martes, junio 16, 2009

Modos de circulación cultural

Diario Milenio-México (16/06/09)
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La famosa carta que Virginia Woolf redactara para un joven poeta en 1932 iba llena de consejos. Ahí, en ese ensayo que la escritora británica escribió para John Lehmann, editor de Penguin Mew Writing, a cargo de la serie Hogarth Letters, no sólo esbozaba una defensa puntual a favor de la poesía contemporánea sino que también, acaso por lo mismo, incluía consejos para el joven escritor de poesía. Entre otras tantas cosas, hizo ahí un llamado más bien abierto a tomar riesgos. En una prosa sin adornos pero sí con ironía, Woolf le pedía al joven escritor que aprovechara, y esto sin ambages, la feliz época que se sucede antes de publicar el primer libro. En lugar de percibir el estado de “inédito” como una maldición de la que hay que zafarse tan pronto como sea posible, la Woolf conminaba al joven escritor a alargar esta etapa. Es justo entonces, en esos productivos y gozosos años que el joven poeta puede (y debe) cometer todos los errores, seguir todas y cada una de sus intuiciones, y caer en todas las extravagancias posibles (y hasta en las imposibles). Una vez publicado, le recordaba la escritora, las cosas serían distintas. Una vez publicado, se crearán expectativas, y no sólo por parte de los lectores. El escritor esperaría entonces algo, algo específico y no todo, de sí mismo. El escritor habría entonces caído.
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El ensayo de la Woolf parecería indicar que, hacia finales del primer tercio del siglo XX, esto en la Gran Bretaña, no sólo se esperaba que los jóvenes tomaran con cierta radicalidad y otro tanto de desobediencia su vocación por las letras, sino que incluso se les exhortaba a inscribirse dentro de las tradiciones poéticas de su tiempo de formas dinámicas y, de ser posible, críticas y contestatarias. Releo la reciente traducción que de ese ensayo publicara no hace mucho la UNAM y no puedo evitar pensar, con una inconsolable nostalgia, con algo así como una rabiosa melancolía, en lo mucho que hizo falta una misiva de este tipo en el mundo poético de México hacia el último tercio del siglo XX. Luego, pasado ya el trago tristísimo ante lo que no fue, no puedo evitar pensar así mismo en algunos poetas mexicanos que, no siendo inéditos y encontrándose ya, como diría Dante, en la mitad del camino de la vida, parecen haber recibido esta feliz misiva no hace mucho. En efecto, las recientes entregas de los poetas Jorge Esquinca (Uccello), Tedi López Mills (Parafrasear) y Myriam Moscona (El que nada) me hacen pensar que ciertos patrones de circulación cultural que, en el México de finales del siglo XX han sido sin duda verticales y que generacionalmente se han transmitido de viejos a jóvenes, están cambiando. Como se ha anotado en ya más de una reseña, se trata de trabajos donde el riesgo impera y el deleite material de la escritura que desobedece (o que sólo se obedece a sí misma) es más que notorio. Son sus voces como las conocíamos, en efecto, pero esta vez vienen alteradas por el aire fresco de la experimentación, la falta de miramientos, la contestación. Algo debió haber pasado, me digo, algo importante debe estar aconteciendo en el entorno de la poesía mexicana para que estos autores se decidieran hacia inicios del siglo XXI a apuntalar su veta más experimental. Me parece que estamos ante el borgeano caso del autor que produce a su predecesor o del lector que, en su loco afán, logra crear a su escritor. Me parece que estamos ante una inversión radical de los modos de circulación cultural en México.
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Dominada tanto simbólica como burocráticamente por la figura del patriarca, la poesía mexicana de fines de siglo XX se convirtió (con sus raras excepciones) en un producto respetuoso, bien comportado, prematuramente cansino. Se producía, y esto hay que recordarlo con puntualidad, en un mundo literario en el que los apoyos económicos, los viajes, e incluso las traducciones de libros fundamentales dependían de las elecciones y los gustos de un pequeño y poderoso grupo central que sobrevivía amparado por estratégicas, aunque nunca lineales, conexiones con el estado. Era un mundo estructurado a través de diálogos jerárquicos, en el que todo escritor mayor de 40 solía recibir el mote de “maestro”, que usualmente se llevaban a cabo en lugares privados. Que las invitaciones no se le extendían a cualquiera queda claro en el recuento de la rabia infrarrealista de esos días, sin ir más lejos. Las bibliotecas eran cotos cerrados que se extendían detrás de mostradores altísimos desde los cuales atendía un empleado, el único autorizado para caminar entre los anaqueles y tocar los libros. Las librerías, concentradas en el centro del país y, dentro del centro del país, en ciertos barrios de la ciudad capital, vendían libros tan caros que era preciso, si uno era lector convencido y justo, expropiarlos—tarea ingrata pero no por ella menos edificante.
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Luego, tal vez secretamente entremezclados, se sucedieron dos hechos hacia finales del siglo XX: murió el patriarca y el internet se fue convirtiendo poco a poco en un modo de navegación cotidiana. De súbito (al menos esa era la apariencia) fue posible tener acceso a libros publicados y traducidos en otras latitudes del planeta sin tener que atender a los gustos y las selecciones del pequeño y poderoso grupo central. Las bibliotecas, en una especie de revolución inadvertida pero no por ello menos radical, abrieron sus anaqueles al público lector. Cualquiera que haya encontrado libros que no buscaba en esos recorridos ha experimentado en carne propia las relevantes y liberadoras consecuencias de tal decisión. Ya había unas cuantas becas en la capital del país—las del Centro Mexicano de Escritores y las pocas que otorgaba el INBA—pero también hacia fines del XX se extendió su alcance. Pocos entre los participantes de estos programas, que yo sepa, se refieren a escritores mayores de 40 con el mote de “maestro”. No son la panacea, por supuesto, pero en sus mejores momentos se ha llevado a cabo en esos programas el tipo de diálogo intra y transgeneracional que me hace pensar en los felices neo-destinatarios de la carta que Virginia Woolf le escribiera a un joven poeta en 1932.
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En fin, que lo diré: los libros experimentales recién publicados por autores como Esquinca, Moscona o López Mills, entre otros tantos que andan circulando por ahí bajo el sello de pequeñas pero muy activas editoriales independientes también dirigidas por arriesgados editores, son producto de ese aguerrido grupo de jóvenes autores y lectores que no sólo crecieron sin la sombra asfixiante del patriarca sino también con la acomedida participación en diálogos de ida y vuelta a lo largo y ancho del cielo electrónico que ha producido el internet. Con los dientes afilados de la más ardiente contemporaneidad, esa poesía (¿mexicana?) me vuelve a hablar.

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