martes, abril 07, 2009

La guerra y la imaginación 2

Diario Milenio-México (07/04/09)
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De entre todas las descripciones de la época, me quedo con la de Nellie Campobello en Cartucho, ese libro inclasificable cuyos ojos de niña nos hacen ver no sólo lo que pasaba en el norte mexicano a inicios de siglo XX, sino lo que sucede en todo el país cien años después, a inicios del XXI. Mis hombres muertos. Los juguetes de mi infancia. Mis decapitados. Sin sentimentalismos, con una austeridad que resulta sin duda alguna exasperante, la niña registra la violencia cotidiana de una manera que ni los novelistas de la época ni los historiadores de otra han logrado emular. Aunque todos ellos hablan, con mayor o menor grado de fascinación, de la violencia, sólo la niña la ve. Ahí está la naturalidad con la que emerge en las calles (mis juguetes de la infancia), la cruenta cotidianeidad de su paso. ¿Estará ya la novelista de finales del XXI pensando en los “decapitados” que aparecen en las calles y en la televisión y en la prensa como los juguetes de su infancia? ¿Los ve ahora ella con el mismo desasimiento, la misma contundencia que Campobello le adscribe a su joven personaje femenino? ¿Conocerá ya, esa niña, el miedo? ¿Sabrá ya que no debe apartarse de sus padres en el supermercado porque la pueden secuestrar o habrá asistido ya al funeral en el que se despidió del padre o madre de algún amigo? ¿Sabe ya, esa niña, que no puede salir de tarde o de noche a la ciudad porque la ciudad, ese amasijo de calles, no le pertenece a ella ni a las que son como ella, extirpada pues de su ciudadanía? ¿Ha sentido ya esa futura novelista el palpitar alocado del corazón cuando pasa vertiginoso el comando militar y, luego, la sirena de la ambulancia, y luego, el silencio que todo lo sepulta en la noche más negra? ¿Sabe ya esa novelista de finales del XXI que la escritura más letal del México en el que nació no está en los libros sino en las mantas que aparecen, a lo largo y ancho de todo el país, en las ciudades más remotas y en las más pobladas, con amenazas diversas?
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Dice Sarah Ahmed en Las políticas de la emoción, que el miedo es una de las experiencias a la que recurren los políticos con gran frecuencia para servir sus propias agendas. Maleable, el miedo alerta ante el peligro, en efecto, pero sentido por mucho tiempo, también adormece. Paraliza. Una sociedad con miedo es una sociedad que baja la vista. El que tiene miedo prevarica. Presa del temor, el miedoso escucha ruidos que, en la noche, se alargan exasperantes hasta la madrugada, y en el día se acomodan al andar de los pasos. El que tiene miedo pierde la mejor parte de su energía preparándose contra golpes que no son, en su caso, imaginarios. Agazapado dentro de sí, aguarda el momento crucial—la decisión que, aunque nimia o tal vez por nimia, desatará el fin del mundo personal. Pocas cosas como el miedo nos hacen conscientes de las cruentas repercusiones de cada diminuto acto: estar parada en ésa esquina, haber vuelto la cabeza, conocer a cierta persona, haber coincidido en una fiesta. Todo eso puede convertirse, al pasar del tiempo, en la causa de ese disparo, aquel secuestro, esta violación. En expansión, descomunalmente agrandadas, cada decisión de la vida cotidiana no deja de ir teñida por la paranoia. El miedo aísla. El miedo nos enseña a desconfiar. El miedo nos vuelve locos. Con las manos dentro de los bolsillos y con la cabeza gacha, el que tiene miedo se transforma así en la herramienta por excelencia del status quo.
