lunes, enero 11, 2010

El club de los normales (Diario Milenio/Opinión 11/01/10)

Los años boquiabiertos
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No sé cuántos seamos quienes siempre temimos que éramos unos niños anormales, pero si he de juzgar por lo que me han contado, conformábamos una mayoría silenciosa. La mayoría, también, sobrevivía a las horas escolares al amparo de una coraza a la medida de sus hondos temores. Hubiera uno querido ser como todos, aunque a final de cuentas se conformaba con que todos creyeran que lo era. Pues bastaba con que uno entre el rebaño te descubriera alguna asimetría, o incluso la inventara con el fin de achacártela, para ser blanco pronto del balido general y pasar a engrosar el ghetto del salón. Nada había tan fácil en los dominios de esa normalidad forzada e impostada que hacerse con el sambenito de extravagante, y lo cierto es que algunos apenas precisábamos más que abrir la bocota para conseguirlo.
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¡Cierra la boca!, disparaban mis padres noche y día, con insistencia tal que recuerdo esa orden —con frecuencia una súplica impaciente y a ratos resignada— por encima de todas las demás. ¿Qué ganas, me decían, con andar siempre con la boca abierta?, pero yo no lo hacía por negocio, y ni siquiera puedo decir que lo hiciera porque tal no era propiamente una acción, sino la falta de ella. Me faltaba la fuerza, o la concentración, o quién sabe qué cosa para cerrar la boca de una vez, por más que no ignorara —día tras día el mundo me lo recordaba— que un niño que anda por la vida con la boca abierta se condena a cargar con la fama de bobo. Bruto, bembo, tarado, zopenco, idiotita, siempre hay una manera novedosa de designar al zonzo boquiabierto que no sabe evitarlo. Alguna vez mi padre, harto de repetirme la orden tantas veces desobedecida, se ofreció a corromperme. Ganaría dinero, me dijo, si cerraba la boca: a fin de mes me daría cien pesos, pero me los iría descontando de uno en uno por cada vez que me atrapara con el buzón abierto. Algo menos de una semana después, ya estaba en números rojos. Lo mismo sucedió en los meses subsiguientes: puse todo mi esfuerzo, según yo, pero jamás vi un solo peso de esa recompensa. Estaba condenado a ser el freak de la bocota abierta.
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Palabra de bicho raro
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¿Cuándo cerré la boca, cómo, por qué? Debe haber pasado por ahí de la temprana adolescencia, no bien el horizonte se engalanó estímulos sin duda preferibles a pinches cien pesos. Si antes debí aguantar humillaciones tan bochornosas como la tarde en que escuché a esa niña lindísima referirme ante sus amigas como el niño de la boca abierta, semejante escenario no podía repetirse delante de, digamos, la nueva vecinita de trece años que ya se maquillaba, iba a fiestas, tenía pretendientes y me traía sumido en una languidez que yo confundía con estado de gracia, y a la postre no hacía sino subrayar, aun con la boca cerrada, mi vieja calidad de sujeto anormal. Cosa gravísima en esos momentos, cuando ya el pelo-corto-a-la-fuerza y la reciente proliferación de espinillas se habían apandillado para quitarme toda galanura probable. ¿Cómo dejar de amar a la ninfa infranqueable, si de haber sido ella tampoco habría uno tolerado el asedio romántico de un bicho raro?
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Una de las funciones piadosas del bicho raro es dar a los supuestos normales la certidumbre de que lo son, pero estaría mintiendo si dijera que haber crecido en el papel de freak no acaba concediendo infinitas ventajas ulteriores, empezando por una libertad extensa e irrestricta. Vamos, si ya está uno para siempre fuera del desdeñoso club de los normales, nada parece más atractivo que darse a la licencia y la extravagancia. Un lujo de actitud a los dieciocho años, cuando más ordinario parece lo normal y de pronto ser freak lo hace a uno popular contra todo pronóstico. Se equivoca, no obstante, quien se cree original en esas circunstancias, pues verdad es que varios de sus excesos son asimismo cometidos por muchos entre quienes pasan por conservadores, sosegados o insípidos, sólo que por debajo de la mesa. Ser normal y así acreditarse no supone un control sobre los propios actos más allá del cuidado de las apariencias, si lo único claro al respecto es que ninguno conoce a ninguno. Habría que preguntarse si no lo único normal, ya echando números, es la anormalidad imperante.
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La norma y sus deslices
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Hace unos cuantos años, cuando era mi trabajo pergeñar crónicas noctámbulas —quehacer extravagante donde los haya—, el más normal de todos mis amigos solía usarme como coartada ideal: cada jueves, le juraba a su esposa que iba conmigo a tomar unas copas. ¿A qué hora volvería? Imposible saberlo, dada la compañía, ¿cierto? Libre ya de escrutinios conyugales, mi amigo se pasaba hasta la alta madrugada sabroseándose a su querida secretaria. Cierta noche de jueves, ya entrada en viernes, la esposa me llamó. ¿Qué hacía yo ahí dormido? ¿Dónde estaba mi amigo, su marido, el padre de su hijo? ¿En los brazos de qué lagartona lo había yo ido a dejar, al pobrecito? ¿Era eso ser amigo? No recuerdo la cantidad de patrañas calientes que hube de improvisar, medio dormido, para que mi amiguito no perdiera su estatus de normal ante su normalísima señora, que a lo largo de cuarenta minutos me soltó una filípica infame sobre lo disoluto de mis costumbres y el buen hombre que era él, cuando no andaba en mi nefasta compañía gastándose el dinero de su familia. Una vez que llamó el interfecto —estaba en un motel, pasándosela bomba con el dictado— no hizo más que extrañarse ante mi extrañeza, para luego aclararme que todo aquello era lo más normal. Y claro, el anormal seguía siendo yo.
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A estas alturas de la extravagancia, me produce bostezos esa rara inquietud de los normales oficiales por enterarse qué es normal o anormal. Si a los quince años no soñaba más que con ser normal para poder besar a otra chica normal —y eso todas las guapas lo aparentaban—, el tiempo me enseñó que las mujeres más adorables tienden a ser gloriosamente anormales, y en tanto intolerantes ante los ordinarios. Nada que no conozcan centenares de millones de amantes, cuya lujuria no se alimenta de saberse normales, sino trasgresores. ¿Y si al final lo de verdad anormal fuese dar cuerda a tantos hipócritas y mediocres con un tema imposible y hasta estúpido? ¿Alguien sería, pues, tan amable de ahora mismo hacer sonar el timbre del recreo?

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