sábado, octubre 30, 2010

Box-Álvaro Enrigue (El UniversalOpinión 30/10/10)

Hace unas semanas fui por cuestiones de trabajo a la ciudad de Morelia y, dado que mis citas eran en viernes por la tarde, aproveché para convertir el asunto en una expedición familiar. A pesar de los horrendos problemas que agobian a Michoacán, su capital mantiene una dignidad y un culto al bienestar tal vez únicos en México: está cada día mejor remozada, sigue siendo segura, mantiene un control férreo de la economía informal y ha educado a sus habitantes para que no arrojen ni un chicle al suelo. En ese contexto de orden admirable, resalta una nota: la secretaría del deporte de la ciudad celebra en su zócalo, todos los sábados, funciones gratuitas de box amateur.

El box es un deporte y los peleadores del zócalo de Morelia lo practican en toda regla olímpica: son jóvenes más sanos que uno mismo, aficionados a los mamporros. El caso no pasaría de una excentricidad, si no fuera porque las primeras peleas de la tarde son ejecutadas por niños. Por muy abierto que uno sea y por más que sea aficionado al box, el asunto inquieta: ¿qué sociedad pone a dos chiquitos a pegarse mientras apoya a uno u otro según el gimnasio del que viene? Ver aquello fue un golpe de conejo a mi airosa tolerancia, aunque por supuesto acabé, con mis hijos, apoyando a gritos al contrincante que parecía venir de un contexto social más difícil.

Pese a su peculiaridad y resistencia, el país se ha ido afiliado como va pudiendo a las corrientes de lo políticamente correcto. Hay cosas que se hicieron y dijeron siempre y que en los últimos 20 años han salido al menos parcialmente del habla común: si uno no es gobernador de Jalisco, en general considera las diferencias y los derechos de las minorías tradicionales antes de hacer una alocución sentida, por supuesto en público, pero también en privado.

Lo mismo sucede con muchos pequeños actos de civilidad que hasta hace poco nos habrían parecido ridículos o que hubiéramos considerado definitivamente improcesables para la idiosincrasia nacional. Todas las mañanas, mientras camino con mi hijo a la escuela, me cruzo por las aceras de la colonia Escandón con un joven punk fornido, rapado y en general temible, que pasea a su perro. De ida el punk y su mascota van con la dignidad de las montañas, cuando los vuelvo a pasar al regreso, el perro ya hizo caca y su amo está en cuclillas, recogiéndola con una humildad que no le sienta nada bien pero que me hace pensar que a lo mejor nuestra subclase sí tiene remedio.

Nuestras conductas se han modificado por razones complicadas de medir que van de la conciencia sobre el racismo que nos dejó el alzamiento zapatista del 94 a la pedagogía irónica a la que Monsiváis nos sometió durante quién sabe cuántos años; pasan por el barniz que las universidades extranjeras imponen a cada vez más mexicanos y la exposición de la gente común a los valores globales de occidente por las vías de Internet y la televisión por cable; por la envidia que nos produce el Estado de bienestar europeo o canadiense y la enternecedora voluntad de cambiar de usos para ver si así podemos aspirar a cierto grado de retribución en los servicios fiscales. Nadie en plan en razonar pensaría que las escuelas o los hospitales públicos van a mejorar si dice “afromexicano” o “gay”, pero hay algo de talismán en el uso de un lenguaje políticamente correcto: nos hace sentir un centímetro más cerca de la superficie y otro más lejos del fondo.

En el sentido anterior, la vuelta del box como espectáculo de masas se respira como un ligero y saludable paso atrás –aunque el exceso de los niños boxeadores de Morelia incomode. Ver a dos señores pegándose hasta que uno se cae difícilmente cuenta como acto civilizatorio o promotor de los valores en cuyo halo mágico depositamos la fe en nuestra capacidad para progresar, pero el box fue durante muchos años tan o más importante que el futbol como deporte y fuente de entretenimiento. Hay que aceptar que hay mucho de felicidad en escuchar el rumor de una pelea saliendo de la tele el sábado por la noche.

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