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Acaso el ejemplo más explícito del uso político del miedo en los tiempos contemporáneos haya sido la desvergonzada manipulación que el ex presidente Bush hizo del ataque contra las Torres Gemelas del 11 de Septiembre del 2001. Arengando a una guerra santa contra el Islam y promoviendo el odio que alimentó en primera instancia a la agresión misma, Bush sumió a Estados Unidos en un trance de pánico que desactivó la energía creadora, políticamente creadora, de sus habitantes. Congregados bajo la bandera de un patriotismo de cabeza gacha y ojos cerrados, los estadounidenses se acostumbraron con gran naturalidad a ser esculcados en los aeropuertos y ser registrados en sus domicilios privados. La disidencia, como bien se sabe, fue acallada bajo el pretexto de traición—y esto lo experimentó en carne propia Susan Sontag cuando, con característica valentía, se atrevió a cuestionar la uniformidad de criterios a la que apelaba y que consiguió el ex presidente. Conminar a una guerra, santa o no, siempre tiene consecuencias. Conminar a una guerra, contra el Islam o contra el narcotráfico, siempre tiene consecuencias. Todas ellas funestas. Con base en el miedo y multiplicando, a su vez, ese miedo, las guerras a las que nos invitan los de arriba (para utilizar la terminología azueliana) son siempre, como lo enunciara de manera magistral Henry Miller, “la mejor parte de un mal trato”. Ahí nosotros, aunque parezca lo contrario, no tenemos nada que ganar. Ahí, de hecho, bajo la apariencia de estar ganando (seguridad, estabilidad, protección) estamos, en realidad, perdiendo. Lo sabe el soldado que muere en servicio y lo sabe el que fue rozado por la bala que iba dirigida a otro; lo sabe la mujer a la que levantaron, así se dice, de la calle, nada más por haber andado en la calle y lo sabe el motorista al que esculcan hasta la saciedad en el cruce fronterizo; y lo sabe el que atiende los funerales, y lo sabe la futura escritora que ya desde ahora ha aprendido a mirar. A mirar esto.
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Fue un italiano, Alessandro Baricco, quien en la introducción que escribió para su apropiación contemporánea de La Iliada, el paradigmatico texto de Homero, nos provocó a pensar de maneras alternativas contra la guerra. Ha existido siempre, alegó, está en los huesos de las civilizaciones más diversas: la adrenalina de la guerra, la excitación de la guerra, el canto hipnótico de la guerra. Sólo cuando como sociedades podamos inventar algo más excitante, más riesgoso, más aventurero, más revolucionario, podremos decir que, en verdad, estamos contra la guerra. Una forma de pacifismo radical. Una tenaz provocación, ciertamente. Entre mis pocas virtudes no está la de la profecía y cuento, para colmo de males, con un pobre sentido de la propedéutica política, por eso me detengo aquí, en el eco que emerge de la provocación que, desde las páginas intervenidas de La Iliada, nos lanza Baricco.
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Con Andrés Molina Enríquez, ese positivista de inicios del XX, repito a inicios del XXI lo que ya era cosa sabida entonces: sólo cuando el problema de la desigualdad social sea debidamente atendido estaremos de verdad atendiendo el corazón de esa nación (con sentimientos) que se llama México. Con Alessandro Baricco repito: si queremos ir más allá de una guerra basada en el miedo cuyo fin es producir más miedo, más nos vale imaginar algo más excitante, más rabioso, algo más lleno de adrenalina. Con los situacionistas de hace unos 50 años repito que nuestra tarea no es llamar a la guerra (o atender un llamado por la guerra) sino producir desde abajo y en comunidad una vida cotidiana dinámica y creativa, emocionante y plena. Y es justo ahí donde entran, de manera humilde y hasta discreta, las palabras: las palabras escritas: los libros dentro desde los cuales saltan a la vista y, de ahí, al cuerpo entero y a la imaginación. El que imagina siempre podrá imaginar que esto, cualesquiera cosa que esto sea, puede ser distinto. He ahí su poder crítico. El que imagina que, al caminar por las calles de Ciudad Juárez está, en efecto, caminando por las calles de Bagdad, también puede cuestionar la naturalidad con la que suelen presentarse la militarización de las ciudades. El que imagina sabe, y lo sabe desde dentro, que nada es natural. Nada inevitable. Apuesto que aquella niña, la futura novelista del XXI, también lo sabe.

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