martes, marzo 12, 2013

Maricón a la vista (Diario Milenio/Opinión 11/03/12)


Claro que no es igual la vieja vaca que la vieja vaca. Y eso mismo sucede con el viejo buey. Las palabras son naturalmente tramposas, amén de esquizofrénicas y transformistas. Una sola palabra puede significar decenas de cosas, incluso sin salir de un mismo barrio, dependiendo del peso y la jiribilla que se le apliquen; no es posible contar ni imaginar la diversidad de significados y connotaciones que ese término tuvo que ir sumando conforme cruzó códigos postales, generaciones, épocas y fronteras. Menos aún podemos predecir de cuántas formas pueden ser las palabras usadas, abusadas, tergiversadas y malinterpretadas, de ahí que algunos cándidos opten por proscribirlas, que es la manera ideal de promoverlas. Pues así como hay gente cuyos oídos sufren ante el chirriar de ciertas palabras —ya sea por ofensivas, malsonantes, incorrectas, impropias o discriminatorias— abundan quienes hallan en tales aversiones la prueba irrefutable de que es lenguaje vivo y necesario.
El miedo a las palabras es pariente cercano de la superstición. Nombrar es invocar, y entonces atenerse a las consecuencias. El origen del miedo no está ya en la palabra, su mensajera, sino en el interior de quien evita oírla, leerla o pronunciarla. Se teme uno a sí mismo, por eso se contiene, y eventualmente intenta contener a los otros: un afán tan inútil como ruinoso, pues en vez de restar músculo a ese vocablo le estará confiriendo un poder similar al del conjuro —no se exhiben así las debilidades— al tiempo que se gana el indeleble calificativo de putito.
A menudo, no hay bulto más pesado y alevoso que la carga semántica. Si medimos el valor del lenguaje de acuerdo a la justicia y buen sentido en las implicaciones de cada palabra, la conclusión será que vale más cerrar la boca para siempre, y por supuesto no volver a escribir. Nuestras palabras son en tal modo caóticas, groseras y libertinas que expresan siempre más de lo que dicen, y a menudo retratan mejor a quien describe que a los descritos. No existe un solo término en el diccionario que no admita una carga de mala leche, y los hay que se acuñan a partir de calumnias y prejuicios. Mala leche, por cierto, hecha en casa. Pues no es el tumbaburros sino el usuario quien colma de sentido sus palabras, aun si rara vez se detiene a pensarlas. “Putito”, por ejemplo.
Vocablos como puto y maricón no vinieron al mundo para hacer justicia. Su primera misión era estigmatizar al receptor, y en lo posible ridiculizarlo. Nadie mejor para esa chamba que los niños, cuyos códigos suelen ser implacables ante cualquier atisbo de extravagancia. Cuando algún niño es visto por los otros como llorón, miedoso o indiscreto —o si se siente Batman, o se parece a Robin, o se junta con niñas, o es hincha de un equipo impopular, o no es hincha de nada— se le suma a la lista oficial de maricones. Y si luego de un cierto hostigamiento el estigmatizado pide ayuda a sus padres o maestros, quedará confirmada su condición presunta: maricón. Es decir, cobarde y delator. Indigno de amistad, confianza o simpatía. Apestado y en un descuido contagioso. Y eso que aún nadie habla del asunto sexual.
Pocas combinaciones se antojan tan difíciles como la homosexualidad y la cobardía, excepto para quienes las guardan en secreto y eventualmente llaman al linchamiento de los desinhibidos. Gente que tiene miedo de salirse un milímetro de la cuadrícula. Gente que espera a oír la opinión de los otros para expresar la propia. Gente muy propia, claro, que jamás va a arriesgar una sola palabra que la ponga en el blanco del qué dirán. Gente que tiene miedo a las palabras. Esos, y no los otros, son quienes se han ganado el rango de putitos.
No hacen falta palabras para que el apestado acuse recibo de discriminación. Se ha pasado la vida pretendiendo que no se entera de guiños, codazos, muecas y murmullos a propósito de su forma de vida. Sabe de varios entre sus malquerientes que actúan por envidia o cobardía o muy probablemente las dos cosas. Pues llama la atención no tanto la insistencia de la burla, como la obvia viveza de su interés. Y otro detalle: la misoginia implícita. Quien hostiga a los otros “por maricones” y los da torpemente por cobardes, lo que hace es igualarlos a esas mujeres que en teoría le gustan, aunque en el fondo las envidia o desprecia u otra vez: las dos cosas. Quienes hacen la ley puede prohibir y castigar las palabras que gusten, que de todas maneras nunca van a acabar. Lo saben los cobardes de verdad: no se curan los síntomas sin atacar de frente a la enfermedad.

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