miércoles, enero 26, 2011

El archivo y el escritor (Diario Milenio/Opinión 25/01/11)

La relación entre escritores y archivos es larga. A los archivos han ido a parar, entre tantos otros, aquellos que investigan los eventos menos conocidos de las grandes figuras públicas o las vidas todas ellas descartadas de los pequeños personajes de la vida cotidiana. Han tocado el abracadabra que es la puerta de todo archivo, sobre todo aquellos para quienes los datos de las monografías o los sesudos análisis históricos realizados desde la academia no les resultaban suficientes al momento de crear personajes de carne y hueso y un pedazo de pescuezo y otro de pasión. A veces respetando a pie juntillas los datos encontrados en registros varios, y a veces, de hecho: con más frecuencia, escatimando la fuente de los documentos ante el lector, los escritores han ido desarrollando una relación larga y estable, pero también cambiante, con los archivos.

Existen, por ejemplo, libros con archivo fantasma. Aquí podrían caber los textos elaborados por autores que, habiendo leído la información necesaria o requerida, se asignan sin embargo “licencias poéticas” que les permiten alterar ciertos eventos o, más específicamente, ciertas cronologías, con el fin de no afectar el desarrollo de sus historias. La licencia, se entiende, no es un rechazo a la legitimidad de archivo, puesto que el libro no renuncia en ningún momento al aura de verosimilitud que produce el apego al mismo, sino sólo una especie de suspensión efímera de las reglas del juego de la precisión histórica. Cabrían también en este rubro, aunque por razones un tanto distintas, los libros que, aún respetando las fechas y los nombres de los lugares, pocas veces transcriben, sin embargo, las palabras o los formatos que aparecen en sus documentos, contentándose con transmitir la información ahí adquirida a través de la voz de algunos de sus personajes. Se trata de libros que adquieren un “prestigio”, en este caso de contenido histórico, sin apelar de manera directa ni a la búsqueda de los documentos ni a las clasificaciones institucionales ni a la manera en que los datos fueron registrados y, luego entonces, leídos. El contenido del archivo pareciera, en esta versión, trasminarse de manera misteriosa o en todo caso incognoscible. El juego se llama: la oclusión del medio. Tal vez el elemento que pronto los revela como libros con archivo fantasma es que rara vez incluyen los nombres y ubicaciones de las fuentes primarias ni de las secundarias de las que los autores echaron mano. Como si el conocimiento fuera más una cuestión de ósmosis que de intercambio, estos libros ocultan el proceso de producción de su propio conocimiento, aspirando a hacerse pasar por el mundo mismo o lo real o la experiencia en sí. Gran parte de los best sellers que se clasifican como históricos responderían de manera más o menos general a las características aquí descritas.

Muy distintos son, así entonces, los libros de ficción documental, en los cuales la relación con el archivo —desde su ubicación, su significado cultural y político, su estructuración interna, hasta sus empleados— es central. Muy de acuerdo con principios más o menos aceptados de la así llamada historia social o la historia desde abajo, estas novelas no sólo reconocen explícitamente que el conocimiento de las mismas ha sido producto de una lectura y, aún más, de una lectura en momentos y situaciones específicas, sino que, acaso por lo mismo, tienen cuidado de introducir palabra por palabra, oración por oración, textos encontrados en los propios archivos. Se trata, con frecuencia, de libros escritos en un proceso de co-autoría poco velada: el discurso del investigador vis a vis el discurso del investigado. Los dos a la par y cara a cara y a la vez. No sólo es que vivimos en una época en que el internet nos ha transformado en transcribas y copypasters de tiempo completo, sino también que los ánimos por descontextualizar y recontextualizar discurso generado en medios donde ése no se reproduce con facilidad (la cárcel, el chisme, el expediente médico) extiende la definición de lo que es real. De hecho, algunos de estos libros con archivos se convierten, en su versión más extrema, en copias fieles de esos archivos, haciendo realidad la hipótesis o los postulados de Pierre Menard.

La novela El material humano de Rodrigo Rey Rosa es parte, sin duda, de esta segunda oleada de libros que han decidido resaltar el medio o los medios a través de los cuales y en los cuales existen en tanto tales: como libros. A diferencia de otras novelas que también lidian con la existencia de los documentos de las guerras civiles de la Centroamérica de finales del siglo XX, Rey Rosa avanza tentativamente, siguiendo de cerca los trazos de las palabras y las oraciones y los formatos y los sistemas de clasificación del archivo entero. Lejos de transformar al investigador/lector/escritor en un héroe unidimensional, este lector entra en el archivo sin saber bien a bien lo que encontrará. Entre una cosa y otra, copia, es decir, transcribe. Hay notas de los diarios del archivo combinadas con las notas más personales y también austeras que documentan la vida privada del lector de documentos. El lector y los leídos adquieren, en momentos de franca incertidumbre, el mismo status: ambos no son sino pedazos de lenguaje transcrito. Reproducciones elegidas a conciencia pero no necesariamente con conciencia de algo más. Se trata, en todo caso, de algo hecho artificialmente: ha sido leído y elegido y luego, pasado en limpio. El libro no es la realidad, ni pretende serlo, como tampoco pretende hacerse pasar por ella. El libro es un libro. Y pocas veces Perogrullo ocasionó tal estupor. El gran beneficio de hacer énfasis en el medio —el lenguaje, el archivo, el documento— que compone el universo de la novela es cuestionar la noción muy común del lenguaje como un vehículo neutro a través del cual circula lo que importa, es decir, la anécdota. Más allá de la trama, pues, aunque con varias tramas dentro de sí, el libro es sobre todo un proceso que, en la fragilidad de las notas, en lo punzante de los hallazgos, en la ramificación de sus coincidencias, en la yuxtaposición de un presente que se diluye y un pasado que no se va, entreteje una crítica acérrima y frontal al medio que la produce.

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