viernes, mayo 14, 2010

Aspiraciones-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 14/05/10)

Dos fueron los felices descubrimientos que hice aquella tarde. Uno, que la trompeta podía tocarse también con la ayuda de un artefacto llamado sordina, especie de festivo sombrerito que tenía la feliz facultad de desatar en su portadora un pequeño paroxismo de asfixia temporal, traducible en nasal deliquio melódico. Otro, que ante mí se erigía no sólo una de las mujeres más hermosas que hubiera visto jamás -dueña, además, de una voz privilegiada, mitad tormenta, mitad satín- sino una que me era imposible clasificar en categoría racial alguna. Su rostro era raro -la frente despejada, los ojos almendrados (de india), la nariz finísima (de blanca), los labios carnosísimos (de negra), la piel de oro- y esa rareza lo hacía hipnótico. Cierto: el cuerpo, fino y espigado, enfundado en un vestido de un albor contrastante y casi enceguecedor, contribuía a la seductora impresión general. Cierto, que me cantara -porque, estaba seguro, era a mí que se dirigía- que era yo su azúcar, y que sólo tenía que rozar su taza, y que la endulzaba al removerla, se erigía en iniciación erótica acaso inconsciente. Y, cierto, la sordina aportaba lo suyo con los estallidos ahogados que hacía bramar a la trompeta. Pero lo verdaderamente importante era el rostro, exótica ensoñación.
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En la narración del documental -That’s Entertainment, homenaje a los años de gloria del musical de la Metro-, Elizabeth Taylor manifestaba su envidia ante aquella voz de lija y terciopelo e identificaba a su dueña con el nombre de Lena Horne. En mi esfuerzo por retener el nombre ni siquiera reparé en el que más tarde habría de identificar como su gesto característico: una tendencia a coronar cada final de canción no sólo con una sonrisa amplísima y satisfecha sino con un par de contracciones de la delicada naricita, sucesión de aspiraciones inexplicables para mí, que entonces sólo aspiraba a regodearme en su belleza e ignoraba a qué podía aspirar ella, que todo lo tenía, incluida mi atención monomaniaca.
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Con los años supe más de esa Miss Horne cuyo apellido era -qué casualidad- trompeta (horn), con la e a guisa de permanente y azorada sordina. Que era, en efecto, negra, blanca e india, pues ambas ramas de su linaje parental tenían raíces ancladas en África como en Europa y en la América indígena. Y que había sido corista en el mítico Cotton Club y vocalista con orquestas de medio pelo, con una de las cuales cantaba en Los Ángeles en ese 1941 de su descubrimiento por parte de Louis B. Mayer, mandamás de la MGM.
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Como yo, Mayer quedó prendado de Lena Horne. Como yo, no supo bien a bien identificarla con un tipo étnico determinado. A diferencia de mí, sin embargo, eso le significaba un problema aunque, pensaría entonces, también una solución. Nunca hasta entonces una gran productora hollywoodense se había permitido el lujo liberal de ofrecer un contrato estelar a una negra, lo que presagiaba dificultades de exhibición en un sur estadounidense todavía orondamente racista. Mayer tuvo una idea deshonesta: ¿por qué no presentarla al gran público como mexicana o egipcia? (La piel clara y los rasgos multiétnicos de Horne habrían sido buenos cómplices de la treta). Sólo que la debutante, orgullosa de su origen pero sobre todo orgullosa a secas, se negó al engaño y, milagro de la belleza, Mayer cedió. El resultado fue una carrera integrada por apariciones fugaces en muchas películas, a las que concurría como estrella invitada en aras de filmar una o dos secuencias exclusivamente musicales, narrativamente prescindibles y por tanto eliminadas para la exhibición en cualquier territorio lastrado por la polarización racial. Perdió el papel de Julie -la mujer derrotada por el ápice imperceptible pero certero de sangre negra que corre por sus venas- en el musical Show Boat cuando el estudio determinó que el público no aceptaría a una verdadera negra en el rol. Digna, dejó entonces el cine para embarcarse en una carrera de conciertos marcada por el orgullo racial, por la negativa a cantar en escenarios militares donde los prisioneros de guerra ocupaban mejores asientos que los negros o en hoteles donde no se le permitía alojarse en virtud de su color.
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Hoy que ha muerto -el pasado domingo, a los 93 años- y que homenajeo su hermosura pero también su integridad, recuerdo aquellas aspiraciones. Y me queda claro que eran voluntarias y que la ayudaron a elevarse por encima del odio, en las alas de la belleza pero también de la verdad.

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