenarrables. Y esa es una tarea, si me lo preguntan ahora, no sólo portentosa sino también fundamental en el proceso de extender lo límites de lo real. Ese Etcétera, habrá que decirlo con todas sus consonantes y vocales, está en lugar del Infinito Mismo. Quiérase o no, esa expresión cotidiana y accesible tiene el don de agigantar los dones de la imaginación.
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El Etcétera, además, aparece a menudo en la oración en lugar de Lo Indecible o en lugar, aun más, del Olvido (y todos sabemos que el Olvido es el otro término con el que se conoce Lo Infinito). “Fui a la casa de X por mi corbata y mi televisor y mi pisapapeles y etc”. Cuando el emisor no puede recordar una larga lista de referencias, el Etcétera Salvador sirve como escudo contra la mala memoria o el Alzheimer temprano. Se trata de un Etcétera que se aprovecha de las asociaciones básicas de un determinado campo semántico.
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Como pocos otros vocablos, el Etcétera nos da vida y, en el centro de su ambivalencia, también nos la quita. Asumo que todos estamos al tanto de que todos y cada uno de nosotros hemos sido un Etcétera alguna vez en la vida. Por ejemplo, en la oración: “Y en la fiesta X estaban Juanita y Lucrecia y Ozuna y Martha y etc.”, ese último Etcétera amenazador nos incluye en la lista de los poco memorables o los de menor importancia pero, he aquí lo relevante, nos incluye. Un poco como el Estado mexicano en la post-revolución temprana, el Etcétera incorpora a todos los involucrados pero a condición de una básica subordinación, en este caso al anonimato o la desmemoria.
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El Etcétera no sólo cumple funciones metafóricas ligadas al poder sino que también construye su propia geografía. Por los caminos del Todo Lo Demás se elevan colinas encantadas y se abren paso ríos de turbulenta aguas. Debe haber océanos y cadenas de montañas y fenómenos acaso impensables en sus inmediaciones. Debe tener, incluso, sus Fronteras y su Más Allá. En todo caso, todos alguna vez hemos estado en Etcétera: “Visité Chiconcuac y Huixquilucan y Atarasquillo y etc.”.
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El caso es que entre ser código no-tan-secreto para designar El Infinito o Lo Inconmensurable y ser puerta que se abre para que lo Real se expanda, Los Etcéteras no deben pasársela nada mal. Cómplices de la imaginación desatada y camaradas en armas del lado más débil de las jerarquías, los Etcéteras parecieran querer subvertir el mundo tal y como lo conocemos, poniéndose a sí mismo en lugar del enigma. Aliados de la menudencia cotidiana, del diminutivo y la ruina, los Etcéteras se nutren de lo mismo que alimenta a la escritura: lo que pasa desapercibido pero que encierra, en sí, un laberinto. Cuentan, además, con la protección del anonimato más radical (nadie anda por las calles tratando de revelar la identidad de un Etcétera, por ejemplo). Así entonces, no sólo ya no siento pesar alguno —ni hondo ni superficial— por Los Etcéteras sino que su elusiva condición de tránsfuga gramatical me causa un extraño anhelo. Allá van libres ellos, esos Etcéteras, con visado para todas las oraciones del mundo y sin identidad fija a la que tengan que responder o a la que tengan que serle fiel. Como plan de vida no está nada mal, eso cavilo, mientras pienso también en mis clases y en dos libros y los sobrenombres del aire y etc.

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