martes, junio 24, 2008

Dorotea / Doroteo



Diario Milenio-México (24/06/08)
---
Cuando ser Doroteo o Dorotea da lo mismo, justo ahí, Rulfo trastoca, y aquí de manera fundamental, nociones perentorias u oficialistas de lo que es la identidad de género
-
Hay un gran momento queer en la literatura mexicana y es éste. Se trata del fragmento número 34 de Pedro Páramo, el libro que Juan Rulfo publicó en 1955. Juan Preciado, el personaje que ha llegado acá, a Comala, buscando a su padre, un tal, acaba de morir debido a la falta de aire provocada por la canícula de agosto o por el miedo.
-
“No había aire”, explica el personaje principal en el fragmento 33. “Tuve que absorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.” Todo parece indicar que la explicación ha terminado, pero después de un punto y aparte, emerge, certera, diríase que fulminante, la repetición: “Digo para siempre”.
-
Así, justo después del espacio en blanco, en uno de esos múltiples cortes a través de los cuales la novela se aleja de desarrollos lineales o cronologías terrestres, surge casi de manera natural la voz que increpa la explicación proveída anteriormente.
-
“–Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?”, interroga esa voz sin presentación alguna, en la primera línea del fragmento 34. Intempestivamente. Y, desde la sepultura, mientras abraza o es abrazado por otra presencia, Juan Preciado responde larga, sinuosamente, inmiscuyéndose de esa forma en un diálogo con innumerables consecuencias:
-
“–Tienes razón, Doroteo”, murmura, titubeante, sólo para preguntar luego, “¿Dices que te llamas Doroteo?”.
-
“–Da lo mismo”, le responde la voz, aclarando apenas un minuto después: “Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo”.
-
Cuando ser Doroteo o Dorotea da lo mismo, justo ahí, Rulfo no sólo consigue cuestionar cualquier entendimiento fijo o sedentario de lo que es la identidad en general, sino que también trastoca, y aquí de manera fundamental, nociones perentorias u oficialistas de lo que es la identidad de género. Que esa identidad sea inestable y fluida, tal como lo sugiere la mera posibilidad de que un personaje pueda ser una u otro, y que además esa posibilidad “dé lo mismo”, no se debe, claro está, a posición ideológica alguna o a vanguardismos extemporáneos, sino que obedece a la naturaleza liminal del lugar donde toma lugar la novela así como al carácter fantasmagórico de todos sus personajes. El cuerpo sexuado de Dorotea puede ser Doroteo porque, después de todo, la voz le pertenece a un muerto o a un fantasma o a un espectro. Se trata, además, de un muerto tan insignificante, tan pequeño, que es en realidad “algo que no le estorba a nadie” y que, por lo tanto, cabe “muy bien en el hueco de los brazos [de Juan Preciado]” aunque, en característico movimiento oscilatorio, también se pregunte si no debería ser ella la que lo abrazara a él. Así, abrazados (¿abrasados?), en una cercanía que se antoja tan sexual como la compartida, no sin culpa, por Donis y su hermana, Doroteo/Dorotea y Juan Preciado platican desde la estrechez del sepulcro final sin preocuparse, o de plano trasgrediendo, nociones terrenas de lo que debe ser un hombre o una mujer. Que esto haya sido escrito en 1955, apenas cinco años después de que Octavio Paz publicara su Laberinto de la soledad, libro con el que contribuyera, entre otras tantas cosas, a la definición poco flexible de los linderos de la feminidad y la masculinidad en México, no es un hecho menor. Leído a inicios del siglo XXI, ese momento de intermitencia genérica que, además, incluye la descripción de un sueño bendito y un sueño maldito, propicia, sin duda, una lectura alternativa, una lectura queer, de los cuerpos de la modernidad mexicana desde uno de sus textos fundadores.
-
Rulfo se refirió varias veces a Pedro Páramo como “una novela de fantasmas que toma vida y después la vuelve a perder”. También llegó a asegurar, especialmente cuando se le invitaba a elaborar sobre la referencialidad de la misma, que “lo único real [era] la ubicación”, comentario que por sí mismo azuza toda una serie de elucubraciones sobre los nexos que van de Rulfo como paisajista, tanto en términos verbales como visuales, a Rulfo como un autor no realista. Dijo también en más de una ocasión, sobre todo cuando discurría sobre la estructura de Pedro Páramo que, de ese libro, había eliminado todas “las moralejas”, acaso el vocablo que utilizara para denominar el contenido o lo meramente tramático de la novela. Así, entre una cosa y otra, decidiendo a contracorriente de una tradición literaria realista, fincada en la referencialidad histórica y en las bondades de la anécdota, Rulfo extrajo el cuerpo de la cárcel de sus muchos deberes para, en cambio, hacerlo dudar y, sobre todo, para hacerlo decirse y enunciarse (¿anunciarse? ¿denunciarse?) de otra manera. Experimental en el sentido en el que lo son aquellos libros que establecen sus propias reglas, Pedro Páramo saca a la modernidad mexicana de la historia como realmente pasó, de la historia como contexto o como continuum, para llevarla al espacio líminal donde, a fuerza de convivir con fantasmas, los cuerpos de esa historia pueden ser y dejar de ser y ser una vez más en su propio terror o en su sueño alucinado o en su interrupción redentora.

No hay comentarios.: