lunes, octubre 13, 2008

El coñazo de Rajoy

Diario Milenio-México (13/010/08)
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Vergüenzas esperpénticas
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Tal vez lo más penoso de la adolescencia sea verse arrastrando todavía ciertos terrores propios de la infancia, como es el caso del miedo al ridículo. Es tan fácil hacerlo, en esos años, que basta con así temérselo para darse infaliblemente a escenificarlo. Un tropezón, algún tartamudeo, cualquier síntoma de torpeza o timidez sería suficiente, témese el aterrado en cuestión, para hacer su autoestima picadillo y su reputación puré. Un estigma que muy difícilmente sobrevivirá por más de dos o tres años, pero entonces los años pesan como lápidas, más aún cuando tienes la sospecha de que habrás de pasártelos provocando la risa discreta o descarada de las bocas que sueñas con besuquear. Sientes, y con razón, que no hay tiempo para esperar. ¿Cómo va a haberlo, pues, si noche y día es uno perseguido por comezones que no hay uñas bastantes para socorrer, y que aparte es preciso conservar ocultas, so pena de sufrir quemón y trauma en un mismo paquete?
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Qué descanso sería para el imberbe avergonzado ante el espejo público entender que el temor al ridículo no sólo se irá pronto, sino que en su lugar vendrá la opción de prolongar la adolescencia a fuerza de empeñarse en desafiarlo. “Osos”, en español; “micos”, en portugués. “panchos”, en mexicano. Bochornosos mamíferos cuyo autor los encuentra simpáticos, casuales o inexistentes, dependiendo de su particular criterio, pues nadie ignora que el sentido del ridículo —igual que la vergüenza, socia y cómplice suya— es por naturaleza único, personal e intransferible. No es que cualquiera hoy día se desprenda sin más del miedo al adefesio, sino que su ocurrencia depende cada día menos del responsable. A saber cuántas cámaras y micrófonos ya nos habrán captado en los instantes menos recomendables, cuando creíamos que estábamos a salvo de la curiosidad ajena. Si hace diez años a un adolescente se le estigmatizaba en todo el vecindario, hoy se le hace pedazos en YouTube, de modo que el canijo desprestigio abarque el rango entero de sus conocidos, así se hayan mudado al Turquestán.
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La estrella del desfile
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La edad adulta a veces nos ayuda a olvidar esa ley infalible de la adolescencia según la cual tenerle miedo al ridículo es el modo más eficaz de llamarlo. Ya se sabe, además, cuánto gusta la gente de ensañarse con los tiesos una vez que los mira empezar a pandearse. Mal se doblan aquéllos que hasta ayer presumían de inflexibles. Como es el caso del español Mariano Rajoy, que apenas anteayer permitióse uno de esos comentarios privados que solíamos soltar durante la adolescencia, cuando daba prestigio renegar en público de todo aquello que fuera o pareciera tedioso. “Mañana tengo el coñazo del desfile”, comentó por lo bajo en un acto público, y todavía añadió: “en fin, un plan apasionante”. ¿Quién le iba a decir al tieso de Rajoy que sus palabras eran transmitidas en vivo por la radio, merced a algún micrófono que nadie apagó a tiempo? Para mayor bochorno, pasa que un año atrás, en vísperas de las celebraciones del 12 de octubre, el líder del Partido Popular había pedido a los españoles “algún gesto que muestre lo que guardan en su corazón”. Mencionó incluso el término franqueza.
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Cuando niño, muy pocas perspectivas me entusiasmaban tanto como la de asistir a un desfile militar, pero mi padre aborrecía la idea. No pensaba tal vez que fuera un coñazo, pero sí una joda y una hueva, que juntas equivalen sobradamente al rajoyano exabrupto. “Pago por no ir”, se rindió mi papá en la mañana de un 16 de septiembre, aquejado por cierta súbita jaqueca que no me conmovía en absoluto, y sólo así, pagando, logró librarse de la agenda que el infeliz Rajoy padece de manera inexorable, pues aun después de dar su opinión al respecto con franqueza indudable tendría que estar ahí de todas formas, soplándose el coñazo y además el ridículo de ir a exhibirse como cínico vergonzante y tieso retorcido. Un plan apasionante para sus malquerientes.
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De la fama a la infamia
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Quien pretende curarse del malestar de la vergüenza ajena no necesita más que compartirla. A la gente le encanta enterarse de los tropiezos de los demás, en especial aquellos que sólo imaginarlos produce marejadas de repelús. No es que uno se halle libre de metidas de pata iguales o mayores, pero saber que le han pasado a otro —todavía mejor: a otro que le cae mal— es un poco creerse más allá del alcance de la lotería de la desgracia. “Le tocó a él y no a mí”, respira quien se ha puesto de manera fugaz en el lugar del triste tatemado y regresa triunfante al reino de sí mismo.
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Siempre he compadecido a aquellos personajes públicos que por su investidura precisan asistir a un número insultante de ceremonias, discursos y equivalentes plomos protocolarios. A algunos esas cosas nos recuerdan las horas invertidas en cientos de solemnes eventos escolares donde las opiniones se daban a bostezos y nadie en realidad estaba donde estaba. Un lujo que un político no puede pagarse sin asumir el riesgo de ser captado por alguna cámara, y entonces pasar lista en el Hall of Shame. Tanto tener que dar la cara para nada, o para expresar mucho y decir nada, debe seguramente dejar secuelas en la vida privada del sujeto. Y si el tipo resulta que es Mariano Rajoy, figura regañona y a menudo indigesta de razón, patriota irreprochable por propio decreto, imaginemos cuánto le fastidiará tener que entrar día tras día en ese personaje para el que es complicado caerle bien a nadie que no comulgue en la misma parroquia. ¿Cómo se hace para desempeñar cada día un papel en tal modo demandante sin convertirse en cínico, misántropo, sociópata y otros extremos no menos esdrújulos?
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Se cuenta que Juan Carlos de Borbón se expresa en un lenguaje demasiado desenfadado para un rey, y eso le da licencias que otros no consiguen. Vamos, yo en su lugar hablaría peor que una furcia manadera. Pensaría, al final, que más ridículo hacen los desfiles.

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